Antipolítica

La antipolítica ha ganado en Italia. Eso dicen los titulares, que añaden la consecuencia de tal hecho: la península con forma de bota es ingobernable. A mi la legión de lingüistas, sociopolitólogos y exorcistas. Necesito, y creo no ser el único, que alguien me explique el significado de ambos términos machaconamente repetidos en los encabezados y en los cuerpos de las informaciones sobre el pifostio electoral transalpino.

¿Ingobernable? Conozco yo un par de sitios muy cercanos donde los parlamentos son una especie de ensalada multicolor o patchwork —escojan ustedes la metáfora que más les guste— y los gobiernos están en manos de partidos que sacaron la pajita más larga, sí, pero no lo suficiente como para mandar en solitario. En uno de esos lugares, por demás, se da la depresivo-jocosa circunstancia de que el único representante de una formación liliputiense con vocación de ladilla se tira el moco de tener la piqueta para romper empates. Para colmo y desgracia, con frecuencia es cierto. ¿No sería esta situación el paradigma de la ingobernabilidad? Podría parecerlo, pero según las teorías al uso, el damero maldito es un regalo del cielo que permite los acuerdos entre diferentes, es decir, la quintaesencia, el novamás y la rehostia en verso de las bellas artes políticas. Luego, claro, rascas con media gota de espíritu crítico y ves que los cacareados consensos son cambalaches mondos y lirondos. Y ahí nos damos de bruces con la otra palabra del momento: antipolítica.

Me temo que la política sin prefijos se ha quedado para los manuales de uso exclusivamente académico. Fuera del laboratorio no existe; muere al contacto con la realidad. Como maniobra de distracción, o sea, de despiste, cabe tratar de identificar la antipolítica con propuestas pintureras o extravagantes como las que han descollado en Italia. Pero la otra, la oficial, la de carril, es también antipolítica. E igual de dañina.

Sí nos representan

Debate, estado, nación. Solo con esos tres sustantivos tenemos para montar un Bizancio semántico. Diseccionados individualmente, los tres son asaz discutibles. Juntos en una misma expresión resultan, según, una tomadura de pelo del quince o una entretenedera vacía. Mucho más si la presunta nación cuyo presunto estado presuntamente se debate es la denominada España. Y si tal ejercicio se lleva a cabo en el Congreso de los Diputados de la madrileñísima Carrera de San Jerónimo, mejor apagamos y nos vamos. Se me ocurren pocos lugares menos capacitados que ese para expedir cualquier tipo de diagnóstico sobre una realidad totalmente ajena a los frecuentadores de las Cortes. Sucede que ellas y ellos tienen una existencia paralela. Viven en una suerte de cueva de Platón de cinco estrellas y tres tenedores desde donde solo alcanzan a ver unas sombras que toman por personas sobre las que pontifican, polemizan y, ¡ay!, legislan. La mayoría ni siquiera recuerda que antes de ir en una lista y sacarse la lotería de las urnas fueron ciudadanos de a pie. Cuatro mil y pico pavos limpios al mes —dietas, viajes y otras gabelas aparte— son el mejor disolvente de la memoria.

¿Voy a parar al “No nos representan”? Ya quisiera, pero mi gran frustración es saber que sí lo hacen y que no tengo —no tenemos— ningún modo de evitarlo, ni de soslayarlo, ni de limitar sus letales efectos. Ajo y agua. Como lujo, una lengua larga para lamerse las heridas y soltar un juramento en arameo un minuto antes de aplacar la mala sangre viendo el Milan-Barça.

Pero habrá alguno que se salve, ¿no? Son 350 escaños. Por estadística, es probable, ¿pero quién? Descarto a todo el banco azul y a sus sostenedores. También a la oposición mayoritaria de aguachirle con cien armarios llenos de cadáveres. Y en la minoritaria, pues hombre, hay de casi todo, incluyendo pose, panfleto, pasteleo y siesta. Tal vez sea lo que nos merecemos.

No más mártires

Miente el refrán. Por lo que se ve y escucha, la sarna con gusto es de largo la que más pica. Los mártires vocacionales, los que subieron por su propio pie y sin mediar provocación al flagelatorio, son los que gimen con mayor estruendo y, por añadidura, teatralidad. “¡Estaría ganando mucho más fuera de la política!”, se desgañitan estos días carneteros de toda sigla y condición ante cada micrófono que se les pone a tiro. Quizá en otro tiempo y en otro lugar, el espectáculo plañidero llamaría a cierta compasión o a esa indiferencia resignada que dispensamos a los plastas de la cuadrilla que convierten en drama un gintonic servido en vaso de tubo en vez de en copa balón. Pero en medio de esta escabechina social que va alfombrando de cadáveres las cunetas del presunto bienestar, cuando uno de cada cuatro titulares de primera página nos hablan de sirlas perpetradas al amparo de un cargo público, la paciencia alcanza el tope. A tres centímetros de la frontera del exabrupto y la pérdida de los modales, llega el momento de pedir a esa caterva de sufridores exhibicionistas que dejen de sacrificarse por nosotros.

Váyanse con viento fresco en tropel y sin esperar un segundo más a vivir esas despampanantes existencias a las que generosamente renunciaron por servir a unos ingratos que no saben reconocer su inmarcesible abnegación. Vuelvan a lavar coches, a atender el teléfono en una oficina de seguros, a dar clases de solfeo, a mandar currículums huérfanos de enseñanza superior, a ser pasantes del bufete familiar o a todas esas envidiables ocupaciones que disfrutaban antes de que su ingenuo idealismo les llevara por el camino equivocado.

Como no quisiera ser tachado de injusto y extremista, aclaro que el mensaje solo es para la cofradía de sollozantes. Aquellas y aquellos que sabían a lo que venían y no andan haciendo pucheritos por las esquinas —la mayoría, espero— siguen haciendo falta. Más, si cabe.

El ciclo de la ciénaga

Si hay algo que me sorprende es, justamente, que sigamos sorprendiéndonos. Bendita memoria de pez, que permite que nos hagamos de nuevas cada vez que vemos al otro lado del acuario lo que hemos contemplado mil y cien veces. La corrupción política, por ejemplo. La respiramos cada día sin mutar el gesto ni albergar la menor gana de montar un buen pollo hasta que en los titulares, que no son nada inocentes, caen cuatro gotas más de lo habitual y nos da por pensar que una de ellas es la que colmará el vaso. Se eleva entonces el tono de las tertulias y de las conversaciones junto a la máquina de café, suben también los niveles de vinagre en sangre, se clama al cielo, se jura en arameo y luego… nada. Cada mochuelo retorna a su olivo, es decir a sus propias apreturas de zapato, que también incluyen la marcha de nuestro equipo en la liga o ese viral tan simpático que rula por internet. Los mangantes, que además de eso, son contumaces y metódicos, pliegan el paraguas y vuelven a sus quehaceres cotidianos, o sea, a afanar. Primero con la precaución del que acaba de librarse de una de órdago, pero enseguida con la velocidad de crucero habitual. Es el ciclo de la vida en la ciénaga sucediéndose a sí mismo infinitamente.

Según el obispo Munilla en su muy recomendable homilía del día de San Sebastián (sí, eso he escrito; no es una errata ni un sarcasmo), lo que acabo de exponer me incluiría entre los que, sintiéndose impotentes en medio de la avalancha de lodo, se han refugiado en el cinismo. Bien quisiera militar en una postura de más provecho. La que él propone después de un diagnóstico —insisto— brillante es confiarse a Dios, lo que no deja de tener un punto incluso mayor de derrotismo porque supone el reconocimiento implícito de que ya no queda nada humano por hacer. ¿Habrá alguna alternativa intermedia y viable? Si los lectores la conocen, se gratificará. Así en la tierra como en el cielo.

Nunca pasa nada

Abandonemos toda esperanza. Esta vez también pasará lo de siempre, es decir, nada. Como muchísimo, el PP soltará de la mano al tal Bárcenas y lo dejará caer solo al precipicio, tratando de hacernos olvidar —y tal vez consiguiéndolo— que hasta la fecha lo ha defendido con atroz numantinismo. Ya lo estoy viendo. Lo venderá de tal modo que incluso dé la impresión de que actúa impulsado por la más firme de las determinaciones. Más aún: se presentará como doliente y decepcionada víctima de la confianza depositada en una persona que nadie hubiera dicho que pudiera salir tan malvada. ¿Que un día Rajoy soltó con gesto grave y solemne que jamás de los jamases se llegaría a probar la culpabilidad de su extesorero? ¿Que anteayer como quien dice María Dolores de Cospedal se hacía la digna jurando, o sea, perjurando, que dimitiría sin pensárselo dos veces si apareciera en Suiza una cuenta de algún pez gordo de su partido? También de eso tenemos costumbre. Esas piezas quedarán a beneficio de hemeroteca para que nos las pasemos escandalizados por Twitter y nos encabronemos un poquito más. Consecuencias, cero.

Y tampoco llegará a ningún sitio lo del casuplón comprado a tocateja y en gris oscuro en Estepona por el presidente de la Comunidad de Madrid. Ni lo de la esposa del antedicho, contratada generosamente por la patronal madrileña para unos bisnes en Bruselas. Ni el fichaje del polienmarronado Rodrigo Rato y Figaredo por la misma Telefónica que ayudó a privatizar cuando llevaba cartera de ministro. Ni lo del indulto firmado por Ruiz-Gallardón al tipejo representado por la firma de abogados que le paga al hijo del antiguo progresista disfrazado. Ni siquiera el fisgoneo indecente del despacho de Esquerra Unida en la Diputación provincial de Valencia en que fue descubierta una insigne señoría pepera que dijo estar comprobando si habían pasado los servicios de limpieza. Nunca pasa nada. Nunca.

Desafección

El Gobierno español tiene un plan para frenar la desafección de la sociedad hacia la llamada clase política, menuda denominación tan reveladora, por cierto. Bueno, en realidad este lo está preparando. Es decir, ha mandado a unos propios con traje, pluma de oro y foto de la familia en la mesa del despacho que le vayan dando una pensada a la cuestión. Luego, si eso, ya se verá qué hacer. O qué no hacer, que suele ser la opción más viable. La cosa es que la vicepresidenta tenga un comodín por si en la rueda de prensa de los viernes se levanta una mano intempestiva a preguntarle qué opina del enésimo barómetro del CIS en que los sufridos ciudadanos echan sapos y culebras sobre sus representantes. La interpelada podrá poner entonces ese mohín de gravedad que cada vez le sale mejor y parafrasear al gran líder, si bien con acento mesetario, que tiene menos gracia: estamos trabajando en ello.

La parte elíptica del mensaje es que el trabajo, si llega a concluirse —esa es otra—, acabará en la misma papelera que los mil códigos de buen gobierno y pamplinas del pelo que se han ido evacuando en los últimos años. De hecho, la elaboración y la difusión con pompa y circunstancia de estos prontuarios de magníficas intenciones no son sino ingredientes de la descomunal engañifa. Palabrería hueca cuya única utilidad es la paradójica: todo lo que se jura que no se va a hacer es, a la hora de la verdad, el catálogo de las fechorías que se perpetran con total impunidad y a la vista pública.

Si es posible a estas alturas restaurar la confianza en los políticos, extremo que dudo, no será mediante planes o declaraciones de buenos propósitos condenados al incumplimiento. Ni siquiera con leyes de Transparencia como esa que sestea en el cajón desde que fuera anunciada por la propia Soraya SS hace un año. Obras son amores. Volveremos a creer cuando nos demuestren que son dignos de crédito. Pero con hechos.

Geometría variable y tal

A nadie le deberían crujir las mandíbulas ni llevárselo los demonios por el acuerdo sobre el presupuesto de Gipuzkoa que han alcanzado Bildu y el PSE. Es la sencilla aplicación del catón político. Dos y dos son cuatro, pero tres y dos son cinco. Gana la suma mayor. Se rubrica, se lleva al pleno y de ahí va directo al Boletín Oficial para que surta efecto. De eso va la tan mentada madurez democrática que se saca a pastar en los discursos con el traje de bonito. Mañana o pasado se vuelven a barajar las cartas y dependiendo de qué esté en juego o por dónde le dé el aire a cada cual, se cambian las parejas de baile para aprobar esto, lo otro o lo de más allá. La rica combinatoria que salió de las urnas tanto en el territorio como en el conjunto de la demarcación autonómica de Vasconia da mucho de sí. Geometría variable le pusieron de nombre los politólogos finos a este Tetris, y así se anuncia, se enuncia y hasta se cacarea… cuando el resultado es el que conviene a los intereses de los firmantes.

En efecto, mi almibarada y cándida introducción tenía gato encerrado. Lo expuesto iría a misa si se aceptara de idéntico grado independientemente de quiénes han juntado sus melocotones y sus manzanas. Y esto va por todos. No puede ser que el PNV se enfade porque el PSE alcance con Bildu el mismo pacto que suscribieron los jeltzales hace un año. De igual modo, canta lo suyo que los socialistas lleguen tan pichis a un arreglo muy parecido al que les ha servido como percha para pasarse doce meses diciendo que Garitano tiene paralizada Gipuzkoa porque se lo consiente el PNV. Por lo que toca a Bildu, con dos presupuestos consecutivos aprobados, deja de servir como excusa y lloriqueo que la oposición se la tiene jurada y le bloquea todo el rato sin parar. En cuanto al PP, antes de ir de outsider y campeón de la coherencia, que piense, por ejemplo, con quién ha convenido los futuros peajes.