Crímenes del FMI

Cada segundo que pasa, Voltaire tiene más razón. La civilización no suprime la barbarie; la perfecciona. ¡Y a qué niveles de sofisticación llega! ¿Hornos crematorios, gulags, gas sarín, minas antipersona, drones, armas de destrucción masiva? Esa línea de producción de muerte a granel permanecerá abierta y sujeta a mejora durante mucho tiempo porque jamás dejará de generar beneficios. La pega es que a veces el matarile se va de madre, canta un huevo, los tocanarices de los derechos humanos se ponen muy pesados y por el qué dirán es preciso mandar algún chivo expiatorio a que se siente en el Tribunal Penal Internacional. Gracias a Belcebú, el ingenio criminal es infinito y ya hace un buen rato que se han hallado métodos de masacrar desgraciados que no solo burlan los radares anti-injusticia al uso, sino que además lo hacen pasando por respetables recomendaciones inspiradas en las más nobles intenciones. Aparte de cuatro rojos trasnochados y fácilmente neutralizables, ¿quién le va a encontrar peros a unas recetas que tienen como objetivo que vuelvan las vacas a gordas?

Por ahí nos las da todas el Fondo Monetario Internacional. Con un simple dossier encapsulado en un pendrive consigue causar estragos que a cualquiera de los grandes genocidas de la Historia le hubiera llevado meses o años. Un puñado de páginas llenas de econometría parda bastan para condenar a la miseria a millones de personas en el punto del planeta que les salga de la entrepierna. Cuando lo hacían en Asia, en el África sudsahariana o en Latinoamérica, apenas levantábamos una ceja. Ahora, como en la famosa frase de Martin Niemöller erróneamente atribuida a Bertolt Brecht, vienen a por nosotros, los pobladores de las pústulas purulentas de Europa. Ayer mismo nos soltaron la enésima de sus indetectables bombas de racimo: despido (todavía) más barato y salarios (todavía) más bajos. Nadie les juzgará por ello. Nunca.

Vascos felices

El 85 por ciento de los vascos asegura ser feliz. No lo he leído en una de esas encuestas de chicha y nabo que nos cuelan como presunta información y chuchería para las tertulias las marcas de condones, cerveza o lo que toque. El dato aparece en el último Sociómetro, junto a las consabidas valoraciones de los políticos (bien pobres, por cierto), las opciones de pacto preferidas y la lista de quebraderos de cabeza, liderados, faltaría más, por las penurias económicas. De hecho, como el estudio se centra particularmente en cómo está llevando el personal las estrecheces, nos ofrece una profusión de pelos y señales sobre la agonía de llegar a fin de mes, las mil y una cosas a las que hemos tenido que renunciar porque el bolsillo no da más de sí o lo negro tirando a negrísimo que vemos el futuro. La conclusión de todos esos detalles es que hemos vivido tiempos mejores. Y sin embargo, una abrumadora mayoría, en idéntica proporción de los que confiesan ser incapaces de ahorrar un ochavo, se declara feliz. ¿Cómo es posible?

Con perdón de los demóscopos, mi primera hipótesis es el error metodólogico implícito en la misma intención de preguntar por una cuestión de semejante delicadeza. No nos veo yo a los vascos, tan inclinados a acarrear la procesión por dentro sin dar cuartos al pregonero, reconociéndole nuestras carencias anímicas a un desconocido, por muy encuestador que sea. Podemos admitir que estamos bajos de cuartos, pero no de moral.

Otra opción es atribuir tanta felicidad proclamada a la autocomplacencia o, como poco, el buen conformar que nos adorna. Somos un pueblo jodido pero contento, especialmente si nos ponen en la tesitura de compararnos con los demás, que siempre lo llevan un poco peor por la simple razón de que ellos y ellas no son nosotros.

Claro que tampoco habría que descartar que las cuentas estén bien hechas y que, efectivamente, seamos tan felices como decimos. ¿Por qué no?

Un gran éxito

La huelga general del pasado jueves fue un gran éxito… mayormente para las organizaciones patronales y para los gobiernos. Esta vez no tuvieron que hacer malabares con los datos ni esconder las fotos. Es probable que ni en sus cálculos más optimistas contaran con una respuesta tan escasa o si lo prefieren, tan desigual, según el eufemismo acuñado por un medio proclive a la causa. Mentira no era, desde luego: entre lo viejo de Donostia cerrado casi a cal y canto y la normalidad rayando lo insultante del centro de Bilbao cabe un mundo de interpretaciones. Allá cada quien con las trampas que decida hacerse en el solitario.

Comprendo que ni humana ni estratégicamente es esperable que las centrales que convocaron este paro a todas luces fallido salgan a la palestra y reconozcan que quizá hicieron un pan con unas hostias. Sería un regalo muy grande para los que esperan desde enfrente la debacle definitiva del sindicalismo y un castigo al amor propio nada conveniente cuando la moral está como está. Sin embargo, de puertas adentro y con la cabeza fría, parece razonable que se debería plantear de una vez la espinosa cuestión de la eficacia de la huelgas generales. O mejor, de cada huelga general. No en el vacío, no en el pasado, no en el futuro lejano, sino aquí y ahora, que son el lugar y el momento donde la acción cobra sentido.

Reflexión, algo tan viejo, si bien poco usado, como la propia lucha, de eso se trata. Sin enrocarse, sin encabronarse, sin ceder a la tentación de ver enemigos en cada sombra, en cada frente que no asienta con fruición. Bastante dividida viene de serie la otrora clase obrera como para seguir cortándola en rodajas. En este punto hago notar que muchos de los que el otro día se quedaron al margen no lo hicieron por el miedo inducido que suele citarse como factor desmovilizador, sino como fruto de una decisión consciente y meditada. Eso, digo yo, debería dar qué pensar.

Riesgo de pobreza

Leo en un titular que en Gipuzkoa hay 120.000 personas en situación de riesgo de pobreza. En el primer párrafo resulta que en realidad son 90.000, porque las otras 30.000 que completan la cifra ya han caído bajo la línea de flotación y son pobres sin paliativos. En los territorios de alrededor salen números parecidos: decimal arriba, decimal abajo, un veinte por ciento de la población de la próspera Vasconia las pasa canutas. Oficialmente canutas, claro, porque por lo visto existen unos baremos pulcramente estandarizados para establecer quién sí, quién no, quién casi y quién ya veremos. Todo, con la frialdad aséptica de las herramientas estadísticas, que lo mismo te miden frecuencias de apareamiento que, como es el caso, estrecheces de bolsillo. Reducidos a un guarismo en una tabla, los seres humanos resultamos más aprehensibles, palabra que ni siquiera está en el diccionario porque se la inventó un sociólogo para decir finamente que podemos ser agarrados por nuestras partes y llevados a este o a aquel percentil.

Sin disponer de ese sofisticado instrumental de conteo y clasificación de mis congéneres, me atrevo a enmendar a la totalidad los datos con los que arrancaba la columna. De hecho, me sale el resultado exactamente inverso: diría que no más del veinte por ciento del censo está verdaderamente a salvo de tener apuros económicos. Las otras cuatro quintas partes vivimos —primera persona del plural— en permanente y quizá inconsciente riesgo de pobreza. Basta con se tuerzan un poquito las cosas para que nos quedemos descolgados del pelotón de los que todavía pueden permitirse el marianito y las rabas de los domingos. Dos, tres, cuatro meses sin cobrar y ya estamos ahí. No lo escribo para joderles el día ni para que se les ponga un nudo en el estómago pensando en lo cerca del abismo que cabalgamos. Se trata, simplemente, de tenerlo presente. Confieso que ni alcanzo a decirles para qué.

El modelo que…

Como es público, notorio y pepitorio, la culpa de todos nuestros males la tiene el-modelo-que-nos-ha-traído-hasta-aquí. No hay sindicalista, tertuliero, portavoz político, aparcacoches o comadre de portería que no te lo suelte, venga a cuento o no, y acompañado de los aspavientos de rigor. Las conversaciones de ascensor han ganado mucho desde que a las muletillas habituales sobre el tiempo se ha incorporado la nueva cantinela que, por lo demás, tiene un notable efecto balsámico. Es pronunciar las palabras mágicas y sentirse con la conciencia fresca como el culo de un bebé recién bañado. Ya podían ser tan efectivos los bífidus del yogur, oigan.

Pero sin duda, lo mejor de este exorcismo que nos hemos apañado es que no conlleva compromiso de permanencia ni nos obliga a ser consecuentes con el contenido de la queja implícita expresada. Quiero decir que uno no tiene que devolver el Audi Q7, ni el cojo-smartphone, ni anular la reserva del restaurante ese donde cobran a millón las kokotxas embadurnadas en nitrógeno. Y como sé por dónde van a intentar pillarme, añado que en el más frecuente caso de que no se disponga de nada de lo anteriormente citado, tampoco se va a renunciar a tenerlo algún día. Sea en acto, sea en potencia incluso remotísima, el-modelo-que-nos-ha-traído-hasta-aquí —tan perverso, tan malvado, tan cabrón— sigue siendo la luz que nos guía.

Ahí reside el drama de la media docena de personas que estarían dispuestas a probar una receta diferente. A la hora de la verdad, se quedarían tiradas como un calcetín detrás de la pancarta. Si afinamos el oído, pero sobre todo, si conocemos al prójimo y tal vez a nosotros mismos, seremos capaces de comprender que prácticamente nadie pide otro modelo. Lo que se demanda, en todo caso, es volver al que-nos-ha-traído-hasta-aquí, pero en su dulce y confortable versión de hace, pongamos, cinco o seis años, cuando las injusticias las sufrían otros.

La clase obrera

Primero de mayo en la más cruda de las intemperies, y la clase obrera con estos pelos de haber metido el dedo en el enchufe. ¿La clase qué? Ande, señor columnista, no nos venga con antiguallas de rojo con artritis mental y sin cambiar de muda ideológica en años. Esa que dice usted se nos fue por el desagüe de la historia mientras el retén de guardia celebraba un gol, ya no me acuerdo si de Butragueño o de Sarabia. No hubo modo de salvarla. Hay quien chismorrea que fue un suicidio ritual, como aquel famoso de Guyana, pero también quedan dos o tres recalcitrantes hochiminianos que, cuando no están sedados, alborotan el frenopático con la especie de que fue un asesinato en masa planificado a medio camino entre Wall Street y la City de Londres.

¡Vaya! Se ve que estaba de Dios, o sea, de Marx, que al escribir sus obras no cayó en que toda su doctrina acabaría siendo un manual de instrucciones inverso para el monstruo que pretendía derribar. Quién le iba a decir al bueno de Don Carlos que lo de enfrentar al enemigo con sus propias contradicciones se llevaría a la práctica desde el otro lado de la barricada. A la postre, ha sido el capital el que ha sabido volver tarumbas a los currelas a fuerza de hacerles creer que si se empeñaban un poco (nótese el doble sentido del verbo), podrían hacer añicos el techo de cristal y elevarse por encima de su destino. Con qué ingenuidad se decía que el patrón sería ahorcado con una de sus propias sogas. Fue exactamente al revés. El obediente y confiado trabajador confeccionó la cuerda que, una vez pagada de su bolsillo en cómodos plazos, ajustó sobre su cuello. Fue el crimen perfecto. Y la lástima es que lo volvería a hacer.

Lo que no saben los que se alegran al ver las calles otra vez llenas de pancartas es que buena parte de quienes las portan no quieren superar ningún modelo ni cosa parecida. Aspiran a volver a soñar que pintan algo en este Monopoly.

Fiasco islandés

Bonito chasco. Parece que Islandia no es la Ítaca alegre y combativa que nos habían estado vendiendo en los últimos meses. ¡Qué loas encendidas mereció la heroica población que, a diferencia de los melindrosos mansos del sur —o sea, nosotros—, plantó cara a los causantes de su ruina! Ese era el cuento de hadas y sirenas que nos colocaban a la mínima oportunidad ciertos miembros del progrerío fetén que algún día acabaremos de identificar como la panda de reaccionarios fachuzos e indocumentados que son. Sí, indocumentados. Tanto como, por ejemplo, este humilde escribidor de columnas, que también había leído los cuatro o cinco edulcorados reportajes que describían el presunto milagro. La diferencia es que el escepticismo envejecido durante lustros en la barrica de la cruda realidad me hacía poner en cuarentena ese retablo de las maravillas que se nos presentaba. Como a cualquiera, el fenómeno me parecía interesante, incluso fascinante, pero a falta de toneladas de datos, preferí callar y esperar a ver dónde derrotaba el asunto. Mientras, los que decretan que las cosas son tal como figuran en su cabeza y no como ocurren a ras de suelo siguieron cantando a voz en grito y de oído las excelencias de una revolución que no era tal.

No me alegro en absoluto de que los sueños más hermosos se vengan abajo con estrépito. Habría dado mucho por que el hechizo islandés no hubiera acabado como cualquier historia vulgar. Pero, precisamente porque he tenido que ir a demasiados entierros de ideales que parecían llenos de vida, mi rabia mayor no es ya por el triste desenlace, sino por la actitud de tanto charlatán de feria y tanto alimentador de esperanzas vanas. ¿Habrán aprendido algo? No lo creo. Unos andan escondidos silbando a la vía. Otros aguardan que caiga del cielo un nuevo modelo sobre el que pontificar. Y no faltan los que empiezan a decir que los islandeses son idiotas. Rostro no les falta.