No escribiré ni siquiera el nombre de pila de la mujer que se ha suicidado tras la difusión de un vídeo sexual en su centro de trabajo. Comprendo a los que sí lo han hecho, supongo que en nombre de esa filfa periodística que sostiene que el nombre humaniza a las víctimas, pero creo que no se dan cuenta de que en realidad están al servicio de la sed de morbo que se dispara con casos como este. No es casualidad que ese nombre sea, en varias combinaciones, la palabra más utilizada en los buscadores de pornografía de internet.
Si nos sobra ese dato, qué decir de las toneladas de pelos y señales con que nos abruman las crónicas sépticas sobre el asunto. Los poceros de la presunta información han llegado a su barrio, sus vecinos, sus amigos, su familia y hasta su misma casa. Poco queda por saber de las circunstancias biográficas de la fallecida. Y lo que queda se inventa impúdicamente, como hizo una reputada comunicadora radiofónica que en su programa deslizó la idea de que el culpable de la muerte era el marido porque “alguien que sabe que va a encontrar apoyo se siente más amparada”. Eso, después de que ella y sus tertuliantes espolvorearan por las ondas la mema teoría de que “a un hombre jamás le pasaría”, sin ser conscientes de que es exactamente la versión en pasiva de la melonada que había soltado cierto torero testosterónico. Tampoco faltó el dedo señalando la responsabilidad de la empresa, aunque sin precisar qué diablos debería haber hecho la compañía ante una situación así. En realidad, a quién le importa, si solo se trata de ganar el concurso de rasgado de vestiduras aprovechando una tragedia ajena.