De alguna manera, sigo donde lo dejé ayer. Porque no tuve espacio para anotar todo y también porque me da pie a ello la previsible reacción de la bienpensancia a las líneas incompletas que firmé. De una parte, en realidad, la que me señala como apologeta de la caridad, que en su imaginario es sinónimo de humillación. Y no digo yo que no, incluso sabiendo que puedo hacerles una finta etimológica para relacionar la palabra maldita con el término cariño. Me llevaría medio párrafo que prefiero emplear, sin embargo, devolviéndoles su imagen en el espejo. Espero no darles un gran disgusto si les apunto a los justicialistas de pitiminí sus muchísimas similitudes con las señoronas empeletadas y con el cuello forrado de perlas que le echan un rato a la beneficencia, previo aviso a las cámaras. En el fondo, me temo que la animadversión —no diré que injustificada— a estas urracas visitadoras de asilos viene porque trabajan con la misma materia prima, la miseria ajena, que unos y otros pretenden en régimen de exclusividad.
Hago notar una paradoja que tengo certificada: no pocos de los que nos adoctrinan sobre el empobrecimiento progresivo son progresivamente más ricos. Han encontrado un filón en la denuncia de la desigualdad y la explotan con tanta maestría como impudor. Rizando el rizo, sus crecientes emolumentos provienen de los mismos emporios malvados contra los que lanzan sus feroces diatribas de carril.
Si considero invencible el capitalismo es porque ha demostrado que sabe rentabilizar el anticapitalismo y tener a su servicio lacayuno a sus máximos detractores. Sin ningún problema moral, además: no creo que el empresario Lara haga distingos entre los euros que le vienen de sus medios de comunicación para gente de orden y los que le llegan de su canal progre. Los negocios son los negocios, gran enseñanza de don Vito Corleone. Siendo esto así, en materia de solidaridad, lecciones, las justas.