Antes de ir al grano, déjenme mostrarles mi sonrisa más sardónica ante las infantiles reacciones a la quedada fachuza del domingo en Madrid. Hablo de los unos y de los otros. Los ultramontanos organizadores y sus mariachis mediáticos, vendiendo la moto del éxito sin precedentes, mientras la progresía oficial se mofaba del presunto pinchazo del festejo. Si no fuera porque están instalados en la propaganda más descarada y sin ganas de salir de ahí, los trovadores de acá y de acullá bien podrían dejar de engañarse al solitario. Y esto lo digo especialmente por los partisanos de salón, no vayan a darse el susto, como en Andalucía, cuando cuenten los votos de las cada vez más probables elecciones generales.
Pero yo venía a hablarles del diálogo, que era el impostado origen de la mani cavernaria de Colón. Con el añadido sandunguero de que antes de su celebración, Pedro Sánchez había corrido presto a dar por finiquitado el cruce de impresiones con los independentistas catalanes. Ya les dije por duplicado que me fiaba poco tirando a nada de las intenciones del inquilino incidental de Moncloa. Todo olía, y así pareció confirmarse, a añagaza para conseguir sacar adelante los presupuestos. Cuando Sánchez vio que, aparte de no tener asegurado ni eso, se le venían encima las hordas de la extrema rojigualdez, incluyendo a muchos barones de su partido, echó el freno.
¿Pues saben qué les digo? Que tampoco es tan mala cosa. Con o sin relator, los diálogos políticos que pueden servir de verdad para algo son los que se producen sin que nadie sepa de ellos. Ahora hay una oportunidad. Amenazar con elecciones no parece el camino.