Vaya, qué contrariedad para los cortesanos succionadores. El emérito salido de rositas de sus mil y un pufos se queda en su lugar de extrañamiento. En la carta que le ha mandado a su aliviado hijo para que la comparta con el resto de sus súbditos dice literalmente que ha adaptado su forma de vida a Abu Dabi, donde ha encontrado la tranquilidad necesaria para afrontar este periodo de su existencia. Añade, en todo caso, que tiene la intención de volver de cuando en cuando a España, pero que lo hará sin ruido y alojándose en casas de amiguetes para no ser piedra de escándalo.
Si le dan media vuelta, al final resulta que se ha impuesto la justicia poética. Porque sí, lo suyo habría sido verlo primero arrastrándose por los banquillos y luego, entrando en Soto del Real. Pero puesto que esa breva ni iba ni va a caer, el castigo real (casi en doble sentido de la palabra) consistirá en que el rey viejo tendrá que pasar sus últimos años como un apestado a 7.000 kilómetros de Madrid. Un destierro todo lo dorado y lujoso que quieran, pero destierro al fin y al cabo. Su loca bragueta y su (aunque parezca mentira) más loca todavía ansia de acumular pasta lo han convertido en un tipo venenoso para casi todos, empezando por su familia; no nos engañemos, si no vuelve es porque su propio vástago no lo quiere cerca ni en pintura. Lo más aproximado a una redención le llegará, siguiendo la costumbre, cuando se produzca “el hecho biológico”. Y aun así, mucho tendrán que esforzarse los blanqueadores para que el relato futuro pase por alto que Juan Carlos de Borbón y Borbón no fue lo que se dice un personaje ejemplar.