Lo que vende

No sé si sigue ocurriendo —tengo motivos para sospechar que sí—, pero en mis días de cliente de la facultad de ciencias de la información, cada tres por cuatro alguno de los que levitaban sobre la tarima nos cantaba las excelencias de A sangre fría, de Truman Capote. Según la loa al uso, ahí estaba todo lo que los tochos y los manualillos teóricos no alcanzaban a contarnos sobre el reportaje periodístico. El empapado a conciencia de aquellas páginas, exageraban, suponía una puerta de entrada al gremio plumífero mucho más cierta que la obtención del título oficial y equiparable a los entonces nacientes másteres donde se pagaba un pastón por trabajar… en los turnos más jodidos y en las secciones menos lucidas.

De esos polvos docentes, seguramente bien intencionados, viene gran parte del lodo amarillo que nos pone perdidos cada vez que tratamos de informarnos sobre cualquier cuestión, y de modo especial, cuando se trata de un suceso. Aunque al lector, oyente o espectador le bastarían —o deberían bastarle— un puñado de datos básicos, quiera o no, se encuentra bajo un bombardeo inmisericorde de detalles, pelos y señales de dudosa utilidad. Dirección exacta de víctimas y victimarios, situaciones sentimentales presentes y pasadas, historiales clínicos, currículos laborales, nacionalidades indicadas de forma implícita o explícita según proceda, que no falte un pormenor. Como aliño imprescindible, testimonios a tutiplén y sin desbastar del primero que se ponga a tiro, aunque solo pasara por allí: parecía un chico normal, ya se veía que era un cabrón con pintas, últimamente estaba muy raro… Cualquier gachupinada por el estilo vale para titular un despiece o, si es de enjundia, para encabezar el cuerpo principal. Eso vende.

Me temo que debo detenerme ahí. Si vende, es que está bien. Con lo chungo que va el oficio, solo faltaba que me pillaran apedreando mi propio tejado. Pues nada, por muchos años.

Una mentira innecesaria

Espero sentado, ya sé que en vano, una explicación de los medios que difundieron a todo trapo la especie de que la primera víctima de ETA no fue el guardia Pardines sino la niña Begoña Urroz. Como ocurrió prácticamente anteayer, tengo frescos en la memoria los bullangueros titulares y el pifostio casi con tono de celebración que envolvieron esa presunta exclusiva que ahora sabemos que estaba construida a base de bazofia. ¿Ahora? Favor que les hago a los tribuletes que contribuyeron a la bola y a la bandada de buitres sin escrúpulus que corrieron a refocilarse en la intoxicación. Lo que acabamos de conocer es, en todo caso, la prueba requetedefinitiva de algo que ya estaba sobradamente acreditado tanto en meritorios trabajos de investigación como por los abundantes testimonios de personas que echaron los dientes en lo que entonces sí cabía llamar organización. Y ojo, que no me refiero a irredentos justificadores de la violencia, sino a muchos que han hecho una lectura crítica de esos años e incluso a algunos de los considerados abanderados patanegra del rechazo al terrorismo.

Era imposible que aquella incipiente ETA que todavía no sabía lo que quería ser de mayor ni disponía de más infraestructura que la justa para hacer unas pintadas o soltar unas octavillas estuviera detrás de un atentado como el que costó la vida a Begoña Urroz. ¿A santo de qué, entonces, parir un engaño tan fácilmente desmontable? Seguramente, por exceso de confianza. Acostumbrados a colar trolas gigantescas que hoy pasan por certidumbres impepinables, estimaron que también nos tragaríamos esta cuyo objetivo estúpido e innecesario era presentar a la banda como más sanguinaria de lo que ya sabemos que fue.

Mi tremenda duda es si, a pesar de todo, no habrán conseguido su propósito. El desmentido no ha tenido ni la centésima parte de repercusión que cosechó el fraude inicial. Otro socavón para el cacareado suelo ético.

¿Sabía que…?

Fruto, sin duda, de la envidia por una de las secciones más exitosas de este periódico, destapo el tarro de las exclusivas que me guardaba para mi y, susurrando, las comparto confidencialmente con la concurrencia.

¿Sabía que la libertad puede ser la peor de las tiranías y que por eso hay personas que prefieren añorarla a gozarla? ¿Sabía que, aunque lo parezca, los columnistas no estamos tan seguros de lo que escribimos? ¿Sabía que muchos de los que más vociferan son los que más tienen que callar? ¿Sabía, por contra, que buena parte de los que callan, si no forman parte de la especie que otorga, son los que más deberían gritar? ¿Sabía que respecto a varios asuntos hay más de una verdad y respecto a otros, ninguna? ¿Sabía que pensar mal no es necesariamente garantía de acertar, de igual modo que tampoco lo es pensar bien? ¿Sabía, ya que nos ponemos, que pensar a secas no es gran cosa porque es algo que podemos hacer, valga el contradiós, sin pensar?

¿Sabía que hay políticos que se van a tomar una caña tan panchos después de haberse puesto mutuamente de chupa de dómine en público? ¿Sabía que otros que se tratan con maneras versallescas cuando hay focos no irían juntos ni a cobrar una herencia? ¿Sabía que en dialecto parlamentario la palabra acuerdo equivale a veces a trapicheo? ¿Sabía que en ese mismo idioma jurar que de tal agua no se beberá puede ser la forma coloquial de pedir dos garrafas? ¿Sabía que principios, medios y fines se suelen guardar en el mismo bolsillo y que acaban echándose a perder por el contacto recíproco?

¿Sabía que es estadísticamente probable que una de cada equis veces que porfiamos algo estemos profundamente equivocados? ¿Sabía que a la mayor parte de la gente esto último le importa una higa y que si le importa, lo disimula? ¿Sabía que cada vez que elige algo está dejando de elegir miles de otros algos y que tiene que apechugar con ello? Pues, ea, ya lo sabe.

Excesivo… o no

Para la antología de las paradojas: mi descreimiento cada vez más acusado e irreversible me ha situado en la bandería de los creyentes. Quiero decir que, atendiendo a mi propia naturaleza y a mis obras acreditadas, esta columna debería haber derrotado por el territorio del despotrique sobre los excesos en el tratamiento mediático del relevo en la cúpula de la iglesia católica. Seguramente, no faltan argumentos para poner de vuelta y media el descomunal despliegue de recursos técnicos, humanos y hasta semidivinales con que nos han abrumado —y seguirán haciéndolo— desde que Ratzinger decidió mandar al armario los zapatos rojos. En términos de información pura, una cuarta parte de la mitad habría resultado más que suficiente para darnos por enterados de una noticia que, analizada en frío, tampoco va a cambiar gran cosa nuestras vidas. ¿No se podía o se debía haber prescindido de lo demás?

Eso es lo que sostienen, con crujir de dientes y gesto de vinagre, los que se sienten atropellados por la importancia que se sigue concediendo a una institución que, además de caduca, trasnochada, antidemocrática y media docena de descalificativos por el estilo, tildan como organización privada. Quizá no se den cuenta de que sus propias críticas aceradas forman parte conjunta e inseparable de lo que pretenden combatir. Casi literalmente, todo es bueno para el convento. Lo pro y lo anti se mezclan y se confunden regatera abajo. Y si hay un riesgo, ay qué caray, es que acaben antojándose más cansinas las diatribas previsibles y reiterativas de los comecuras que las aleluyas desproporcionadas del flanco opuesto.

Por lo demás, hoy la comunicación es un ejercicio continuo de desmesura. Cuarenta muertos en Siria son línea y cuarto, pero un orzuelo de Messi da para portada y cuadernillo en páginas interiores. Con ese sistema de pesas y medidas, se diría que la matraca vaticana tampoco ha sido para tanto. ¿O sí?

Indignación rentable

Mucho cuidado, que la indignación acabará cotizando en bolsa. Igual que la lluvia es una oportunidad de negocio para los vendedores de paraguas y chubasqueros, este temporal incesante de motivos para soliviantarse está forrando el riñón de unos cuantos vivillos tan dotados de olfato como faltos de escrúpulos. Su especialidad es la bilis hirviente. La adquieren a granel y a coste cero directamente de las instancias gubernamentales y aledañas. Cada recorte, cada medida injusta, cada arbitrariedad, cada corruptela son una mina en potencia de donde extraer y poner en circulación toneladas de lucrativo sulfuro social.

¿Cómo se convierte eso en plusvalía? De cien formas. Tertulias televisivas y/o radiofónicas a doscientos, trescientos, cuatrocientos euros la hora. Artículos de prensa —mayormente digital, que es lo que se lleva ahora— cada vez más panfletarios que buscan las tripas y eluden el cerebro. Manuales de instrucciones para la insurgencia o así escritos a varias manos y de venta en kioscos, librerías y grandes superficies. Conferencias, ponencias, jornadas, encuentros y bolos diversos con caché variable; es recomendable uno gratis ante una asociación de vecinos o similar de cuando en cuando a modo de promoción.

Como se ve, métodos en esencia tradicionales, porque al final no hay nada más convencional que lo pretendidamente alternativo. El otro día, sin ir más lejos, en un programa del hígado reconvertido por las bravas en supuesto debate, la portavoz de la plataforma de afectados por la hipoteca y la neocelebridad contestataria Beatriz Talegón protagonizaron un encontronazo que en nada envidiaría a las enganchadas de Nuria Bermúdez y uno de los Matamoros. Carne viral para Youtube —que es donde lo vi yo— y pico de audiencia. En las pausas publicitarias, ristra de anuncios de perversas corporaciones que no se dan por enteradas. Para ellas, los cabreados son un nicho de mercado.

Interés decreciente

Si el caso Bárcenas fuera un serial televisivo, alguien debería pegar un toque a los guionistas. La trama argumental ha llegado a uno de esos puntos de difícil seguimiento para el espectador medio y, peor que eso, ha perdido intensidad dramática. Quizá es que la historia empezó demasiado arriba. Después del Jabugo narrativo de los sobres y los nombres de notables próceres —incluido el del sheriff del reino— anotados junto a cantidades de cuatro y cinco cifras, era inevitable que nos parecieran paletilla de recebo el resto de ingredientes que se nos han sido sirviendo. No es que sean asuntos menores la aparición de más cuentas en Suiza, las fotos de las impúdicas cuchipandas que sigue pegándose el del abrigo de cuello de terciopelo o la tremebunda revelación de que el PP mantenía (o mantiene, ojo) en nómina a Luis el cabrón mientras juraba lo contrario, pero esperábamos algo más. Lo ideal, ver a algún trajeado salir con esposas de un furgón policial o, bajando el listón, un par de dimisiones y media docena de expulsiones fulminantes de la casa del Gran Hermano mariano. Sin esos golpes de efecto, la tensión languidece por momentos y se hace un mundo seguir prestando atención a la pantalla hasta que definitivamente se opta por cambiar de canal.

No nos engañemos: ese es exactamente el objetivo. Porque aunque por hábito tendamos ya inexorablemente a consumir la actualidad como si fuera un producto de ficción, el caso Bárcenas no es el hipotético teleserial que mencionaba en la primera línea de la columna. Para nuestra desgracia, es realidad contante, sonante, sonrojante… y muy peligrosa, no ya para el partido al que le ha salido la vía de agua, sino para todo el entramado de intereses inconfesables que hay alrededor. Por eso no hay que dar ningún toque a los guionistas sino felicitarlos calurosamente. A fuerza de marear la perdiz, han conseguido desinteresarnos. De eso se trataba.

El ciclo de la ciénaga

Si hay algo que me sorprende es, justamente, que sigamos sorprendiéndonos. Bendita memoria de pez, que permite que nos hagamos de nuevas cada vez que vemos al otro lado del acuario lo que hemos contemplado mil y cien veces. La corrupción política, por ejemplo. La respiramos cada día sin mutar el gesto ni albergar la menor gana de montar un buen pollo hasta que en los titulares, que no son nada inocentes, caen cuatro gotas más de lo habitual y nos da por pensar que una de ellas es la que colmará el vaso. Se eleva entonces el tono de las tertulias y de las conversaciones junto a la máquina de café, suben también los niveles de vinagre en sangre, se clama al cielo, se jura en arameo y luego… nada. Cada mochuelo retorna a su olivo, es decir a sus propias apreturas de zapato, que también incluyen la marcha de nuestro equipo en la liga o ese viral tan simpático que rula por internet. Los mangantes, que además de eso, son contumaces y metódicos, pliegan el paraguas y vuelven a sus quehaceres cotidianos, o sea, a afanar. Primero con la precaución del que acaba de librarse de una de órdago, pero enseguida con la velocidad de crucero habitual. Es el ciclo de la vida en la ciénaga sucediéndose a sí mismo infinitamente.

Según el obispo Munilla en su muy recomendable homilía del día de San Sebastián (sí, eso he escrito; no es una errata ni un sarcasmo), lo que acabo de exponer me incluiría entre los que, sintiéndose impotentes en medio de la avalancha de lodo, se han refugiado en el cinismo. Bien quisiera militar en una postura de más provecho. La que él propone después de un diagnóstico —insisto— brillante es confiarse a Dios, lo que no deja de tener un punto incluso mayor de derrotismo porque supone el reconocimiento implícito de que ya no queda nada humano por hacer. ¿Habrá alguna alternativa intermedia y viable? Si los lectores la conocen, se gratificará. Así en la tierra como en el cielo.