La huelga general del pasado jueves fue un gran éxito… mayormente para las organizaciones patronales y para los gobiernos. Esta vez no tuvieron que hacer malabares con los datos ni esconder las fotos. Es probable que ni en sus cálculos más optimistas contaran con una respuesta tan escasa o si lo prefieren, tan desigual, según el eufemismo acuñado por un medio proclive a la causa. Mentira no era, desde luego: entre lo viejo de Donostia cerrado casi a cal y canto y la normalidad rayando lo insultante del centro de Bilbao cabe un mundo de interpretaciones. Allá cada quien con las trampas que decida hacerse en el solitario.
Comprendo que ni humana ni estratégicamente es esperable que las centrales que convocaron este paro a todas luces fallido salgan a la palestra y reconozcan que quizá hicieron un pan con unas hostias. Sería un regalo muy grande para los que esperan desde enfrente la debacle definitiva del sindicalismo y un castigo al amor propio nada conveniente cuando la moral está como está. Sin embargo, de puertas adentro y con la cabeza fría, parece razonable que se debería plantear de una vez la espinosa cuestión de la eficacia de la huelgas generales. O mejor, de cada huelga general. No en el vacío, no en el pasado, no en el futuro lejano, sino aquí y ahora, que son el lugar y el momento donde la acción cobra sentido.
Reflexión, algo tan viejo, si bien poco usado, como la propia lucha, de eso se trata. Sin enrocarse, sin encabronarse, sin ceder a la tentación de ver enemigos en cada sombra, en cada frente que no asienta con fruición. Bastante dividida viene de serie la otrora clase obrera como para seguir cortándola en rodajas. En este punto hago notar que muchos de los que el otro día se quedaron al margen no lo hicieron por el miedo inducido que suele citarse como factor desmovilizador, sino como fruto de una decisión consciente y meditada. Eso, digo yo, debería dar qué pensar.