Miren, no escribí la última columna porque me apeteciera ir de enfant terrible, de retorcedor de argumentos para epatar, ni mucho menos de defensor de Azkuna, a quien respeto pero no creo que llegara a votar jamás. Tampoco lo hice con las manos vacías. Llevo en la mochila vital y profesional centenares de entrevistas, reportajes o programas especiales sobre la recuperación de la memoria histórica. No diré que soy la hostia en bicicleta ni que me inventé el género, pero puedo presumir de haber dado la tabarra con la cuestión cuando era inimaginable que se convirtiera en una moda que hizo de oro a mucho vivillo. Gentes de buena, mala y regular intención se me descojonaban a la cara por la obcecación en dar voz a los perdedores de una guerra que les sonaba a pleistoceno. “¿A qué momia nos desentierras mañana?”, me han preguntado más de una vez.
Vamos, que conozco lo suficiente el paño como para diferenciar entre quienes actúan guiados por la honestidad y quienes chapotean en este barro del pasado porque son unos guays, unos jetas, unos indocumentados o, lo más común, intrépidos medialeches que se atreven a meter el pie con la seguridad de que no hay cocodrilos. Hasta las mismísimas de antifranquistas retrospectivos, así se lo digo. No acaba de entender uno que con tanto héroe, el bajito de Ferrol la diñara en la cama. Más aun, se me escapa que con la tremenda cantidad de partisanos que disfrutamos, este régimen, heredero del anterior, no haya echado rodilla a tierra. Será —empiezo a atar cabos— porque las batallas se libran contra cuadros de malnacidos que crían malvas desde hace buen rato.