El jueves a las 12 del mediodía, tras entrar en caída libre, cada acción de Bankia llegó a valer 1,17 euros. Gracias a una mano mágica que empezó a intervenir —qué curioso— en el instante en el que todo olía a desplome imparable, los valores iniciaron una escalada vertiginosa que los llevaron a cerrar en 1,42. El viernes a las 11 de la mañana, con la carrerilla cogida, se pusieron en 1,90. Alguien que hubiera comprado mil títulos en el momento más bajo y se hubiera deshecho de ellos en el más alto se habría embolsado 730 euros… ¡en tan sólo 23 horas!
Como imaginan, quienes participan en estas timbas no se andan con minucias y operan con cantidades infinitamente mayores que la de mi pedestre ejemplo. Añádanle al beneficio, como poco, tres ceros. Y eso, sin contar que he tirado del supuesto más sencillo, el de la compra-venta limpia. Cualquiera que sepa cuatro cosas de la selva bursátil les puede explicar los endiablados mecanismos que permiten forrarse incluso cuando la cotización se desmorra y los titulares tocan a muerto.
Siento haberles conducido al borde del mareo, pero creo que es necesario tener presente esta parte de la tramoya que no nos suelen enseñar. El pastizal que ha ido a las buchacas de unos ventajistas escogidos no tiene la menor relación con la verdadera situación de Bankia. Por muy milagrero que sea Goirigolzarri, la entidad no puede pasar en un día del borde de la quiebra a ir viento en popa como sugiere la trepidante recuperación (casi un 50 por ciento) de su cotización. Una vez más, se le ha puesto precio al humo, que es con lo que se negocia ya casi exclusivamente en los temidos y temibles mercados. Aunque la especulación existe desde el primer trueque de la historia, ha sido en los últimos años cuando ha alcanzado su victoria definitiva y ha impuesto una economía virtual. En la real, la de los recortes sobre lo ya recortado, sólo vivimos los pringados.