Un gran éxito

La huelga general del pasado jueves fue un gran éxito… mayormente para las organizaciones patronales y para los gobiernos. Esta vez no tuvieron que hacer malabares con los datos ni esconder las fotos. Es probable que ni en sus cálculos más optimistas contaran con una respuesta tan escasa o si lo prefieren, tan desigual, según el eufemismo acuñado por un medio proclive a la causa. Mentira no era, desde luego: entre lo viejo de Donostia cerrado casi a cal y canto y la normalidad rayando lo insultante del centro de Bilbao cabe un mundo de interpretaciones. Allá cada quien con las trampas que decida hacerse en el solitario.

Comprendo que ni humana ni estratégicamente es esperable que las centrales que convocaron este paro a todas luces fallido salgan a la palestra y reconozcan que quizá hicieron un pan con unas hostias. Sería un regalo muy grande para los que esperan desde enfrente la debacle definitiva del sindicalismo y un castigo al amor propio nada conveniente cuando la moral está como está. Sin embargo, de puertas adentro y con la cabeza fría, parece razonable que se debería plantear de una vez la espinosa cuestión de la eficacia de la huelgas generales. O mejor, de cada huelga general. No en el vacío, no en el pasado, no en el futuro lejano, sino aquí y ahora, que son el lugar y el momento donde la acción cobra sentido.

Reflexión, algo tan viejo, si bien poco usado, como la propia lucha, de eso se trata. Sin enrocarse, sin encabronarse, sin ceder a la tentación de ver enemigos en cada sombra, en cada frente que no asienta con fruición. Bastante dividida viene de serie la otrora clase obrera como para seguir cortándola en rodajas. En este punto hago notar que muchos de los que el otro día se quedaron al margen no lo hicieron por el miedo inducido que suele citarse como factor desmovilizador, sino como fruto de una decisión consciente y meditada. Eso, digo yo, debería dar qué pensar.

Códigos éticos

Los códigos éticos están muy bien, pero obras son amores. Quiero decir que es altamente loable suscribir una inmaculada declaración de intenciones —de elaboración propia o de importación—, pero lo es mucho más empeñarse en demostrar con hechos contantes y sonantes que no se ha brindado al sol, o en el caso de la actual meteorología de la tierra, a las nubes. No hay que irse demasiado lejos ni en el tiempo ni en el espacio para comprobar lo que va de predicar a dar trigo, de echar un garabato en un papel a actuar en consecuencia. De los 178 altos cargos del extinto Gobierno López que fueron instados a devolver la paga de navidad escamoteada al resto de los empleados públicos, sólo cinco han apoquinado, supongo que a regañadientes. Échenles ahora un galgo a los 173 que se han hecho los orejas y recuérdenles que ellos y ellas también se adhirieron con pompa y boato a un prontuario de nobilísimas pautas de conducta. Les enseñarán el dedo como Bárcenas a los plumillas en el aeropuerto a la vuelta de su rule por Canadá.

Por lo demás, de estos reglamentos del parchís gubernamental me llama la atención su tremenda obviedad. ¿Es necesario poner negro sobre blanco que un administrador de lo común no debe meter la mano en el cajón ni enchufar a su cuñada? Alarma pensar que la respuesta sea afirmativa, como si tuviéramos asumido que la norma fuera, efectivamente, hacer mangas (o sea, mangoneos) y capirotes desde la publicación del nombramiento hasta el cese en el boletín oficial de referencia.

Sospecho, y no me digan que ustedes no, que algo de eso hay. Por alguna razón, damos por sentado sin mayor escándalo ni merma del sueño que un despacho ejecutivo de cualquier institución —de cualquiera, lo recalco— es un conseguidero de deseos, sobre todo, si lo ocupan los de la cuerda propia. Denle un par de vueltas, porque como eso sea solo una migajita así, no va a haber código ético capaz de cambiarlo.

Lo que vale un rodillo

El PP rechaza que Mariano Rajoy explique en el Congreso el caso Bárcenas. El PP rechaza que Mato comparezca para explicar su gestión en el ministerio. El PP rechaza que Soria explique los últimos cambios tarifarios. El PP rechaza que los ministros expliquen los informes sobre cuentas en Suiza. El PP rechaza que Pastor explique la eliminación de subvenciones al transporte. El PP rechaza que Gallardón aclare ya en el Congreso cuándo se eximirá de tasas judiciales a las víctimas de maltrato. El PP rechaza que Montoro adelante datos sobre el déficit. El PP rechaza que Morenés aclare en el Congreso su discurso de Pascua Militar. El PP rechaza que Arias Cañete comparezca por la ley de la cadena alimentaria. El PP rechaza que Fátima Báñez detalle sus intenciones sobre el Plan Prepara. El PP rechaza que el Banco de España hable del informe de sus inspectores. El PP rechaza un Pleno del Congreso sobre el presupuesto europeo.

Todo eso, se lo juro por el churumbel de Piqué y Shakira, es cosecha de una sola tarde. Concretamente, la del pasado martes. Cuando salió el tercer teletipo con el mismo encabezado, me dio por empezar la colección y, como ven, llegué hasta la docena. Ahora vayan al manual de instrucciones de la democracia parlamentaria y lean que una de las funciones principales del poder legislativo es ejercer el control sobre el poder ejecutivo. Y luego, acudan a los periódicos de hoy mismo a enterarse de que en esa misma cámara ninguneada comparecieron ayer unos expertos para ilustrar a sus señorías sobre una tal Ley de Transparencia que se cuece a fuego lentísimo. Lo siguiente es a su elección: o les da un ataque de risa histérica o se ponen a llorar desconsoladamente. ¿Vale agarrarse un rebote del quince y acordarse de un centenar de árboles genealógicos completos? Pues también. Lo único que les pido es que la próxima vez que tengan un voto en la mano piensen para lo que sirve. O no.

Mudanza

Por desgracia, es demasiado habitual, prácticamente una rutina, que los gobiernos que saben que se van apuren su mandato hasta el filtro. De pronto, entran las urgencias, y quienes no han dado un palo al agua en toda la legislatura se entregan, a riesgo de infarto o ciática, a una actividad febril. En realidad, a dos. La primera consiste en el borrado de pruebas a toda pastilla o, en los casos en que no es posible, en su sepultura bajo alfombras, triples fondos o tapas de carpeta con las etiquetas cambiadas. Hay quien, sumando la hijoputez innata y la derivada del escozor por tener que entregar el juguete a otro niño, incluye en esta tarea la destrucción indiscriminada de cualquier material que pueda resultar útil a los nuevos. Hasta el más insignificante directorio telefónico es bueno para la trituradora de papel o la función Delete. Que se jodan y empiecen de cero, bastante que no nos llevamos la grapadora, el pegamento de tubo ni la caja de clips.

La otra labor frenética del tiempo de descuento busca pasarse por la sobaquera la fecha de caducidad. Se trata de dejar atornillados a poltronas y canonjías existentes o levantadas ex-novo a la mayor cantidad posible de centuriones que de otro modo quedarían con una mano delante y otra detrás. Entran ahí las personas físicas, blindables en fundaciones y demás trapisondas públicas o parapúblicas, y las jurídicas, a las que se les prolonga la mamandurria vía plicas ajustables a la medida deseada.

Como escribía, esta acelerada carrera contra el reloj para legar una herencia infiltrada acompaña sin remedio a cada mudanza gubernamental. Es algo tan asumido, que incluso las leyes, por lo menos en esta parte del mundo, no ponen el menor reparo. De ese modo, el límite de desparpajo lo marcan los salientes. Hasta ahora, solía haber un miligramo de decoro en el indecoro y los que cesaban se cortaban un pelo. Pero nada es para siempre. Al tiempo.

Cuanto peor, mejor

El Gobierno español está recibiendo quintales de la misma medicina que suministró el partido que lo forma cuando era oposición. Entonces, y ahí están las hemerotecas para probarlo, el PP se dio festín tras festín a cuenta de las pulgas que acudían en tropel a darle mala vida al perro flaco del zapaterismo crepuscular. Cada vez que subían el paro, la prima de riesgo o el déficit, en la calle Génova sacaban las guirnaldas, los gorritos, los matasuegras y los vasos de plástico para brindar por el triunfo inminente. Con idéntico júbilo se recibían las órdenes de poda de derechos firmadas por Merkel o los reportajes tremendistas en la prensa extranjera, que en aquellos días era sabia y clarividente y no pérfida y envidiosa como ahora. Qué más daba que el país, el estado, la nación o como quiera llamarse se estuviera yendo a la mierda, si eso mismo despejaba el camino a Moncloa. Había que llegar, no importaba cómo.

Efectivamente —muy pronto hará un año—, las huestes gaviotiles alcanzaron su objetivo y todo lo que habían escupido al cielo les empezó a llover encima sin piedad. De la toma de posesión hasta hoy, coleccionan vergonzantes autodesmentidos de su programa, torrentes de promesas incumplidas, amén de un sinfín de ridículos cambios de digos por Diegos y viceversa. Eso, por no hablar de unos indicadores que marcan récords históricos negativos que se superan en espiral.

Se dirá, no sin razón, que es la cosecha de tempestades que corresponde a los vientos sembrados, y hasta que aún es poco castigo para los méritos acreditados. Pero justo ahí es necesario detenerse y reflexionar adónde nos lleva a todos apuntarnos a la perversa estrategia del cuanto peor, mejor. El pasado viernes, cuando la EPA certificó los datos de paro más nefastos de los últimos tiempos, comprobé asustado cómo hubo quien los recibió con indisimulado alborozo. O sea, igual que hacía el PP cuando no gobernaba.

Piénselo, López

No generalizaré, porque está feo y además es garantía de injusticia, pero resulta curioso comprobar que gran parte de las personas con responsabilidad de gobierno acaban pareciéndose más allá de las siglas en diez o doce tics. De todos ellos, el más acusado es un apego irracional por la poltrona. En tiempos de Adolfo Suárez, que manifestó el síndrome en su estadio más agudo, él mismo no tenía rubor en hablar de “la erótica del poder”, como si mandar fuera una irrefrenable pulsión sexual. Dios o Freud sabrán si hay algo de eso, pero el caso es que un repaso somero a cuantos han regido nuestros destinos o nuestros destinitos arroja una inusitada cantidad de individuos a los que ha habido que sacar con sacacorchos del machito. Sería sólo un apunte de psicología parda, si no fuera por los devastadores efectos que suele acarrear su sobrehumana resistencia a ingresar en la condición de “ex” y pasar a la consiguiente vida regalada de jarrones chinos.

A estas alturas de la columna, y sin necesidad de anotar siquiera sus iniciales, ya imaginan a quién está dedicada. Sé que si no le hace caso a nadie, menos me lo va a hacer a mi, con el historial de mandobles dialécticos que llevo en el zurrón, pero sería algo digno de condecoración que alguien le hiciera ver que el mayor servicio que le podría hacer al país -y quizá a él mismo- es marcharse. Hoy mejor que mañana y mañana mejor que pasado mañana. Esa desmemoria de la que hablaba hace un par de días le puede servir como aliada, que aquí se estila mucho el “tanta gloria lleves como paz dejas”. Así que pasen unos calendarios, lo recordaríamos, primero como una mal sueño y, no tardando demasiado, hasta habrá quien sostenga que tampoco fue para tanto.

Baje la luz, acomódese en la chase-longue de tomar las decisiones trascendentales, ponga en el estéreo su canción favorito de Vetusta Morla, y piénselo, señor López. Ya, que no. Me lo temía.