Bipartidismo, según

El gran profesor de Ciencia Politica y más que notable investigador de la misma materia, Pablo Iglesias Turrión, tendrá para varios tomos cuando se ponga a darle media vuelta a sus propias andanzas o las de su formación, valga la redundancia. Seguramente, le encantará explicar el rotundo y demoledor éxito en la implantación social y, en el mismo paquete, las expectativas electorales. En apenas un año (el pasado sábado se cumplió), salto de la casi nada al casi todo, y con perspectivas favorables, que anotaría una agencia de calificación de activos financieros. Quizá mi memoria esté como un queso de Gruyere, pero soy incapaz de nombrar un precedente cercano de semejante irrupción. Puede haber algún caso con dos o tres concomitancias, pero nada que se parezca al fenómeno de los redondeles morados.

Bien es cierto que junto al récord de difusión, conocimiento y simpatía, habrá que citar otra plusmarca también sin parangón. Díganme qué formación ha sido capaz, en doce de meses y sin alcanzar el gobierno, de incumplir tantas promesas solemnes de primera hora. Empezando por lo de la organización horizontal y casi etérea que va camino de un centralismo jerarquizado que ríase usted del PCUS o el Movimiento Nacional, siguiendo por la renta básica universal, el impago de la deuda y, junto a otro puñado, la claudicación más reciente: la derrota del malvado bipartidismo.

Sí, eso ya no solo no está entre los objetivos, sino que se aspira exactamente a lo contrario. Proclama Iglesias que en las próximas elecciones generales las dos únicas opciones serán PP y Podemos. Y eso no es bipartidismo, qué va.

Todo es yihad

Qué miedo. PP y PSOE dicen haber alcanzado un pacto de Estado —cómo les gusta el chuntachunta— para luchar contra el terrorismo yidahista, que como el tractor amarillo de la canción pachanguera, es lo que se lleva ahora. En el primer bote, a uno le entra una ternura infinita al contemplar de nuevo a los tortolitos del bipartidismo haciendo manitas de gran coalición en lugar de fingir (mayormente por el lado sociata) que no se tragan. No es que hiciera mucha falta dar más pistas, pero la estampa es el trailer de la película que probablemente veamos no andando muy tiempo, con Pedro y Mariano aparcando diferencias en aras del interés nacional, o sea, el de la docena corta de intocables del régimen del 78.

Y yendo al meollo, se le ponen a uno los pelos como escarpias recordando lo que ha ocurrido cada vez que los partidos turnistas se han sacado la foto de la unidad sin fisuras contra el terrorismo. Ilegalizaciones de siglas y personas, encarcelamientos porque sí y porque también, arbitrarios cierres de medios de comunicación y, para no hacer interminable la lista de daños, la burla sistemática de los derechos civiles y humanos más elementales. Algo que llega hasta hoy mismo, como estamos comprobando.

Un objetivo loable, hacer frente al terror, funcionó como pretexto para mil y una injusticias practicadas desvergonzadamente que, para colmo, no sirvieron de nada en la batalla original. Cuando todavía no hemos superado las perversas consecuencias del Todo es ETA acuñado por el hoy héroe de progres Baltasar Garzón, parece que quieren instalarnos en un Todo es yihad que no es precisamente tranquilizador.

Borbón y cuenta vieja

No me apresuraría yo a buscarle mote al futuro Felipe VI. A su padre, hoy abdicante por sorpresa o similar, le bautizaron Juan Carlos el breve, y se ha pegado casi cuarenta años literalmente a cuerpo de rey. Para más recochineo, digan lo que digan los cándidos festejadores de no se sabe muy bien qué, se pira porque la biología no le da más de sí, y que le quiten lo bailado, lo bebido y lo matado en las llanuras de Doñana y Bostsuana. Este triunfo es, perdonen que la coja llorona, otra derrota, no muy diferente de la que supuso ver al bajito de Ferrol diñarla en la cama. Así se escribe la historieta de este reino al que a unos cuantos no nos apetece nada pertenecer.

Y así se seguirá escribiendo, me temo después de comprobar cómo la gran coalición que tanto negó la fracasada Valenciano se conformó ayer a efectos laudatorios del monarca en cese por derribo. Fue cosa de ver y escuchar al interino Pérez Rubalcaba hacerse jabones olorosos del Borbón. Por suerte, no les pilló en campaña, porque el peloteo bochornoso habría acabado por disuadir a los cuatro o cinco votantes que le quedan al PSOE. Con todo, el elogio excesivo es solo el síntoma. La enfermedad reside en la voluntad de ir a piñón con el PP en el toqueteo legal que la nueva situación requiera. Como con el techo de deuda, los partidos turnistas van otra vez de la manita a darle un zurcido a la Constitución para que la corona ajuste conforme a derecho (a su derecho) en la testa del heredero de quien, a su vez, la recibió del caudillo y generalísimo de las Españas. Con cuánta razón proclamó el jodido que lo dejaba todo atado y bien atado.

Alborotar el cementerio

Era previsible que sería así y hasta comprendo los motivos, pero me resulta un tanto infantil que PNV y EH Bildu anden declarándose vencedores de las elecciones europeas según veamos la estampa a siete, a cuatro o a tres territorios. Aparte de que en cualquiera de los casos, la distancia es de un puñado de votos, espero que tengamos la suficiente madurez política para entender que estos comicios no son los más adecuados para meterse a la medición de hegemonías. Basta comparar los resultados de una y otra formación con los que cosecharon en las últimas autonómicas, municipales o forales para ver que no salen las cuentas. A ambas se les han quedado unas miles de papeletas en casa, muchísimas menos —eso también es cierto— que a PSE y PP, cuyo batacazo no admite ni medio matiz.

Por ahí justamente empezaría mi lectura en positivo de lo que ocurrió el domingo. Además del mordisco en la ingle al bipartidismo en el conjunto del Estado, en nuestro trocito del mapa, siempre con mayor biodiversidad, las urnas les han sido favorables a las fuerzas que apuestan por el derecho a decidir. Pero como eso puede sonar un tanto abstracto, personalizaré: en ese mastodonte amodorrado que es el Parlamento europeo habrá de saque dos escaños cuyos ocupantes no van con espíritu de balneario. Izaskun Bilbao lo ha demostrado en los cinco años precedentes y no tengo la menor duda de que Josu Juaristi actuará con similar brío y entrega. Me alegra intuir que no serán los únicos. Entre un puñado de los recién electos de otras siglas se perciben unas sanísimas ganas de alborotar el cementerio de elefantes. Buena falta hace.

Euroescépticos

Vaya usted a saber lo que es el euroescepticismo. Le cuelgan el sambenito igual a formaciones frikis, acratoides, o directamente xenófobas sin matices que a grupos que por mil y un motivos razonados y de una evidencia clamorosa no comulgan con la Unión Europea que es, ha sido y se pretende que siga siendo. Es de un rostro marmóreo que la panda de demagogos al mando del chiringo vayan sermoneando al personal sobre el peligro de que los populismos —así, todos metidos en el mismo saco— aumenten significativamente su representación tras las elecciones que se celebrarán en los diferentes estados entre el 22 y el 25 de mayo.

La primera y triste precisión es que, salvo monumental y maravillosa sorpresa, el probable incremento de votos a los outsiders de toda condición seguirá sin amenazar ni lejanamente el duopolio de los conservadores y (presuntos) socialistas, cuyos mastodónticos grupos votan lo mismo en siete de cada diez asuntos y se reparten a pachas la Comisión, el órgano que maneja el hacha. Esa gran coalición de la que tanto se ha hablado estos días respecto a España por la parraplada de Felipe González es un matrimonio de hecho y fantásticamente avenido en Europa. Y así continuará, parece, por los siglos de los siglos porque, ojo al dato, hay muchos millones de ciudadanos que lo respaldarán con una papeleta.

He ahí un motivo más para declararse euroescéptico, a riesgo de ser equiparado con extravagantes o hasta fachas del quince. Euroescéptico, en mi caso, no solo respecto a mandarines, partidos o instituciones, sino especialmente a esa mayoría de mis semejantes que bendicen el invento.

Gran coalición

A los expresidentes —pregúntenle a Iñaki Anasagasti— les llaman jarrones chinos, aunque en la mayor parte de los casos no pasan de pongos, es decir, esos regalos o herencias que uno no se atreve a tirar a la basura pero tampoco a colocar en un lugar visible por vergüenza. Si bien la ocultación se puede hacer con los objetos inanimados, que no protestan al ser exiliados en el quinto cajón de la cómoda, resulta casi imposible practicarla con humanos de natural enredador y ego con elefantiasis como algunos de los que un día estuvieron en lo más alto del escalafón. A la larga, se aburren de sestear en los consejos de administración en que se forran sin dar golpe y van sonámbulos hacia los focos a ejercer de sabios de la tribu y, de propina, a dar mala vida a sus sucesores, que no saben dónde meterse.

Volvió a hacerlo el domingo Felipe González, cuando se dejó mesar las canas que desde hace mucho no tiene que fingir en una de esas entrevistas con preguntas de fogueo. En plena campaña electoral y con su partido haciendo filigranas para aparentar que con el PP no iría ni a cobrar una bonoloto, dejó caer la idea de lo buena que podría ser una gran coalición a la española. Apostilló que solo “en caso de necesidad”, pero de sus respuestas previas y posteriores se deducía que eso significaba hoy mejor que mañana. Palabra del recientemente comparado por la candidata socialista con Jesucristo y el Che.

Anda ahora el PSOE en pleno desmintiendo y matizando a todo trapo. Desde la acera de enfrente, a mi me da por pensar que no estaría tan mal esa gran coalición. Las cosas estarían (todavía) más claras.

Derrotas como victorias

A lo mejor son solo las encuestas, que van de mosqueo y sobrecocinadas a beneficio de obra, pero lo que uno infiere aquí y allá es que la anunciada muerte del bipartidismo en el Estado español tardará en llegar un buen rato. Si es que llega, que llevamos desde 1982 con la misma cantinela y todo lo que han visto nuestros ojos crecientemente cansados es la alternancia de rigor. Me quito, te pones, te quitas, me pongo, y vuelta a empezar. Al resto de los jugadores les queda pelearse las pedreas y, en el mejor de los casos, cruzar los dedos para que la mayoría no sea absoluta y puedan ejercer de bisagra, es decir, de bisagrilla. Eso, claro, y el autoengaño, en cuya práctica han alcanzado una maestría que roza la perfección.

Si estas formaciones —cada vez más en número, y de propina, más divididas— fueran capaces de abandonar la fascinación por su ombligo y mirarse desde fuera, comprobarían la amarga insuficiencia de lo que proclaman como grandes logros. Imaginemos, porque no es descabellado, que en las elecciones del 25 de mayo, la correosa candidatura acaudillada por el tertuliano omnipresente obtuviera el único escaño al que aspira. Habría cohetes, guirnaldas y charangas como si se hubiera certificado la toma del Palacio de invierno. Sin embargo, la jodida y terca realidad determinaría que frente a los, pongamos, meritorios 350.000 votos habría unos cuantos millones de papeletas respaldando el pérfido modelo contra el que luchan. Se trataría no ya de una victoria pírrica, sino de una derrota en toda regla. Pero vaya usted a decirles a los felices ganadores que, aunque no quieran verlo, han perdido.