Guardaba estas líneas en la recámara para el momento en que nos confirmaran que Teresa Romero estaba fuera de peligro. Con todas las precauciones, y aunque quizá le cueste llegar a la recuperación completa, parece que el trance más duro está superado. Soy incapaz de expresar cuánto me alegro, pero también de contener el enfado que he ido acumulando desde que se dio la noticia de su segundo positivo por ébola. Con las llamadas autoridades sanitarias españolas, que le insultaron gravemente en reiteradas ocasiones, sí, pero además, y con dosis de bilis triplicada, con una buena parte de mi profesión. Sería prolijo citar nombres o medios concretos. Cualquiera con un mínimo de humanidad, y sin necesidad de conocer el catón deontológico del periodismo, está en condiciones de identificar el sinnúmero de comportamientos deplorables que se han ido sucediendo en estas dos semanas.
No aguarden, sin embargo, autocrítica. Vivimos instalados en el todo vale, y antes que con el reconocimiento del menor error, se encontrarán con justificaciones chuscas, cuando no con ofendidos colegas que la emprenderán a mamporros con quien les llame a la reflexión. Ocurrió con la vergonzosa foto robada que mostraba, a través de la ventana de su habitación, la cara y los hombros desnudos de la auxiliar mientras recibía los cuidados de sus compañeros. Tomar y publicar esa instantánea tiene el mismo pase que soltarle una patada en la entrepierna al primer viandante que nos topemos en la calle. Es un atropello sin excusa posible. Quisiera creer, por lo menos, que quienes lo cometieron y lo defendieron son conscientes de ello.