Para no olvidar (2)

Miren, no escribí la última columna porque me apeteciera ir de enfant terrible, de retorcedor de argumentos para epatar, ni mucho menos de defensor de Azkuna, a quien respeto pero no creo que llegara a votar jamás. Tampoco lo hice con las manos vacías. Llevo en la mochila vital y profesional centenares de entrevistas, reportajes o programas especiales sobre la recuperación de la memoria histórica. No diré que soy la hostia en bicicleta ni que me inventé el género, pero puedo presumir de haber dado la tabarra con la cuestión cuando era inimaginable que se convirtiera en una moda que hizo de oro a mucho vivillo. Gentes de buena, mala y regular intención se me descojonaban a la cara por la obcecación en dar voz a los perdedores de una guerra que les sonaba a pleistoceno. “¿A qué momia nos desentierras mañana?”, me han preguntado más de una vez.

Vamos, que conozco lo suficiente el paño como para diferenciar entre quienes actúan guiados por la honestidad y quienes chapotean en este barro del pasado porque son unos guays, unos jetas, unos indocumentados o, lo más común, intrépidos medialeches que se atreven a meter el pie con la seguridad de que no hay cocodrilos. Hasta las mismísimas de antifranquistas retrospectivos, así se lo digo. No acaba de entender uno que con tanto héroe, el bajito de Ferrol la diñara en la cama. Más aun, se me escapa que con la tremenda cantidad de partisanos que disfrutamos, este régimen, heredero del anterior, no haya echado rodilla a tierra. Será —empiezo a atar cabos— porque las batallas se libran contra cuadros de malnacidos que crían malvas desde hace buen rato.

Para no olvidar

Malas noticias: perdimos la guerra de 1936, nunca fuimos capaces de derribar el régimen que la sobrevino y aún seguimos comiéndonos con patatas su secuela levemente edulcorada, sucesor a título de rey incluido. Recordarlo, perdóneseme la obviedad, forma parte de esa memoria que tanto vindicamos y que con frecuencia confundimos con la recreación del pasado que nos hubiera gustado. Una de las mil formas del infantilismo en que nos engolfamos en esta posmodernidad o lo que sea es creer a pies juntillas que es suficiente cerrar los ojos para que desaparezca la fealdad que nos rodea. Pues no, el sol no se tapa con un dedo, ni la Historia se cambia metiendo la tijera a las partes que nos desagradan. Anoto, de hecho, que fabricarse un ayer a medida es la tentación a la que nunca se han resistido los totalitarismos.

Viene esto a cuento de la bronca innecesaria por la retirada o no de los retratos de los alcaldes franquistas de Bilbao que pueblan cual fantasmas los pasillos del consistorio. Comprendo que al primer bote joda un rato la idea de que esos diez tipejos retengan unos centímetros cuadrados del espacio que ocuparon ilegítimamente y a la fuerza. La sola mención de Areilza me provoca erisipela, y la de Lequerica, Oriol o la infecta Careaga, politraumatismos neuronales. Pero por más que me envenenen la sangre, ni puedo, ni quiero, ni debo olvidarlos.

Quien haya visto los monigotes de esta panda de fachas en la galería de primeros ediles de la villa sabe que no hay nada laudatorio en su exhibición. Y si cupieran dudas, bastaría una placa que los apostrofara como los siniestros personajes que fueron.

Buenos y malos

Según parrapleó Alfonso Alonso en Onda Vasca, la ley navarra de reparación a las víctimas del franquismo pretende establecer que “unos son buenos y otros malos”, átenme esa mosca por el rabo. ¿Se imagina el lenguaraz portavoz del PP en el Congreso español —la de culos que hay que besar para llegar eso, por cierto— que alguien soltara tal membrillez respecto a una iniciativa legislativa para reconocer a las víctimas del terrorismo de ETA? Arde Troya, si es que no interviene de oficio el Fiscal General del Estado, o sea del Gobierno, por no hablar de la bilis negra que correría en ya saben ustedes qué tertulias y qué portadas.

Buenos y malos, dice el nieto de Manuel Aranegui y Coll, que en su calidad de vencedor de la guerra y afecto con méritos probados al régimen que la sobrevino, presidió la Diputación de Álava, la provincia no traidora, entre 1957 y 1966. Sé de sobra y hasta por experiencia propia —como tantos, tuve un abuelo en cada bando, aunque solo llegué a conocer al que no fusilaron los nacionales— que las ideas no se transmiten a través de los genes. Sin embargo, aparte de su pobre cultura general ampliamente demostrada, no se me ocurre otra explicación a esas palabras de Alonso que un intento de disculpa familiar. Le honra la defensa de la sangre tanto como le deshonra el tremendo insulto, por no decir brutal agravio, que tal vez sin pretenderlo, escanció sobre decenas de miles de personas. De buenas personas, añado, asesinadas y represaliadas durante cuarenta años (más la prórroga) por individuos de la peor calaña. ¿Que en el bando perdedor hubo también cierto número de indeseables? Cien veces habré escrito que no seré yo quien lo niegue, lo oculte, ni lo disculpe. Mi memoria alcanza a todos. Precisamente por eso y porque, a diferencia del trepador de escalafones, me he preocupado de documentarme mucho, sostengo que en aquella guerra unos eran los buenos y otros, los malos.

Los otros mártires

La Santa Madre Iglesia Católica acaba de beatificar a 522 mártires españoles. Dicen que “del siglo XX” para que miremos al dedo en vez de a la luna, pero a nadie se le escapa que la inmensa mayoría de los elevados a los altares -no sé si técnicamente será correcta la expresión- murieron durante la guerra de 1936. Añadiré que todos pertenecían al bando nacional, si bien esto lo hago con cierto cuidado, pues tal y como sucedieron las cosas, no es improbable que muchos de ellos no tuvieran una convicción política concreta. Partidario, como soy, de una memoria completa y sin adornos, no quisiera hacerme trampas en el solitario dejando entrever que algo habrían hecho para merecer el fin que tuvieron. De eso, nada; soy consciente de que el bando al que me siento afectiva e ideológicamente más cercano también cometió actos reprobables. Si no aceptamos la certeza de las sacas, las checas y los paseíllos de autoría republicana, estaremos actuando con indignidad pareja a la de quienes, desde la acera de enfrente, se empeñan en mantener el muro de silencio. Silencio cómplice y justificatorio, por demás.

No niego, por tanto, el derecho a la reivindicación individual de estas 522 personas o de las mil y pico de procesos anteriores. Ocurre, sin embargo, que la pomposa ceremonia de Tarragona no tenía tal propósito ni de lejos. Sus impulsores buscaban una vez más señalar que aquella fue una guerra justa y necesaria donde el bien triunfó sobre el mal. Nada extraño en una institución cuya jerarquía sigue a día de hoy sin pedir perdón por haberse alineado con quienes se sublevaron contra la legalidad y cometieron miles de crímenes en nombre de la cruz.

Habría sido una gran oportunidad para que el Papa Francisco recordase a las otras decenas de miles de mártires que siguen en barrancos y cunetas aguardando un gesto de reconocimiento. Pero en esta ocasión Bergoglio no se atrevió a salirse del guion.

Garzonada a Garzón

Busco palabras para nombrar lo que le está ocurriendo a Baltasar Garzón y me temo que no hay una mejor que la que se acuñó a partir de su propio proceder: garzonada. El término no ha llegado aún a los diccionarios oficiales, pero cuando lo haga, en la definición se aludirá a una forma de violentar la legislación de modo que, bajo la apariencia de hacer justicia, se sirva a unos intereses concretos o, peor todavía, a unas obsesiones fácilmente identificables.
Como el método me parece fatal, se lo apliquen a Agamenón, a su porquero o a su prima segunda, me pongo en la fila de quienes están denunciando el linchamiento de su señoría campeadora. No hace falta que nadie me preste las entendederas para darme cuenta de que se las están cobrando todas juntas al tiempo que el espectáculo sirve de escarmiento en carne ajena sobre lo que puede ocurrir cuando se meten las narices en según qué fosas. Adonde no llego, por más que lo intente, es al entusiasmo reivindicativo ni a la glosa épica de sus virtudes. Soy capaz de verlo como víctima, pero jamás de los jamases como héroe.
Teniendo en cuenta los motivos últimos por los que le han emplumado, es casi paradójico que mi escaso ardor en su defensa esté íntimamente relacionado con la memoria histórica. No con la que se remonta a anteayer, sino a hace, como quien dice, dos cuartos de hora. Pongamos los 90 y los primeros negrísmos años del presente siglo. Los que entonces lo sacaban bajo palio, le componían cantares de gesta y lo bañaban en premios al pundonor y la integridad son exactamente los mismos que ahora le están arrancando la piel a tiras. Su teoría del entorno infinito de ETA y, sobre todo, su puesta en práctica en instrucciones donde los fundamentos del derecho ni estaban ni se les esperaba lo convirtieron en una celebridad cavernaria. Borracho de sí mismo, él se dejó querer sin sospechar que los afectos eran tornadizos y condicionales.

Fraga y la rabia

Para que luego vengan a moralizarnos por aquí arriba con lo del arrepentimiento y la petición de perdón, el llamado león de Perbes ha estirado la zarpa sin haberse aplicado jamás ni a lo uno ni a lo otro. Es más, cuando aún respiraba, cada vez que alguien le insinuaba que tal vez había algunos episodios de su pasado de los que era posible que no se sintiera satisfecho, su respuesta era un bufido y una reafirmación. Creo, de hecho, que eso es lo único que se le puede reconocer al glorificado fiambre: a diferencia de otros franquistas conspicuos que se rociaron de pachulí democrático y nos vendían la moto de que “aquello había que entenderlo en su contexto”, Manuel Fraga nunca dejó de reivindicar sus fechorías. Si le mentaban a Julián Grimau o a los asesinados en Gasteiz o Montejurra, en lugar de achantarse y contemporizar, sacaba pecho y bramaba que volvería a hacerlo.
Ahora ya sabemos que no solamente no pagará por esos crímenes, sino que además, pasará a la Historia como santo varón de la libertades, padre fundador de la nueva Hispania y egregio arquitecto del Consenso patriotero. Pensando en la sangre y en el sufrimiento que provocó, es descorazonador, pero no deberíamos dejarnos llevar por el desaliento ante la torrentera de elogios fúnebres que ha seguido a su desaparición física. Eso venía en el guión y no puede sorprender ni arredrar a los que desde el minuto uno de esa engañifa que bautizaron “modélica Transición” son —somos— plenamente conscientes de lo que quería decir el bajito de Ferrol con lo de “atado y bien atado”.
Muerto Fraga, no se va con él la rabia. Se queda entre nosotros que, en vez de envenenarnos con ella, habremos de transformarla en memoria comprometida e indeleble de sus víctimas. Eso, mientras señalamos con el dedo y distinguimos con un profundo desprecio a la plétora de dolientes que han corrido a delatarse como sus legítimos y orgullosos herederos.

Franco, ¡presente!

Francisco Franco vuelve a ser, como en el delirante documental de Sáenz de Heredia, ese hombre. Por más señas, católico y valeroso militar que se alzó contra un régimen caótico con el fin de restaurar la monarquía democrática. ¿Y no era un pelín totalitario? Qué va, si cabe, una gotita autoritario, mínimo defectillo que quedaba compensado por su probada capacidad de inteligente liderazgo y su inquebrantable espíritu de sacrificio por el bien común. Eso, sólo como aperitivo. El resto de las virtudes del ferrolano con voz de flauta quedan convenientemente inventariadas en la ardorosa pieza firmada por el autoproclamado historiador y franquista sin complejos, Luis Suárez, para el diccionario biográfico de la Real Academia (española) de la Historia.

La broma -macabra, por supuesto- ha costado casi siete millones de euros públicos y, como era de sospechar, empezó a pergeñarse en tiempos del glorioso gobierno de José María Aznar, ese otro hombre. Se trataba, lisa y llanamente, de ganar la guerra civil por segunda y definitiva vez. Había que cerrar la boca a tanto fastidioso reivindicador de la memoria histórica que andaba removiendo las cunetas y sacando a la vista el pasado que tanto había costado enterrar. Y había que hacerlo a la luz del día, con la frente alta y adornándose con cortes de mangas, sabiendo que de un tiempo a esta parte el viento sopla a favor y ya no hay por qué ocultar los correajes.

Algunos se tomaban a guasa a Vidal, Moa, y el resto de la piara de reescritores del anteayer. Las soplagaiteces que contaban en sus libruchos, vendidos en torres a la entrada de El Corte inglés, parecían demasiado atrabiliarias para que cualquiera con un dedo de frente les concediera el menor crédito. Ahora toda esa bazofia revisionista tiene sello oficial y es cuestión de un par de cursos que pase directamente a los manuales escolares. Es la versión de los hechos que quedará, nos guste o no.