Acordemos, pues

Cada dos frases, la palabra acuerdo. En euskera, en castellano. Como oferta, como petición. Adjetivado, apostillado, enfatizado. Con soda, con agua, con hielo. Acuerdo, acuerdo y más acuerdo en las bocas del candidato que ya es lehendakari, de la candidata que dijo presentarse para no serlo y de todos y cada uno de los que subieron a la tribuna de oradores, incluyendo al que aprovechó el envite para darse un homenaje que no correspondía. Sería una entretenedera curiosa hacerse con el acta y ponerse a contar las veces en que fue pronunciado el término totémico: una, dos, quince, sesenta, ciento diez, doscientas cuarenta tres. Probablemente bastantes más, infinitamente más, desde luego, de las que el dicho va a convertirse en hecho en toda la legislatura.

¿Acaso nos estaban engañando? No exactamente. Cumplían el rito, el trámite, la coreografía. Si se hace en los plenos ordinarios, con más motivo en los revestidos de cierta solemnidad como el de investidura, donde hay el triple de cámaras y micrófonos. Ahí toca, sí o sí, hacer discursos de amplio espectro, que no disgusten demasiado a la parroquia ajena y que a la vez gusten a la propia, que es la que ha puesto los votos que dan derecho a asiento y séquito. Basta saber leer entre líneas para hacer la traducción pertinente. Cada vez que se saca a paseo el diálogo, el consenso o cualquier otro sinónimo, en realidad se está diciendo que verdes las han segado, que nadie da nada a cambio de nada o que a ver si os habéis creído que nacimos ayer y nos chupamos el dedo.

Tal vez hubo un tiempo en que fue de otro modo —lo dudo—, pero aquí y ahora acuerdo quiere decir que tú vienes y yo no me muevo. En el mejor de los casos, que por cada centímetro que me hagas desplazarme me concedas un capricho que yo elija del muestrario. Sin poner mala cara, que si no, se dobla el precio.

Y ya van dos columnas que me comeré si ocurriera de otro modo.

El factor humano

Tendemos a pensar, bien es cierto que porque nos dan motivos para ello, que los políticos ya salieron políticos del vientre de sus madres. Como solo los conocemos en esa faceta —y a muchos, desde tiempo inmemorial—, se diría que forman parte de una especie diferente a la del resto de los mortales, con sus propias leyes, determinismos genéticos, y pautas de comportamiento. Y no es así, sino exactamente al contrario. Para lo bueno, lo malo y lo regular, son humanos. Bajo la cubierta de Armani o Elena Benarroch hay seres de carne y hueso con las mismas o parecidas pulsiones, virtudes y miserias que acarreamos los demás. Es ahí donde tenemos que acudir para entender (o tratar de entender) sus tantas veces peculiares conductas.

La actualidad nos regala un ejemplar perfecto para el profundizar en esta teoría. Sea lo que sea lo que ha acabado con una carrera tan prometedora como la de Santiago Cervera, la razón última, o quizá la primera, está en el factor humano. Quedaría por establecer, lógicamente, la naturaleza de ese factor. Los que se pasan la presunción de inocencia por el forro de sus conveniencias y juzgan y condenan en el mismo viaje dan por hecho que al expresidente del PP navarro le perdió la codicia, que es cien por ciento humana. No es una hipótesis inverosímil del todo, habida cuenta de los abundantes precedentes, pero a mi, supongo que por el conocimiento previo que tengo del personaje, me cuesta creerla.

Como, al fin y al cabo, esto va de especulaciones, aventuro la mía. A falta de más datos, creo que Cervera ha sido víctima de un cierto narcisismo bañado en quintales de ingenuidad. Se creyó el prota de una de esas series negras de las que tanto hablaba en Twitter y se pilló los dedos en la famosa rendija de la muralla. Con gorro de lana y bufanda de doble vuelta, para más recochineo y automortificación. No hay nada más humano que ir a por lana y salir trasquilado.

Acuerdos o así

Lo oigo y lo leo una y otra vez: “En las circunstancias por las que atravesamos, esta sociedad no perdonará a aquellos partidos que impidan que se alcancen acuerdos”. Es una afirmación tajante, categórica, rotunda, que no deja resquicio a la duda y que hace pensar que alguien ha ido casa por casa a preguntar sobre la cuestión. Evidentemente, no ha sido así. Es la pinche manía que tenemos todos —tire el primer canto rodado quien no haya pecado en ese antro— de hacernos portavoces del censo entero. Basta que el cuarteto que tomamos café juntos coincidamos en algo para que, extrapola que te extrapola a lo Paco Llera, elevemos el consenso a universal palmo arriba, palmo abajo. En esta ocasión se añaden, además, las ganas de que la voluntariosa sentencia sea cierta. Qué cosa más natural y lógica, ¿verdad?, que unos ciudadanos advirtiendo a los políticos de que no es momento de tonterías. O que unos políticos dispuestos a demostrar a los ciudadanos que van a estar a la altura, faltaría más, qué me está diciendo usted.

Pues le estoy diciendo que nos sabemos la fábula del escorpión y la rana. También que está científicamente probado que la cabra tira al monte y que el angelito bueno sale de escena en cuanto ve los cuernos del diablillo malo. Pero hay algo definitivo: tenemos la constancia documentada de lo que ha pasado en los últimos treinta y pico años. ¿Cambalaches, pactos de no agresión para no hacernos daño, trueques de silencios recíprocos, repartos de pastel? Sí, de esos ha habido unos cuantos y, siendo prácticos, no seré yo quien sostenga que han sido del todo inútiles. Guardo, sin embargo, poca o ninguna memoria de auténticos acuerdos, hechos desde la responsabilidad, a riesgo de perder votos o poltronas, y con la convicción de que eran simple y lisamente lo mejor.

Conclusión: no espero que esta vez sea diferente. Eso sí: con gusto me comeré esta columna si me demuestran lo contrario.

Un tal Wert

El descrédito de la política, que es la forma fina de decir que da asco, no es solo por los que meten la mano en el cajón. Aunque es difícil establecer ránkings de indecencia o escoger entre mierda oscura y mierda clara, gran parte de los choricetes y caceros no resultan mucho más dañinos que algunos de los que (¿todavía?) no han sido pillados en renuncio legalmente punible. Para decirlo con nombres y que se acabe de entender, el probado mangante Jaume Matas no tiene nada que envidiar en materia de inmoralidad y desvergüenza a José Ignacio Wert, fatal ministro y peor persona.

Si lo piensan, cada euro de los muchos miles que ingresa mensualmente el fulano por la gracia rajoyana constituye una malversación de fondos públicos. La diferencia con la practicada por el cacique balear antes mencionado es que esta se realiza con luz y taquígrafos ante las narices de los administrados. Ahí nos jodamos y aguantemos que de nuestro bolsillo se financien los vicios y el ego mastodóntico de un charlatán de feria que, amén de ser una completa nulidad para el puesto que ostenta —y en su caso, detenta—, se pasa la vida salpicando gargajos a aquellos para los que teóricamente trabaja.

Habría que rascar a conciencia en los escalafones de las dictaduras bananeras de cualquier tiempo y lugar para encontrar media docena de tipejos que puedan empatar en desaprensión, chulería y falta de escrúpulos con este narciso de libro. Claro que sus culpas acaban en el punto exacto que delimita su deleznable personalidad. Los que lo tenemos calado desde su época de tertuliano presuntuoso y tobillero sabemos que Wert es así y que, a falta de mejor criterio psiquiátrico, es probable que no pueda hacer nada por evitarlo. A partir de ahí, el dedo acusador debe señalar a quien decidió que alguien que compendia en sí casi todas las bajezas era el individuo adecuado para entregarle una cartera. La de Educación, nada menos.

La aburrida política

Si alguna vez me he puesto Rottenmeyer con mis compañeras y compañeros más jovenes —bueno, y con alguno bien talludito—, es cuando me han confesado entre lo cándido y lo descarado lo mucho que les aburre la política. Me pasaba con cierta frecuencia en mi antigua casa. Superado el primer sofoco, empezaba por soltarles esa frase que, según quién la cite, se atribuye a Yves Montand, Churchill, Kennedy o George Bernard Shaw, que es el más socorrido a la hora de documentar ocurrencias ingeniosas: si tú no te ocupas de la política, ella se ocupará de ti.

Ante el nulo efecto cosechado, no me quedaba otra que pintarme un bigotillo facha y recordarles una anécdota de José María García. Al pedirle al cronista destacado en el estadio de Los Cármenes el resumen telegráfico del partido que se acababa de disputar, el interpelado se atrevió a decir que había sido un encuentro “como para dormir a las ovejas”. En mala hora. Los millones de oyentes que tenía por entonces Butanito, y servidor entre ellos, asistimos a la punzante réplica: “Aquí no te pagamos por divertirte en el fútbol, sino para que nos cuentes lo que ha pasado en el campo, ¿entendido?”.

Pues no, tampoco solían captar que lo que les quería decir es que estaban profesional, moral y hasta contractualmente obligados a distinguir entre Permach e Iturgaitz. Y no crean que me estoy adornando en el ejemplo, por exagerado que les suene. Pero igualmente se trataba de un esfuerzo vano porque los cachorros de la manada tenían su propia teoría: “A la gente no le interesan esas chapas que les contamos. Quieren saber otras cosas”.

Izo exactamente aquí la bandera blanca. Esta campaña que hoy termina me ha enseñado que para el periodismo actual unas elecciones son una especie de concurso de Miss o Mister Simpatía. Lo que importa es la foto más chuli con la parienta o el pariente. O las veces que “lo hacen” a la semana. Lo demás es aburridísimo.

Sin sueldo

María Dolores de Cospedal (último sueldo conocido: 241.840 euros anuales) se ha trepado a la parra demagógica de los tonicantós, rosadieces y martinezgorriaranes que predican al tiempo que se comen el trigo a dos carrillos. Porque ella y su mayoría absoluta lo valen, porque le sale de la peineta y de la mantilla que se pone para ir a engañar a Dios, ha decidido demediar el parlamento de Castilla-La Mancha y, en el mismo viaje, dejar sin paga a los culiparlantes, también llamados “representantes de la voluntad popular”. Pasmados se tienen que haber quedado los descamisados zurrados por los azules en Neptuno al ver cómo les sobrepasaba por la extrema derecha. ¿No estaban pidiendo el fin de los privilegios de la casta política? Pues hala, un ERE y la mitad a casa, y los otros, a sentarse en el escaño a cambio de nada. Eso sí, los que pillen cacho en el amplio escalafón gubernamental seguirán cobrando. El que parte y reparte… ya se sabe. ¿Algo que objetar?

Sí, bastante. Para empezar, que tal vez la directa habría sido cerrar el negocio completo. Treinta años después ya se ha comprobado que las autonomías artificiales no sirven para acercar la administración al ciudadano sino como sostén de los caprichos y elevador del ego de una creciente reata de caciques locales. No olvidemos que donde ahora se sienta la doña tuvo el culo durante lustros el multiplicador de patrimonio personal José Bono. Nadie fuera de la legión de apesebrados iba a echar en falta la taifa castellano-manchega. Para recortar da lo mismo Madrid que Toledo.

Pero si aun así se opta por mantener la tramoya, sobrepasa el insulto que se haga a costa del doble tijeretazo populachero en el tamaño del parlamento y los emolumentos de los electos. Lo primero es un truco aritmético para borrar del mapa a los partidos pequeños. Lo segundo es institucionalizar que sólo los que están forrados se puedan dedicar a la política.

Miénteme

La verdad y la política nunca se han llevado bien. Da igual las siglas o las presuntas ideologías en que nos fijemos, los discursos, las proclamas y hasta las actitudes llevan indefectiblemente cuarto y mitad de engañifa, de pose, de disimulo o de trile mezclado con trola. Nos mienten por principio y por sistema, incluso en los asuntos más triviales o cuando no sería necesario en absoluto. A veces, por pura inercia, simplemente porque han perdido la costumbre o la facultad de decir las cosas sin maquillarlas, sin reservarse una parte de la información por temor a que tarde o temprano pueda volvérseles en contra o porque mola sentirse dueño de un secreto, aunque sea una chorrada que no va a ningún sitio. Están convencidos de que el fin, sea el que sea, justifica los medios y nadie les va a apear de esa mula.

No, nadie, porque lo que he descrito es posible gracias a la complicidad —a veces, por omisión y desidia, pero en muchas ocasiones también por acción y convicción— de todo un cuerpo social que lo ampara y lo legitima. Nos quejamos mucho en la barra de un bar, en las encuestas del CIS y del Eukobarómetro o en columnas como esta, pero cuando llega la hora de contar las papeletas, resulta que, nombre arriba o abajo, acabamos renovando los mismos contratos. Aplicamos poco más o menos el mismo principio que la CIA con el dictador nicaragüense Somoza en los años 70: sabemos que esos a los que votamos son unos mentirosos, pero son “nuestros” mentirosos.

El resultado de esta connivencia sorda es que las mentiras crecen en tosquedad y ordinariez cada día. Un rescate del sistema bancario, que viene a ser como la quimioterapia más salvaje para el cáncer económico, nos lo hacen pasar por un motivo para dar saltos de alegría. Más cerca, unos multiplicadores de deudas por ocho que han dejado el bienestar en las raspas se ufanan de no haber tirado de tijera. La culpa será de quien se lo crea.