Teresa y los prepotentes

Guardaba estas líneas en la recámara para el momento en que nos confirmaran que Teresa Romero estaba fuera de peligro. Con todas las precauciones, y aunque quizá le cueste llegar a la recuperación completa, parece que el trance más duro está superado. Soy incapaz de expresar cuánto me alegro, pero también de contener el enfado que he ido acumulando desde que se dio la noticia de su segundo positivo por ébola. Con las llamadas autoridades sanitarias españolas, que le insultaron gravemente en reiteradas ocasiones, sí, pero además, y con dosis de bilis triplicada, con una buena parte de mi profesión. Sería prolijo citar nombres o medios concretos. Cualquiera con un mínimo de humanidad, y sin necesidad de conocer el catón deontológico del periodismo, está en condiciones de identificar el sinnúmero de comportamientos deplorables que se han ido sucediendo en estas dos semanas.

No aguarden, sin embargo, autocrítica. Vivimos instalados en el todo vale, y antes que con el reconocimiento del menor error, se encontrarán con justificaciones chuscas, cuando no con ofendidos colegas que la emprenderán a mamporros con quien les llame a la reflexión. Ocurrió con la vergonzosa foto robada que mostraba, a través de la ventana de su habitación, la cara y los hombros desnudos de la auxiliar mientras recibía los cuidados de sus compañeros. Tomar y publicar esa instantánea tiene el mismo pase que soltarle una patada en la entrepierna al primer viandante que nos topemos en la calle. Es un atropello sin excusa posible. Quisiera creer, por lo menos, que quienes lo cometieron y lo defendieron son conscientes de ello.

Lo impublicable

Si son parroquianos habituales de estas líneas, sabrán que Gregorio Morán es una de mis plumas de referencia, cursilería que él mismo me reprocharía haber puesto negro sobre blanco. Sería interminable la lista de motivos, pero creo poder resumirlos en uno: hay como doscientos asuntos, incluidos los candentes, en los que tenemos una opinión diametralmente opuesta, y aun así, cada sábado acudo devotamente a dejarme morder por su prosa inmisericorde. Les advierto que no es una experiencia para melindrosos. Tengo conocidos progresís que, después de haberse puesto pilongos ante el Morán que llama de todo a Juan Carlos de Borbón, lo tildan de puto facha porque no le ríe las gracias a Pablo Iglesias Bis o retrata a Jordi Évole como el mindundi que fue a entrevistar a Saviano sin haber leído su libro. A mi, sin embargo, me gusta hasta cuando me hace acordarme de su padre despreciando sin piedad algunas de las causas que defiendo.

Con estos antecedentes, comprenderán que esperase con ansiedad de yonki el último libro del indómito asturiano, sugerentemente titulado El cura y los mandarines. Estaba anunciado desde hace semanas, se podía reservar por anticipado, y para terminar de poner los dientes largos a los gregoriófilos irredentos, había aparecido la primera entrevista promocional. Setecientas páginas de vellón para dejar en su sitio a la panda de vividores de la intelectualidad oficial entre el tardofranquismo y el felipismo. ¡Ñam, ñam, y reñam! Pero nos vamos a quedar con las ganas. La editorial Planeta (sí, del mismo dueño que LaSexta) ha decidido que no está el horno para ese suculento bollo.

Inquisidores a go-gó

Indudablemente, la pifió el speaker del BEC, y la abrasadora conciencia de ello es, me atrevo a porfiar, la peor de sus penitencias. Más dolorosa, incluso, que haber perdido el puesto o verse como pasto de los devoradores de basura informativa alta en proteínas y huérfana de nutrientes. Seguro que en su moviola interna no deja de reproducirse en bucle el infausto momento en que se le ocurrió pespuntar la letra de la canción de Enrique Iglesias (eso sí es que es denunciable) que sonaba con la presencia ornamental de las cheerleaders (y eso, ni te cuento) en la cancha. Como bien sabemos los que piamos sin red y tenemos una larga lista de bochornosas melonadas soltadas frente a un micrófono, las transiciones las carga Satanás. Ocho de cada diez te salen rana, y algunas, como la del desventurado Charly, resultan un gambón épico. “¡Quién pudiera pasar una noche con una de las Dreamcheers!”, soltó ante miles de espectadores que, por cierto, tampoco parece que se revolvieran en sus asientos. Ni los que comprendían el idioma ni los que no.

Sí se quedó con la nada ejemplar copla una periodista, que lo publicó —por lo visto, con algún adorno— en un modesto y meritorio medio digital. Luego llegaron las réplicas en cabeceras de postín a la caza del click facilón, la torrentera en las redes sociales y, por resumir, el despido del autor del desafortunado comentario.

En el minuto exacto en que escribo, se han formado dos facciones de inquisidores. Unos quieren crucificar al speaker, y otros, siguiendo el clásico de apiolar al mensajero, a la periodista. Menos mal que muchos permanecen en la bendita sensatez.

(No tan) eterno retorno

No soy de los que regresan al tajo arrastrando los pies y maldiciendo su mala estampa. En los tiempos que corren y viviendo muy decentemente de lo que (todavía) más le gusta a uno, resultaría obsceno. Es verdad que tampoco vuelvo al teclado y al micrófono como lo hacía en mi más o menos lejana mocedad, con la adrenalina hirviendo y rebosante de ganas de pisar mil charcos, entonando el “a mi, Sabino, el pelotón, que los arrollo”. Se templa uno —o lo van templando los hechos—, de modo que aprende a dosificar el entusiasmo para que dure todo el curso o, en el caso más realista, para que llegue, como poco, hasta el control de avituallamiento de navidad. En el éxito de la empresa ayuda mucho un buen látigo de siete colas —que sean nueve— para mantener a raya a la pérfida pereza, tentación omnipresente de los que, además de ser natural galbanoso, llevamos decenios con la sensación de voltear indefinidamente la misma noria.

Sensación falsa, me apresuro a anotar, pues si bien es cierto que muchos de los asuntos a los que dedicamos tinta y saliva parecen una repetición en bucle de lo ya vivido y ya contado, también lo es que cada equis se van incorporando al menú platos de estreno. Y lo mejor, muchos de ellos, inesperados, para pasmo y congoja de los que creían tenerlo todo bajo control. Su incertidumbre atribulada da sentido a este, mi oficio de trasegador de noticias y similares. El principio del fin del bipartidismo en España, el ocaso del foralismo rancio en Navarra o las urnas catalanas precedidas (casi ya) de las escocesas se nos insinúan en el porvenir inmediato. Aquí estaremos para contarlo.

Mordazas, según

—El ministro Fernández quiere crear un organismo que controle lo que se publica en los medios de comunicación y, si procede, imponga sanciones a los que se pasen de la raya.

—¡Maldito fascista! ¡Pretende amordazarnos para impedir que divulguemos las maldades del sistema! Pero no nos va a callar. Se va a enterar el tal Fernández.

—¿Fernández? Qué cabeza la mía, ha sido un lapsus. El que lo propone es Pablo Iglesias.

—¡Ah, bueno! Eso es otra cosa. Tiene toda la razón. Es urgente parar los pies a la caverna y castigar a esos plumíferos mentirosos al servicio del gobierno o, lo que es lo mismo, del capital. Y si hay que cerrar algún periódico, alguna radio o alguna televisión, se cierra.

Se trata de un conversación ficticia, pero verosímil. De hecho, se basa en lo que la crema y la nata progresí bramó cuando el mentado Fernández advirtió —y cumplió— que iba a perseguir a los revoltosos de las redes sociales y las aleluyas que cantan los mismos patanegras de lo guay sobre la (antepen)última ocurrencia de Iglesias. Basta cambiar el sujeto de una oración para que la miga que contiene merezca interpretaciones diametralmente opuestas.

Por desgracia, ya ni siquiera sorprende que el fenómeno se dé ante un asunto que debería estar fuera de concurso, especialmente para quienes hemos denunciado la clausura de más de un medio por los santos pelendengues del poder. La lógica —es decir, la ilógica— que llevó, por ejemplo, a la fumigación de Egunkaria es idéntica a la que maneja el gurú de moda. Y manda pelotas que los primeros medios a los que cabría aplicar su edicto son los que le han aupado al púlpito.

Poder a Podemos

Como sabrán a poco que le echen un ojo a estas líneas, no soy el fan número uno de Pablo Iglesias, pero empiezo a bendecir la hora en que emergió de entre los lodos para liderar —no caben dudas sobre el verbo— un movimiento que solo con una ceguera cósmica puede ser considerado una anécdota. Mis recelos respecto a forma y fondo, que no son escasos, ceden ante la evidencia palmaria del tantarantán que la irrupción de Podemos está provocando en el cementerio de muertos vivientes que es la política española. Para acrecentar mi sorpresa (y mi gustirrinín), los afectados por el tembleque, en lugar de disimular como haría cualquiera bregado en los mil navajeos del poder, reaccionan con un histerismo que sobrepasa lo patético. ¿Es que nadie les ha explicado el mecanismo del bumerán? ¿No se dan cuenta de que con cada uno de los esperpénticos titulares que le lanzan al colodrillo a Iglesias, amén de no hacerle ni cosquillas, lo único que consiguen es agigantar su leyenda? Poco parecen haber aprendido en la guerra del norte o, más recientemente, en la contienda catalana: un exabrupto grotesco equivale a un simpatizante más de la causa contraria.

Tan atribulados y presos de la congoja están los dueños del balón, que incluso lo dejan por escrito. Ayer el que fuera diario de Pedrojota hasta que el de los tirantes cruzó la última frontera gaviotil remataba tal que así su editorial pro-regeneracionista: “PP y PSOE tienen que capitanear ese movimiento de limpieza política que vuelva a ilusionar a la gente, única forma de impedir el ascenso de Podemos”. Tracatrá. Lampedusa volvió a morirse, esta vez de risa.

A la carroña

No se había enfriado aún el cadáver de la mujer más poderosa de León, y medio internet ya sabía por qué le habían descerrejado cuatro tiros a bocajarro. No eran teorías envueltas en condicionales sino pontificaciones incontrovertibles sin el menor resquicio para la duda. “Quienes defienden los escraches, tomen nota”, señaló el dedo acusador de una profesional de la siembra de bronca, allá al fondo a la derecha. En la misma latitud, otro latigador contumaz del ultramonte proclamó entre espumarajos que aunque había pensado abstenerse, el 25 de mayo depositaría su voto justiciero a favor del partido de la difunta.
El proceso sumarísimo instantáneo no se detuvo cuando las evidencias empezaron a apuntar clamorosamente al móvil más pedestre y humano del ajuste de cuentas personales pendientes ni ante la revelación de que la víctima y las presuntas victimarias compartían afiliación en el PP. Todavía habrían de llegar el bocazas que le cargó la muerta al Gran Wyoming, y entre otros muchos, el editorialista del exdiario de Pedrojota que dejó caer que el asesinato de Isabel Carrasco no era ajeno “a la creciente animadversión hacia los miembros de la clase política”. Hay que joderse.
La sangre mezclada con pólvora resulta irresistible para los carroñeros de todo signo y condición. De todo, sí, porque en la contraparte de la carcunda, que es tan repugnante como su paralelo, proliferaron los garrulos bailando zapateados por la desaparición de “otra puta facha” o, los más moderados, recitando el “algo habrá hecho” que tan familiar nos suena por estos lares. Hasta las mismísimas de los unos y los otros.