Siguen los ataques

Vamos ya para quince días seguidos de ataques a locales políticos, un domicilio particular y algún que otro objetivo. Salimos a una media de dos por noche, e incluso podemos añadir alguno a plena luz del día, como en el que se vivió en una unidad de Lurraldebus la semana pasada. Al primer bote, tanta reiteración y con semejante distancia geográfica da para reflexionar si estamos de verdad ante cuatro nostálgicos o nos enfrentamos a algo más organizado y con respaldo más numeroso. Inquieta cualquiera de las dos opciones. Si es la primera, porque un grupúsculo de chalados sea capaz de provocar estragos en puntos bien distantes con total impunidad. Si es la segunda, por razones obvias: echando mano de una palabra de uso extendido estos días, el rebrote va más allá de la anécdota.

Con todo, lo más terrible a la par que ilustrativo es la falta de rechazo contundente de la autotitulada izquierda soberanista. A fuer de ser sincero, no negaré que he escuchado a varios miembros destacados de EH Bildu expresando su reprobación. Casualidad, añado a continuación, que ninguno de ellos pertenezca a Sortu. De hecho, el máximo responsable del partido troncal y ampliamente mayoritario de la coalición ha regresado a la vieja y rancia letanía de la negativa a entrar en la rueda de las condenas estériles. Pues eso.

No querer ver

No hay novedad, señora baronesa. Solo pasó que un rayo cayó anoche y del palacio hizo un solar. Por lo demás, no hay novedad. Cuánto parecido entre la cancioneta de los cuarenta y cincuenta del siglo pasado y cada uno de los informes que nos despacha regularmente el autotitulado Observatorio Vasco de la Inmigración, Ikuspegi. La última entrega, que hace ya la docena, bate su propio récord, no se sabe si de templanza de gaitas, de silbidos a la vía, de esas buenas intenciones que alicatan hasta el techo el infierno o, directamente, de negación de la realidad. Ni entro en la posible tomadura de pelo a los paganos últimos de los estudios —los y las contribuyentes de la CAV—, que son, de propina, los mismos sujetos de evaluación.

Pero tranquilos todos, que progresamos adecuadamente. “La actitud de la sociedad vasca hacia la inmigración mantiene su tendencia a la mejoría”, se albriciaban, matiz arriba o abajo, los titulares sobre el asunto. Luego, en la letra un poco menor se dejaba caer que en realidad se apreciaba un deterioro respecto al barómetro anterior. Y a modo de edulcorante, se mentaba una entelequia llamada Índice de Tolerancia a la Inmigración —cuñao el que ponga en duda que puede medirse tal cosa, apuéstense algo— que nos situaba en 58,48 sobre 100. Para redondear el placebo demoscópico, se añadía que solo un 2,4 por ciento de los preguntados mencionan espontáneamente la cuestión como primer problema.

Dejaré de lado lo que delata la alusión al problema por parte de los observadores, y preguntaré al aire o a quien corresponda qué sentido tiene engañarse en el diagnóstico de algo tan serio.

Es lo que hay

Somos el borracho del chiste aporreando la farola porque arriba hay luz. Reclamamos a grito pelado un desmarque contundente, unas frases inequívocas de rechazo, hasta una condena sin paliativos, no me jorobes. Qué ingenuos sin cura. Como si no tuviéramos cotizados los suficientes quinquenios clamando en el desierto. Como si no nos supiéramos de memoria el manual estomagante del sí pero no. Como si no conociéramos —¡joder!— el percal y con quién nos jugamos la mandanga esta de la convivencia.

Y muy bien, nuestro natural iluso nos confundió con la música de violines del nuevo tiempo, los acuerdos entre diferentes, el borrón y cuenta nueva, la transversalidad a todo trapo o el tú chupa, que yo te aviso. Quizá hasta fuera bonito mientras duró, pero seguramente ha llegado el momento de desempolvar el realismo, respirar profundamente y asumir que esto es lo que hay. Se da la desgraciada circunstancia de que una cierta cantidad (y no pequeña, ¡ay!) de nuestros prójimos están convencidos de que es del todo legítimo utilizar la violencia en el grado que sea necesario o les salga de la entrepierna. Ahí entra desde mandar a criar malvas al que estorba, práctica momentáneamente desechada por ineficaz, al repertorio completo de métodos de intimidación al uso.

La parte positiva de tan desalentadora descripción del paisaje en que nos toca movernos es que hay sobradas pruebas de que es abrumadoramente mayoritaria la parte de la sociedad que, independientemente de siglas e ideologías, rechaza sin ambages tales actitudes. Tenerlo muy claro y obrar en consecuencia será el antídoto más efectivo contra el desánimo.

Ni en Iruña ni en Leioa

Lo de los episodios violentos de vuelta a nuestras calles empieza a parecerse a la corrupción del PP. Demasiados y demasiado seguidos para que cuele que son casos aislados. Y qué despiste monumental, por cierto, en cuanto a las repulsas, los rechazos y las condenas. Hasta donde llevamos visto, no es lo mismo en qué lugar se producen ni a quién hacen la faena. Qué diferencia entre el inmenso cabreo que parecieron suscitar los altercados del Casco Viejo de Iruña con los condescendientes silbidos a la vía que han seguido a los enésimos estragos causados por la alegre chavalada en instalaciones de la Universidad del País Vasco. Es gracioso, o más bien, simplemente revelador, que los que nos abrasan con sus martingalas sobre la defensa de lo público se muestren tan poco exigentes cuando unos niñatos que malamente aprobarían la ESO se cargan material de uso común que nos sale muy caro.

Están de más las medias tintas, las inercias y las holgazanerías justificatorias que contienen la expresión “pero es que”. La contundencia en la denuncia no tendría que dejar lugar a dudas. Lo explicaba muy bien Xabier Lapitz el otro día. El fin de estos grupúsculos que, pese a su supuesta pequeñez, tanto relieve están adquiriendo, es situar al grueso de la Izquierda Abertzale frente a sus contradicciones. ¿Lo están consiguiendo?

Si en Iruña se vio muy claro que, en una curiosa pero no sorprendente comunión de intereses, los camorristas importados estaban haciendo inmensamente felices a los adalides del viejo régimen, debemos aplicar la misma lógica al resto de incidentes. Y, ojo, no solo por motivos tácticos sino éticos.

Tamborrazo

Desde el otro lado de la A-8 asisto pasmado al espectáculo del Tamborrazo finalmente desierto. Cualquiera diría que hay una cepa resistente del pernicioso virus de la capitalidad cultural europea teóricamente pasada.

Confieso no entender del todo, aun respetándolos profundamente, los usos y costumbres de la ciudad, especialmente en lo que toca a su fiesta grande. Llego o creo llegar, sin embargo, a la importancia simbólica de la distinción principal. Se comprende, incluso, que la decisión suscite cierta discrepancia. Salvo cuando recaen en la media docena de comodines habituales —que lo son por su genialidad indiscutible o su inanidad absoluta—, los premios no arrastran grandes unanimidades. Pero con la elección de Àngels Barceló se rompieron, o eso parece, todos los registros.

Un segundo después de la comunicación inicial se instaló, dentro y fuera de Donostia, una corriente de estupor que dio paso inmediato a una plural expresión de rechazo. Ojo, no exactamente a Àngels, contra la que nadie tiene nada personal ni profesional, y que ha acabado siendo víctima del esperpento. Simplemente, no entraba en cabezas de distintas tallas y pelajes el motivo de la designación. Resultaba caprichosa, máxime cuando se conocía una larga lista de personas que acreditan largamente los requisitos, amén de ser figuras sobre las que se diría que cosecharían un amplio consenso.

Me dice un amigo, siempre dispuesto a ver el lado bueno de las cosas, que la rectificación en el pleno implica la victoria de la ciudadanía porque se ha escuchado la voz de la calle. Podría ser, pero  seguro que hay formas mejores de hacerlo.

Retórica de la condena

La condena va camino de convertirse, si no lo es ya, en género literario. Y de propina, en fiel autorretrato de quien la avienta. Incluso utilizando fórmulas de plantilla, por entre las rendijas de los tópicos quedan a la vista las nada lustrosas verdaderas intenciones.

Lo acabamos de ver en las jaculatorias que han seguido al brutal puñetazo que recibió Mariano Rajoy anteayer en Pontevedra. Salvo en contadísimos casos, la repulsa ha ido acompañada, como las galletitas de la suerte, de un mensaje personalizado y, desde luego, nada inocente. Empezando, claro, por los propagados por las huestes del agredido, que buena prisa se dieron en adosar a la reprobación un dedo señalando a todos en general y a Pedro Sánchez —pobriño— en particular. Curiosamente, los aludidos se daban por tales, y tras la frase de repudio de rigor (o antes, según los casos) dejaban caer que ellos no tenían nada que ver.

Un par de corcheas y de rizos rizados más arriba, debemos contar los lamentos con olor a disculpa, cuando no a celebración. De entre las decenas de ejemplos, quizá el más flagrante sea el tuit del eurodiputado Florent Marcellesi —siento mucho que haya sido él—, que terminaba diciendo: “¡Eso sí, la hostia hay que dársela el domingo en las urnas!”. Y a partir de ahí, barra libre para los que farfullaban que vale, que el trompazo tuvo que doler, pero que para dañinas, las medidas del gobierno del PP. Fuera de concurso, los que, calculadora en mano, execraban del soplamocos única y exclusivamente por los posibles votos de más que podría recibir el que lo encajó. ¿Deslegitimar la violencia? Qué risa más triste.

Canon condenatorio

Tienen toda la razón los dirigentes de los distintos partidos de EH Bildu cuando manifiestan su hastío y su cabreo por la insistencia en exigirles rechazos que ya han expresado. Antes incluso que las declaraciones de repulsa de otras siglas, nos llegó el comunicado en que se dejaba claro que la quema intencionada de ocho autobuses en una cochera de Derio estaba fuera de la estrategia actual de la izquierda abertzale. ¿Demasiado escueto, frío, falto de contundencia? Siendo de los que piensa algo parecido, añado inmediatamente que eso son ya interpretaciones personales. Del mismo modo, podrían antojársenos excesivas, ampulosas o hechas para la galería las filípicas biliosas que se acercan más al estándar en materia de condenas.

Quizá, de hecho, uno de los problemas esté ahí: se ha establecido una especie de canon reprobatorio, y todo lo que quede por debajo de la intensidad dialéctica señalada no computa como muestra de desmarque y/o repudio. Y menos, claro, si viene del ámbito ideológico concreto al que se refieren estas líneas. Se sostendrá que hay bibliografía presentada que avala el recelo, y no es incierto. Pero ya que estos días hemos estado ensalzando el valor casi terapéutico de la autocrítica, podríamos aplicarnos el cuento y reconocer que en más de dos ocasiones y en más de tres, al soberanismo radical —ando espeso para los sinónimos, perdón— se le reclaman comportamientos que no son de actores políticos responsables sino de penitentes con flagelo de ocho colas. Sería cuestión de preguntarnos si, una vez, no hemos elegido dejarnos llevar por la cómoda pero absolutamente inútil inercia.