Lo primero, el aplauso. No está todo perdido en este oficio de tinieblas. Un porrón de auténticos periodistas del mundo entero se han dejado las cejas durante meses para poner al descubierto a miles de figurones planetarios que —como poco— han escaqueado y/o escaquean pasta a paletadas en Panamá. Eso merece una celebración, incluso aunque todo quede en uno de esos gigantescos esfuerzos que por baldíos conducen irremisiblemente a la melancolía. ¿Por qué ha de ser así, si las pruebas son tan claras? Veamos…
De entrada, técnicamente, para España el país centroamericano no es un paraíso fiscal. A pesar de que el pato anda como un pato, nada como un pato y grazna como un pato, el gobierno de Zapatero —oh, sí, me temo que sí— retiró tal consideración para no perjudicar (o sea, para beneficiar) a los emporios patrios de la construcción que pretendían pillar cacho en las obras de ampliación del canal.
Añadan, como se están encargando de explicar con gran dolor de su corazón los autores de la investigación y los expertos en marrones económicos, que en buena parte de los casos ni siquiera estamos ante delitos penalmente perseguibles. Resulta que las empresas offshore, los testaferros, los accionistas fiduciarios y toda esa casquería financiera que aparece en las noticias pueden ser instrumentos inmorales de cabo a rabo, pero no necesariamente ilegales. Más allá de alguna dimisión cosmética —en Islandia, pongamos— y quizá un pellizco de monja de las supuestas autoridades fiscales, no cabe esperar castigo. ¿Qué nos queda, entonces? Saber quiénes se ríen de nosotros y, a partir de ahí, actuar en consecuencia.