Denunciar no es calumniar

Pues otra vez los golpes en la puerta no eran del lechero, salvo que lo tomen por el lado metafórico. Gajes de la democracia a la española y de sus presuntos guardianes de uniforme, con gran frecuencia dispuestos a demostrar quién manda aquí. Y, como ha sido el caso de las últimas horas en Navarra, a regalar ocho excursiones de ida y vuelta al cuartelillo por un quítame allá esa pintada. En concreto, una ubicada en Burlada en la que se ven unas manos encadenadas, la palabra Tortura atravesada por un trazo rojo y el anagrama #Aztnungal, es decir, Laguntza, escrito de derecha a izquierda.

¿Qué tiene todo eso de delictivo? Quienes no estén al corriente del asunto podrán pensar en un exceso de celo ante el incumplimiento de algún reglamento en materia de limpieza urbana. Pero no. Se supone que todos los elementos referidos constituyen, al parecer de la luminaria que ha ordenado el operativo, un delito de injurias y calumnias a las Fuerzas de Seguridad del Estado. Si no estuviéramos ante una martingala tan grave, la primera sonrisa sería al pensar en lo fácilmente que se dan por aludidas las tales fuerzas y lo mal que les sientan ciertas verdades.

Quizá haber escrito lo anterior me haga merecedor del mismo trato que han recibido los detenidos. Si eso toca, sea, pero ni ellos, ni servidor ni miles de personas o entidades respetables —empezando por Amnistía Internacional— decimos nada que no se haya constatado en numerosas ocasiones: por estos lares se ha torturado y se sigue torturando. Y las denuncias ni siquiera se investigan, como prueban las multas a España del Tribunal europeo de Derechos Humanos.

1.073 denuncias falsas

8 de marzo otra vez. Conforme a la costumbre, se imponen las maravillosas proclamas, los gestos, las promesas, las campañas, o lo que es lo mismo, y siento mucho decirlo, la casi nada.

Añadan a la vaciedad bienintencionada, si quieren, estas mismas líneas, que también forman parte de la rutina. Solo cambia que cada vuelta de calendario son hijas de una impotencia y un cabreo mayores. Ya no es únicamente la constatación de que la tan mentada educación-en-valores, lastimoso comodín o amuleto que sigue trufando las prédicas reglamentarias, no solo no ha frenado la peste, sino que nos ha provisto de camadas tan o más machistas que en los tiempos de la Enciclopedia Álvarez. A esa maldición que se corrige y se aumenta, sumo lo que llevamos visto desde la madrugada en que nació 2016.

Sí, les hablo de Colonia y de las otras ciudades europeas donde se produjeron en nochevieja centenares de agresiones sexuales coordinadas. Solo en la localidad alemana sumaron 1.073 denuncias. Las primeras reacciones de quienes habitualmente lideran la batalla por la igualdad fueron del silencio bochornoso a la minimización (“Se está haciendo demasiado escándalo por algo que no fue para tanto”), pasando por la contextualización vomitiva (“Es que les mandaban mensajes erróneos a esos hombres”). Dos meses largos después, desde el feminismo de discursos y formas más contundentes, se ha dado un ignominioso paso más: la negación pura y dura. La nueva teoría, que asombrosamente ha hecho fortuna en los sectores progresís de costumbre, es que estamos ante un colosal montaje para provocar el aumento de la xenofobia. Y colará.

Torturas de allá y de acá

Festival de vestiduras rasgadas y manos a la cabeza. Con el tono del gendarme Renault en Casablanca, los escandalizables a tiempo parcial se hacen lenguas sobre el informe del Senado de Estados Unidos que acusa a la CIA de haber practicado “brutales e inefectivas” torturas. Si la cuestión no fuera para llorar tres océanos, sería hasta divertido contemplar las teatrales soflamas de esta panda de fariseos del nueve largo. Cómo se adornan los muy joíos con el respeto a los Derechos Humanos, la existencia de límites que ningún poder público debe rebasar y la imperiosa exigencia de que caiga sobre los autores todo-el-peso-de-la-ley.

Ningún problema en ganar el concurso de denuncias cuando el asunto que se dilucida está a 7.000 kilómetros. Ahora, si el catálogo de horrores indecibles lo aplican en la comisaría de la vuelta la esquina, la cosa cambia, y de qué manera. Entonces los discursos se engolfan en la negativa —¡esas cosas no pasan aquí, por favor!—, en la teoría pusilánime de la excepción excepcionalmente excepcional, o en el más vergonzoso y clamoroso de los silencios.

Y no es difícil remitirse a las pruebas. Hace apenas tres meses, la asociación Argituz y otras siete organizaciones sin color político presentaron en Madrid un rigurosísimo informe sobre malos tratos infligidos en dependencias policiales españolas. Aplicando el Protocolo de Estambul, método científico internacionalmente aceptado, el trabajo documenta 45 casos de torturas, algunas de ellas idénticas a las de la CIA. De aquello nos hicimos eco la media docena de medios de siempre, mientras los que ahora cacarean silbaban a la vía.

Comecuras del siglo XXI

Los seis eurodiputados de la (autodenominada) Izquierda Plural le dieron plantón el pasado martes al Papa Francisco. Las instantáneas recogen la salida de sus señorías rojidesteñidas con cara de colegiales que acaban de pegar un chicle en la silla del maestro. En sus cabezas, claro, la trastada cobraba dimensión de gesta: estaban protagonizando un grandioso episodio de la lucha contra la opresión de las conciencias ejercida por los perversos encasullados y ensotanados. Y como es moda actual con las chiquilladas, cada culiparlante subió un vídeo a Youtube explicando qué les había llevado a jugarse el tipo tan heroicamente —quizá les descuenten un cuarto de dieta, a qué peligro se expusieron— por el bien de la humanidad. Por supuesto, en lugar de argumentos, en sus selfies autocomplancientes ofrecieron soflamas, es decir, soflamillas, que parecían sacadas del zurrón de Lerroux y los comecuras de hace un siglo. El corolario de todas ellas era que el Parlamento europeo no es lugar para sermones religiosos.

Si las palabras de Francisco en Estrasburgo tuvieron algo de sermón religioso, que baje Marx y lo diga. Lo que hizo el sorprendente pontífice fue un discurso social de una profundidad y una claridad extraordinarias. Es posible que en ese mismo foro los representantes de las fuerzas progresistas, incluido el sexteto protestón, hayan dicho cosas parecidas. La diferencia es que esta vez las palabras no se fueron por el conducto de ventilación de la cámara. Gracias a la trascendencia y la relevancia de quien las pronunció, la denuncia llegó a los titulares y, con un poco de suerte, a las mentes.

Entre la delación y la omertá

Delación, qué palabra tan fea. Hay pocas con peor sonido en el diccionario. Tiene regusto a paseíllo, a cuneta, a bañera en un sótano de la DGS, a tiro en la nuca y a exilio. También a venganza, envidia, cobardía y miseria moral. Ha sido borrón obligatorio en las páginas más negras de la Historia. La padecieron los primeros cristianos y sus supuestos continuadores la perfeccionaron para ejercerla contra los que señalaron como enemigos de su fe, que eran casi todos. No ha habido época ni régimen sin caza de brujas. El poder tiene cartografiada la bajeza humana a escala 1:1 y sabe lo fácil que resulta utilizarla a su favor. Bastan treinta denarios de plata, una palmada en la espalda o un salvoconducto para comprar los ojos y tentáculos necesarios para tener vigilados los rincones más recónditos de sus dominios.

Y aún hay algo más perverso: despierta tal repugnancia, que sólo por no ser sospechosos de practicarla, nos convertimos en cómplices de las más inmundas satrapías y de las injusticias más abyectas. Solemos perder de vista esta otra cara de la moneda, igual de repulsiva, que es la dictadura del silencio. En Sicilia la llaman omertá y establece la pena de muerte sin contemplaciones y con aplauso social para quien desafía la obligación de mantener la boca cerrada. En el código aceptado por la comunidad, un crimen es un asunto privado entre quienes lo cometen y sus víctimas. Es el principio básico de funcionamiento de Cosa Nostra y de todos los emporios criminales organizados, donde incluyo, claro, a algunas multinacionales, confesiones religiosas y sin ningún género de dudas, a estados con o sin vitola democrática.

El chivato paga…

Por desgracia, la fórmula está extendida en toda la sociedad. Por algo aprendimos desde muy niños que el chivato paga el plato (o el pato, según otras versiones). Esa frase amparaba en las aulas escolares palizas y todo tipo de abusos a los escogidos como carne de cañón. Irse de la lengua era el pasaporte a engrosar el pelotón de los martirizados. No había ni hay bando intermedio. Creo que todos tenemos fresco el recuerdo de Jokin, el chaval de Hondarribia que se quitó la vida porque no pudo soportar ser vejado cada día frente al silencio colaborador de sus semejantes.

Haremos bien en no confundir el soplo interesado y ruin con la denuncia valiente y necesaria. No es casualidad que los mismos que fomentan lo primero sean los que también más se cuidan de castigar implacablemente lo segundo. Los poderosos manjean a voluntad la delación y la omertá.