AVT, Sociedad Limitada

Y tanto que no hay peor cuña que la de la misma madera. El Mundo ha estrenado su era postpedrojotesca con un par de lametones a las patas de la gaviota y, por el mismo precio, con un ataque a la yugular de la sacrosanta e intocable AVT, que de unos meses acá le anda tocando los pelendengues al Gobierno español. Hasta el momento de escribir estas líneas, dos entregas demoledoras dando pelos y señales de todo tipo de manejos turbios (presuntamente) perpetrados por la actual dirección que encabeza la ex-dependienta venida a más Ángeles Pedraza Portero. Conociendo la querencia por el serial del mentado diario, se presume que habrá nuevos capítulos, si bien lo ya publicado basta y sobra para hacerse una idea —o sea, para confirmarla— de los usos y costumbres de la benemérita cofradía.

Citando numerosas fuentes que conocen muy bien el percal, se denuncian pucherazos en las asambleas, utilización indiscriminada de datos personales de asociados para fines espurios, una caja B, y de postre, tiranía en el trato a empleados, colaboradores y, oh sí, víctimas de a pie. Hay un entrecomillado que pone los pelos de punta al tiempo que explica a la perfección el mecanismo del sonajero: “O se está con el equipo o eres un abertzale”. Semejante lindeza se atribuye al lugarteniente de Pedraza, un tal Miguel Ángel Folguera, de profesión guardia civil, que lleva años reclamando una condición de víctima que se da por absolutamente imaginaria. De hecho, otra de las trapisondas puestas en solfa por El Mundo es la mediación de la presidenta ante la cúpula del Ministerio de Interior para que le concedieran por su cara bonita el certificado que da derecho a percibir unos euritos al mes a sumar a los que ya se embolsa por su supuesta dedicación a la causa auvetera. Como se ve, una cuestión de purita dignidad, decencia, honorabilidad, integridad y me llevo una. O ya sin ironía, nada que no imaginásemos desde hace mucho.

¿La ‘roja’ en San Mamés?

Viendo las últimas ediciones de Eurovisión —uno tiene esos vicios, qué le vamos a hacer—, me sorprendió un curioso fenómeno: se votaban entre sí estados que hasta anteayer habían mantenido guerras crudelísimas o, como poco, se las habían tenido muy pero que muy tiesas. Así, por ejemplo, Serbia, Croacia y Bosnia Herzegovina intercambiaban las máximas puntuaciones o las repúblicas bálticas aupaban a Rusia, que también beneficiaba a sus ex hermanastras en esa familia a la fuerza que fue la extinta URSS. Trasladándolo a lo cercano, me dio por pensar que quizá la normalidad por la que tanto suspiramos llegaría el día en el que Euskal Herria concediera ocho, diez o doce puntos a España (y viceversa) en el casposo festival.

El mismo argumento, seguramente de pata de banco, me lleva a creer que el nuevo tiempo lo será de verdad cuando cualquiera de nuestros estadios pueda acoger con total naturalidad un partido de la selección española de fútbol de una competición internacional. Me apresuro a señalar que hablo de naturalidad por ambas partes, lo que implica que nadie debería sentirse ni invadido ni invasor. Es decir, que la llamada Roja disputara el encuentro o los encuentros en parecidas condiciones —iguales del todo no iban a ser nunca— que, pongamos, Inglaterra, Francia, la antigua Checoslovaquia o Kuwait, a las que los que tenemos cierta edad vimos jugar en el viejo San Mamés en el Mundial de 1982.

¿Se dan los requisitos para que ocurra algo así? Diría que, desgraciadamente, no. Sin llegar a los extremos apocalípticos que pintó el viernes el Diputado General de Bizkaia, José Luis Bilbao, temo que nadie nos libraría de un puñado de episodios desagradables. Sin embargo, añado, a riesgo de ser acollejado impíamente, que quizá sea un sarampión que debamos pasar. Puedo estar equivocado, pero sostengo que romper de una vez ese tabú simbólico, cruzar ese Rubicón mental, nos haría más bien que mal.

El papel de las víctimas

Niego la mayor: mi columna de ayer sobre la penúltima segregación en COVITE no contenía el menor ánimo de ofensa a las víctimas del terrorismo. Lo anoto porque me consta que se han sentido heridas por mi texto personas que no tienen nada que ver con lo que relataba. El problema, que viene de muy atrás y no acabamos de hacerle frente, es que nos han instilado la identificación automática de las víctimas con las asociaciones oficialistas o, peor todavía, con sus cúpulas directivas. Lo delicado del asunto de fondo —el dolor, el desagarro personal innegable— ha fomentado durante años un silencio acrítico que a la larga se ha revelado como absolutamente insano.

Por no embarrar más el campo, por no echar vinagre en las llagas, por no dar la impresión de ser conniventes con ETA, hemos ido dejando sin señalar mil comportamientos que no tenían un pase. La ausencia del más insignificante reproche abonó el terreno del ‘todo vale’ hasta cruzar los límites de la perversión. Ante nuestros ojos tuvimos a individuos que, arrastrando un sufrimiento fuera de toda duda, lo utilizaron como carta de inmunidad y en no pocos casos, como escalera mecánica para acceder a privilegios que en condiciones normales no hubieran soñado. ¿Quién se atrevía siquiera a insinuar que un peluquero, una vendedora de un centro comercial o una diplomada en Turismo —todos sin vocación previa— no podían erigirse en líderes políticos de la noche a la mañana? Incluso hoy sigue resultando una pregunta incómoda, lo sé.

Esto fue así porque algunos partidos lo promovieron, con la pertinente ayuda mediática. Una de las consecuencias letales es que en este momento crítico de la resolución no somos capaces de encontrar el papel que deben desempeñar las víctimas, sencillamente porque tenemos una imagen distorsionada de lo que son. Creo que se equivocan tanto los que les quieren conceder la manija como quienes abogan por dejarlas de lado.

Disolución

ETA está disuelta a casi todos los efectos, empezando por los más dañinos, que son los que verdaderamente importan. Llegó a reconocerlo el ministro Fernández en uno de sus habituales momentos de euforia lenguaraz, si bien es cierto que después ha venido actuando como si la banda estuviera como un roble. Ya he escrito varias veces que al Gobierno español le interesa, y mucho, mantener la rentable ilusión de una amenaza inexistente que le sirve de tanto en tanto para aparentar fortaleza, contentar (con dudoso éxito) a los hooligans, desviar el foco de otros asuntos y lo que se tercie.

Siendo esto así —lo acabamos de comprobar—, podemos dar por hecho que este modus operandi no va a variar cuando llegue ese comunicado que esperamos entre dentro de un rato y de seis meses, según a qué profeta demos crédito. Como ha ocurrido con todos los anteriores pasos que se vendían como condición innegociable, simplemente, se elevará el listón de la exigencia. Se dirá que no habrá tutía hasta que se pida perdón individualmente, se colabore para esclarecer los atentados no resueltos o se procesione de rodillas a Lourdes. Eso, sin contar con las trabas que se pondrán para hacer efectivo el hipotético desarme. Vayan apostando, como poco, a que no se encontrarán verificadores de confianza.

¿Quiere esto decir que es inútil reclamar la disolución y la entrega de los arsenales? En absoluto. La demanda mantiene intacta su razón de ser. Diría, incluso, que es un mínimo no ya estratégico, sino ético y que no debería acarrear siquiera la perspectiva de una contraprestación. Lo que trato de señalar es que podemos llevarnos un chasco monumental si ciframos todas las esperanzas sobre el fin del bloqueo en el añorado anuncio de despedida y cierre. Cuando llegue, que habrá de llegar, será bienvenido. Pero será mejor que vayamos interiorizando que a esto que llaman proceso de paz le quedará un buen trecho todavía.

10/11-01-2014

He vivido lo suficiente en este, nuestro paisito, para saber a ciencia bastante cierta que las imágenes de las últimas horas tardarán en volver a repetirse. También me alcanza para comprender que, en buena medida, han sido posibles gracias a una combinación de factores entre los que la táctica, la estrategia y el cálculo han tenido tanto peso, por lo menos, como las convicciones. Y desde luego, soy consciente de que mañana o pasado mañana —si no hoy mismo— asistiremos de nuevo al intercambio de bofetadas dialécticas entre los que durante un rato y medio fueron capaces de recorrer un trecho del mismo asfalto juntos, si bien no demasiado revueltos. Pero que me quiten lo bailado. O si prefieren leerlo de un modo más lírico, proclamo con un verso tomado prestado a Kavafis: No digamos que fue un sueño.

Guardemos las portadas del día como prueba. Sirven igual las que recogen el momento con euforia, las pretendidamente neutras (¿a quién quieren engañar?) o las que rezongan sulfurosos exabruptos sobre la revisitada comunión de los pérfidos vascones. Si lo piensan, quizás sean estas últimas, las gritonas y biliosas, las que mejor van a preservar la esencia del instante. Por lo visto, va en nuestro carácter que necesitemos una señora tocada de narices para despabilarnos y poner en práctica lo que cuando no sentimos el aliento en el cogote o la bota en el flequillo se queda en pura palabrería. Y aquí es donde por segunda vez en la columna recurro a una cita poética, en este caso, de Gloria Fuertes: Gracias, amor, por tu imbécil comportamiento.

Sí, gracias, torpes y/o malvados poderes del estado español. Por ser una máquina de producir desafectos. Por el empecinamiento en embarrar el campo. Por la contumacia en responder con escupitajos a las manos tendidas. Por la terquedad en derribar cada puente. Por la reiteración en recordarnos, en fin, que por más que lo intentemos, no somos tal para cual.

Lo que hay que hacer

Me reprochan que mi columna de ayer terminaba en un callejón sin salida porque, después de haber descrito un panorama desolador, no señalaba lo que tenía que hacer cada cual para romper el bloqueo. Obviamente, tengo algo parecido a una opinión al respecto, pero aparte de que no deja de ser más que eso, una opinión monda y lironda, no me siento en condiciones de decirle a nadie cómo debe obrar. Fíjense que reconozco haberlo hecho anteriormente y no puedo prometer que no vuelva a hacerlo en el futuro, pues la tentación moralizadora y la ilusión de sentirse en posesión de la verdad siempre están ahí. Sin embargo, de un tiempo a esta parte, ando tocado de una suerte de pudor que me impide ejercer de cátedro… o tal vez, vender a los demás los consejos que no tengo para mi.

Invitaría humildemente —ya ven que no utilizo la clásica forma imperativa— a partidos, instituciones, colegas del gremio pontificador, agentes varios y particulares en general a explorar esta vía, que básicamente consiste en prestar más atención a la viga en el ojo propio que a la paja en el ajeno. Intuyo que ganaríamos bastante (como poco, evitaríamos un puñado de situaciones ridículas) si fuéramos renunciando a poner deberes a los demás y resolviendo los afanes de nuestra incumbencia. ¿Alguien más que yo ha notado que la política es una espiral de emplazamientos cruzados sin fin? Los representantes de la cosa pública se pasan la vida instándose recípocramente a hacer esto o lo de más allá. Por supuesto, en la inmensa mayoría de las ocasiones, las exigencias son de cumplimiento imposible, aspecto del que son plenamente conscientes los que las formulan. ¿Por qué, entonces, ese empeño en reclamar al otro lo que se sabe que no está en condiciones o en disposición de satisfacer? Diría que por comodidad o, más triste, porque ese modo de actuar se ha revelado eficaz… para cualquier cosa que no sea resolver problemas.

Mi reconciliación

Yo no quiero reconciliarme. Es más, ni sé con quién o con quiénes debería hacerlo, porque he tenido choques de amplio y diverso espectro. Nada demasiado serio en general, pero lo suficiente como para que no me apetezca darme la mano y un abrazo con seres a los que reservo una indiferencia civilizada. Y con esto trato de dulcificar el mensaje inicial, que conscientemente era una entrada de elefante en cacharrería. Quiero decir que no propugno instalarse en el rencor, ni mucho menos, en la venganza. Ni siquiera aspiro a ser el modelo de acción. Diría, incluso, que al contrario, me encantaría que el resto de mis congéneres tuvieran la bonhomía que a mi me falta y fueran capaces de estar a partir un piñón o los que sean con personas que un día les agraviaron o les provocaron un sufrimiento injusto. Admiro y aplaudo hasta la emoción, créanme, a los participantes en iniciativas como Glencree, donde víctimas y victimarios (*) se miran a los ojos y conversan sin animosidad. Ojalá fueran la norma.

No obstante, salvo que queramos engañarnos, todos sabemos que conductas así son la excepción. Encomiable, pero excepción. Para el resto de los casos hay que conformarse con soluciones más realistas, al alcance de los humanos imperfectos que son (o somos) la mayoría. Insisto, porque es muy importante que se entienda, que no hablo de nada ni remotamente parecido a la revancha. Desde luego, empezaría con un reconocimiento sincero del daño causado y seguiría con la promesa firme de no volver a reincidir bajo ninguna circunstancia. Sería muy necesario renunciar a tentaciones justificatorias de lo hecho y, por descontado, a conductas que positivamente se saben ofensivas y dolorosas para el otro.

A partir de ahí, primero coexistir, un poco más tarde, convivir, y dejar que el tiempo haga el resto. Habrá casos en los que la ansiada reconciliación llegue de un modo natural. Y otros en los que no será así, sin más.

(*) CORRECCIÓN: Como bien me indican, en la iniciativa Glencree no participan «victimarios». Son víctimas de diferentes violencias. Me dejé llevar por la inercia. Pido disculpas.