Pensiones (Nivel básico)

A ver, López, Basagoiti y demás bodoques (no es un insulto; vayan al diccionario) del muro de contención contra el secesionismo rampante, pregunta de examen: ¿Cómo funciona el sistema español de pensiones? Calma, que no les pido una explicación al dedillo y con decimales. Basta con lo básico, con lo que sabe hasta el último cotizante… salvo, por lo visto, ustedes. Ya se ve por sus caras y, sobre todo, por las soplagaiteces que van soltando por ahí, que no tienen ni idea. Claro que también puede ser que estén mintiendo como bellacos. No querrán que pensemos eso de ustedes, ¿verdad? Dejémoslo, pues, en ignorancia supina y corrijámosla.

La cosa es más o menos así: Cada mes todos los que tienen la suerte de tener trabajo, ya sea por cuenta ajena o propia, aportan una cantidad equis a la Seguridad Social. Sí, sí, a la española, que de momento no hay otra. Con esa cuota, apoquinada regularmente mientras tengan un contrato en vigor, adquieren el derecho a recibir una paga a partir del momento en que se jubilan. Como sabrán porque leen los periódicos, es el Estado (bueno, ahora atendiendo a los supertacañones de Europa) quien fija la edad mínima —cada vez más tarde— así como el número indispensable de años en el tajo para empezar a cobrar. La cuantía que se percibe depende del periodo cotizado y del tamaño del descuento mensual. Por eso hay quien llega a los 2.500 euros y quien, con suerte, raspa los 500. Anoten que no es la geografía la que marca las desigualdades.

De hecho, y llegamos a lo gordo, la geografía no pinta nada en todo esto. A efectos del sistema de pensiones, España es una y grande. Por algo, su seña de identidad es la caja única. Los pensionistas actuales, vivan en Legorreta o Jaén, pagaron su piquito mensual a España y, en consecuencia, es España quien tiene la obligación de ingresarles su parte mientras vivan. Incluso, fíjense, aunque nos independicemos mañana. ¿Aprendido?

Sin sueldo

María Dolores de Cospedal (último sueldo conocido: 241.840 euros anuales) se ha trepado a la parra demagógica de los tonicantós, rosadieces y martinezgorriaranes que predican al tiempo que se comen el trigo a dos carrillos. Porque ella y su mayoría absoluta lo valen, porque le sale de la peineta y de la mantilla que se pone para ir a engañar a Dios, ha decidido demediar el parlamento de Castilla-La Mancha y, en el mismo viaje, dejar sin paga a los culiparlantes, también llamados “representantes de la voluntad popular”. Pasmados se tienen que haber quedado los descamisados zurrados por los azules en Neptuno al ver cómo les sobrepasaba por la extrema derecha. ¿No estaban pidiendo el fin de los privilegios de la casta política? Pues hala, un ERE y la mitad a casa, y los otros, a sentarse en el escaño a cambio de nada. Eso sí, los que pillen cacho en el amplio escalafón gubernamental seguirán cobrando. El que parte y reparte… ya se sabe. ¿Algo que objetar?

Sí, bastante. Para empezar, que tal vez la directa habría sido cerrar el negocio completo. Treinta años después ya se ha comprobado que las autonomías artificiales no sirven para acercar la administración al ciudadano sino como sostén de los caprichos y elevador del ego de una creciente reata de caciques locales. No olvidemos que donde ahora se sienta la doña tuvo el culo durante lustros el multiplicador de patrimonio personal José Bono. Nadie fuera de la legión de apesebrados iba a echar en falta la taifa castellano-manchega. Para recortar da lo mismo Madrid que Toledo.

Pero si aun así se opta por mantener la tramoya, sobrepasa el insulto que se haga a costa del doble tijeretazo populachero en el tamaño del parlamento y los emolumentos de los electos. Lo primero es un truco aritmético para borrar del mapa a los partidos pequeños. Lo segundo es institucionalizar que sólo los que están forrados se puedan dedicar a la política.

Enemigos del pueblo

Nuestro presunto Nuevo Tiempo, el de las luces, que dice Arnaldo Otegi, tiene un pasadizo permanente al viejo. De pronto, se funden los plomos, y en milésimas de segundo uno regresa desde la era de los discursos chachipirulis y la cartelería fashion-molona a la época sombría de las arengas mononeuronales —Egurre ta kitto!— y la tosca fotocopia en blanco y negro con las instrucciones de a quién y por qué hay que socializarle el sufrimiento. El penúltimo de estos edictos con aspiraciones de pasquín ha aparecido en Gernika. Sin firma (antes, por lo menos, llevaban al pie estridentes alias revolucionarios), el papel clasifica en tres grupos a los esquirolazos locales que no secundaron la huelga del 26-S: los que estuvieron todo el día abiertos, los que anduvieron abriendo y cerrando a lo largo de la jornada y los que tuvieron la persiana levantada a primera hora. Desconozco si la división en grupitos trata de ser una gradación del delito, pero el caso es que para todos la sentencia impuesta es la misma y viene anunciada en el encabezado en mayúsculas negritas: boicot a los enemigos del pueblo.

Si hay expresiones que resumen un ideario, esta que mezcla en un solo sintagma a los más perversos (ellos) y a los más bondadosos (nosotros) es insuperable en su capacidad de ilustración. Y más, si echamos un vistazo al libro de historia y vemos que desde que los romanos acuñaron el “hostis publacae”, todos los regímenes de cachiporra suelta lo han adaptado a su idioma y a su credo. Daba igual que la cacería de brujas la instigara Torquemada, McCartthy, Goebbels o Serrano Suñer. El cargo de los apiolables era idéntico: enemigo del pueblo.

Da para pensar el caso de Lavrenti Beria, mano ejecutora de Stalin que limpió el forro a decenas de miles de camaradas desviados bajo esa acusación. En 1953 Khrushchev le montó un juicio sumarísimo y el matarife acabó en el paredón… como probado enemigo del pueblo.

¿La queremos?

Sigo donde lo dejé en la última columna. Probablemente, me perdí entre las berzas y el cogollo se quedó sin tocar. Lo que yo quería poner sobre la mesa es la insoportable levedad —digo más: vaciedad— de un debate que se activa y desactiva cíclicamente sin terminar de llevarnos a ninguna parte. Por ese lado, no tienen nada que temer los adalides de la integridad de la nación española. Todo lo contrario. Están más cómodos que nadie invocando la sagrada Constitución (con sus tanques en el interior), advirtiendo que levantarán innecesarios diques de contención contra una amenaza que saben irreal o anunciando el apocalipsis que seguirá a una secesión que tienen la absoluta seguridad de que no se producirá.

Sí, consiguen que su zozobra parezca auténtica. Nos hacen creer que no pegan ojo, atribulados porque esta vez parece que sí, que va en serio, que su patria está en peligro de perder dos pedacitos. Puro teatro. Sencillamente, sueltan hilo a la cometa para que sigamos enredándonos en él, plenamente conscientes de que esa es nuestra gran especialidad. Ni siquiera tienen que aplicar el viejo y simple “Divide y vencerás” porque ese trabajo se lo dan —o sea, se lo damos— hecho.

Y ahí es donde caigo en la cuenta de que antes de preguntar para qué queremos la independencia, debí cuestionar algo más obvio: ¿De verdad la queremos? Me consta que la respuesta automática de muchos lectores será “¡Toma, claro”, “¡Nos ha jodido, lo que más en este mundo!” o “Sueño con ella todos los días”. Ya, eso mismo lo llevo escuchando desde hace 35 años, 34 de ellos abundantemente regados en sangre. No solo no hemos avanzado un paso hacia ella, sino que si miramos a nuestro alrededor, comprobaremos que, a la chita callando, alguna de las autonomías del café para todos ha mojado bizcochos que por aquí no hemos catado. ¿Seguro que la queremos? ¿No será que nos conformamos con querer quererla? Son cosas muy distintas.

Plantar berzas

Aunque yo por entonces ya andaba Olivetti y magnetofón en ristre, casi 25 años después del alumbramiento del Espíritu del Arriaga, no he sido capaz de averiguar si es realidad o leyenda urbana que en aquel viraje al pragmatismo del péndulo jeltzale Xabier Arzalluz tonó: “¿Para qué queremos la independencia? ¿Para plantar berzas?” Hay quien me asegura que sí, que estuvo allí, y hasta me describe con pelos y señales la hinchazón de la carótida del orador al expeler la doble pregunta. Ocurre que también conozco a varios que juran haber visto por la tele lo de Ricky Martín, el perro y la chica de la mermelada, un episodio que jamás tuvo lugar. Por lo demás, es bien sabido que ocho de cada diez frases que se atribuyen al azkoitiarra jamás salieron de su boca.

Lo dijera o no —seguramente algún lector me sacará de dudas—, me apropio de la interpelación y se la arrojo inmisericordemente a ustedes desde esta columna. Olvídense de las berzas, el maíz, las alubias y toda referencia hortícola. Quédense con la esencia que late entre los primeros interrogantes. ¿Para qué queremos la independencia? Y atiendan al enunciado, porque no les estoy cuestionando si tenemos derecho a ella o si quienes nos la niegan juegan limpiamente. Eso es de otro parcial. Lo que hay que responder es si tenemos claro lo que queremos ser de mayores y si estamos dispuestos a asumirlo.

Cedan a la tentación de contestar desde las tripas o desde el cabreo secular por los incontables agravios. No le den la razón al amanuense del Borbón que escribió lo de las quimeras. Vamos de cráneo si nos creemos a pies juntillas el cuento de hadas de que la soberanía hará esfumarse la crisis, las desigualdades y las injusticias. Es igual de falaz que la mendruguez de López amenazando con que no podremos pagar las pensiones.

No hace mucho pregunté cuándo nos vamos. Ahora añado si sabemos a dónde y para qué. Por lo demás, estoy dispuesto.

Mayoría silenciosa

Incluso a pesar de mis últimas columnas de diván y paquete de kleenex tamaño familiar, también a mi se me escaparon veinte cagüentales al escuchar la natillosa [Enlace roto.]. Cómo no hervir de corajina ante un discurso que atufaba a peronismo o, peor y más cercano, a las matracas sobre el Contubernio que se cascaba el bajito de Ferrol en la Plaza de Oriente. No hay un solo tiranuelo en toda la historia que no se haya creído elegido, amado y secundado en sus tropelías por sus vasallos. Miren que le veo muchos defectos a Mariano, pero ni en la versión más desfavorable lo imagino como un dictador bananero. ¿Por qué, entonces, se arriesgó a parecerlo con ese panegírico aventado —no es detalle menor— desde la mismísima Nueva York?

Primero, porque igual que el Borbón, el susodicho lee lo que le ponen delante. No duden un segundo que tras las dulzorronas palabras hay un asesor que ha visto varios capítulos de El ala oeste y, por lo menos, otro estilista del lenguaje. Segundo, porque a la vista de las portadas de medio mundo recreándose en el spanish disaster, los anteriormente citados decidieron difundir hacia dentro y hacia fuera la especie de que la bronca era cosa de cuatro malmetedores in situ y doce en Twitter. Tercero, y no saben lo que me joroba escribirlo, porque hasta un punto que les dejo determinar a ustedes, el razonamiento no es del todo ajeno a la verdad. Medítenlo.

A la hora en que volaban las pelotas de goma y llovían los porrazos en Neptuno y aledaños, el 99,999 por ciento del censo estaba a otras cosas. ¿Padeciendo resignada y quietamente su martirio, como los pintó el sobreactuado presidente? Qué va. Había más viendo Futboleros o Punto pelota. En su infinita pasividad, ni siquiera notaron que Rajoy, experto trapichero de ganado lanar, los marcó con su hierro y los estabuló en su silencioso redil. Así nos va.

Mientras tanto, nada

Advierto a la sufrida concurrencia, por si se quieren evitar el mal rato, que las líneas que les vengo a llorar son una versión corregida y aumentada de las que destilé ayer mismo con el resultado de varios desayunos agriados y un par de whatsups de amigos seriamente preocupados por mi estado emocional. Algún día me apearé en marcha de este tobogán melancólico y, tirando de oficio y de ese tipo de cinismo tan esquinado que merece el nombre de hipocresía, seré capaz de jurar a los moribundos que tienen toda la vida por delante y convenceré al de los hermanos Calatrava de que la auténtica belleza va por dentro. Denme un decenio o dos y es pan comido, se lo prometo.

Pero hombre, Vizcaíno, déjese de pucheritos autocompasivos y mire lo que está pasando en la calle. ¿No se sulibella viendo cómo por fin las masas atienden la llamada de su destino manifiesto y salen a rodear a los mismos que han votado hace menos de un año para decirles que cuidadín-cuidadín? No me diga que no rejuveneció ayer al ver cómo esa Euskal Herria que usted pronuncia a garganta llena se poblaba de puños en alto clamando por el fin de la explotación laboral y, ya puestos, por la inminente independencia. De propina, nuestros hermanos catalanes allanándonos el camino hacia Ítaca con un remedo de aquel plan que el malvado centralismo opresor le estrelló en las narices a Ibarretxe. ¡Cabalgamos a lomos de la Historia!

Ya, sólo que si nos fijamos bien, las patas están atornilladas al suelo. Lo de Madrid es una confusa convocatoria convertida en semihazaña y Trending Topic gracias a la porra fácil de los guardianes de Rajoy. Igual igual que los robocops de Ares-Mendia dieron lustre a pelotazo limpio a una huelga que hasta sus convocantes saben que ha sido un error estratégico de libro. En Catalunya apenas veo a un campeón de la tijera jugando con una bomba de relojería cargada de sentimientos. Y mientras tanto, nada.