Humanidad ausente

Rodolfo Ares, hace un año y seis días: “Este consejero que les habla tiene el firme compromiso de esclarecer los graves incidentes producidos el [día] 5 en Bilbao, llegando hasta el fondo, cueste lo que cueste”. Palabras pronunciadas, por supuesto, con la debida solemnidad y el gesto adusto de rigor. Pura cháchara oficialoide y desalmada al extremo de referirse a una muerte como “graves incidentes”, tal que si se tratara de media docena de cajeros reventados o un puñado de lunas rotas. Más allá del infame eufemismo, en la misma comparecencia, y cuando ya era un clamor incontestable que lo que acabó con la vida de Iñigo Cabacas fue una pelota de goma, no evitó la tentación de adornarse con el mendaz despeje a córner: “Todas las hipótesis permanecen abiertas”.

Estaba mintiendo y era plenamente consciente de ello. Si en aquel instante era una intuición apoyada en lo que ya se sabía y en los abundantes antecedentes del personaje, hoy es un hecho constatable por tierra, mar y aire. Para cuando se puso ante los focos ya debía de hacer tiempo que conocía el contenido de las grabaciones que nos han helado la sangre. Me pregunto, en primer lugar, si en él provocaron el mismo eclipse emocional que en cualquiera con dos gramos de sensibilidad o si todo lo que se le pasó por la cabeza fue que aquello había que taparlo como fuera. Sé que más adelante declaró que aquellos fueron los peores días de su paso por Interior, pero sus hechos contantes y sonantes hacen pensar que en la disyuntiva entre lo humano o lo político, optó sin dudarlo por aparcar los sentimientos y dar único curso a la epidermis de hormigón.

Ayer mismo, un Rodolfo Ares por el que sí pasan los años y seguramente también las circunstancias vitales, tuvo la oportunidad de reconocer que no obró del modo adecuado y, tal vez, de decir que lo sentía. Prefirió seguir en una huida hacia adelante que ha de terminar antes o después.

Ciaboga

Cabalgaban a galope tendido (vale, trote cochinero) las tropas contencionistas del adelantado Don Francisco, batiendo el aire vascón con su desgarrador bramido —¡raca-raca, raca-raca!—, cuando los cielos se abrieron y de ellos descendió un rayo escocés que al tocar tierra se convirtió en urna. En el mismo instante en que los valerosos hidalgos de la unción bi-tricolor se aprestaban a pasar por sus aceros a la enésima bestia secesionista que Belcebú había puesto en su camino, los detuvo a puro grito un heraldo llegado de los cuarteles de invierno de Patxinia.

—Órdenes nuevas. —informó a los confundidos y decepcionados combatientes— Por lo visto, los augures que leen los posos de las encuestas y la bilis de los votantes dicen ahora que con todo ese rollo de los diques y los muros, vamos de culo. ¡Volvemos a ser vasquistas! Por lo menos, hasta el domingo por la noche. Cuando termine el recuento, ya dirá Don Rodolfo si nos toca vestirnos de abertzales o de transversales. Tened los dos trajes preparados, por si acaso. El de frentistas, no, que esta vez no sumamos ni de coña.

—Entonces, ¿qué hacemos con esa? —preguntó uno de los avinagrados soldados señalando la urna envuelta en la cruz de San Andrés— ¡No podemos dejarla sin castigo! ¿No ves que es la viva imagen de Urkullu con falda de cuadros y gaita al hombro? ¡Seguro que lleva tatuada en la nalga la marca de la pepsicola!

—Ya lo sé. —contestó el mensajero— Y si te descuidas, un mensaje de Arnaldo grabado de extranjis en la cárcel esa que parece un photocall, pero ya os he dicho cuáles son las consignas. Si no lo creéis, aquí tenéis la prueba.

Según lo decía, desplegó una página del diario de confianza donde se leía: “El Gobierno vasco pone a Escocia como ejemplo para hacer el referéndum”. Y debajo: “López defiende un referéndum si es previo acuerdo”.

—Joder, pues era verdad. —se oyó una voz— Otra vez vasquistas. Qué sinvivir…

Ares se va

Tal vez se soñaba uno de esos jugadores a los que sustituyen cinco minutos antes del final del partido para recibir la ovación del público. O un actor haciendo el mutis triunfal a media escena de caer el telón. La cosa es que se ha parecido más a la “Tocata y fuga de Lolita” —casposa película española de semidestape de los 70, por si no caen— o a escaqueo modelo Capitán Schettino, porque a ver a quién le apetece ser el que dentro de menos de dos meses anuncie desde el centro oficial de datos de Lakua que su partido ha sido corrido a papeletazos. Un marrón del que se libra.

En perfecta sintonía con lo que ha sido su gestión, Rodolfo Ares se va tarde y mal. Él dice, ya que no podía hacerlo su abuela, que le acompaña la satisfacción del deber cumplido [risas enlatadas] y que su decisión —atentos, que esta es buena— obedece a razones éticas. En todo caso, serían héticas, con hache, que como nos enseñó Cervantes, significa raquíticas o, más llanamente, esmirriadas. Si algo sabemos del personaje es que no hay condicionante ni remotamente moral que lo desvíe jamás de su trayectoria. Mejor estar al lado que en medio. Allá por donde pasa nacen clubs de damnificados que podrían llenar el Madison Square Garden… si se atrevieran.

Ahí le hemos dado, porque los mismos que me llamarán sectario cabrón por escribir esto viven en la zozobra constante de no disgustar al ganador de todos los congresos de su partido. Lo temen tanto como lo maldicen por lo bajini. Del mismo modo, los que lo ponen a parir desde el resto de las siglas es a él al primero que telefonean cuando surge en lontananza un trabajo de fontanería fina. Da igual que sea para hacer una ñapa en Loiola, soldar una santa alianza antiabertzale o montar un desagüe transversal por donde vayan los pelillos a la mar.

Como cada vez, Ares se va para seguir estando. ¿Alguien se acuerda de Iñigo Cabacas? Yo me declaro incapaz de olvidarlo.

Lo humano y lo político

Después de diez días sin publicar, le debo esta columna de vuelta a Iñigo Cabacas Liceranzu. Creía, de hecho, que ya la había escrito doce o quince veces en mi cabeza, pero ahora, al sentarme frente al teclado, compruebo que todas las certezas que iba apuntando mentalmente se han ido diluyendo, quedando viejas o perdiendo sentido incluso para mí, que una vez las di por buenas. Me queda tan solo una de las primeras ideas que me asaltó al conocer la noticia y fue haciéndose fuerte según sorteaba la torrentera de declaraciones y contradeclaraciones: hemos perdido la capacidad de hacer una lectura pura y simplemente humana de la muerte.

La de Iñigo, perdón por la insultante obviedad, ha sido la de una persona. Luego entran las circunstancias, que la hacen más dolorosa y difícil de digerir, si cabe. No hay mucho que añadir sobre ellas. Más allá de las versiones oficiales y oficiosas, estoy seguro de que todos nos hemos trasladado imaginariamente a ese callejón donde la fiesta se convirtió en la tragedia que nunca deja de rondarla. Tengo la impresión de que no nos damos cuenta de que lo extraordinario, lo casi milagroso, es que no ocurra con más frecuencia.

¿No somos capaces de reflexionar abierta y sinceramente sobre esta realidad y cómo cambiarla sin vencer la tentación de arrimar el ascua a nuestra sardina política? Tal parece, a juzgar por lo que hemos tenido que ver y escuchar durante esta semana larga. ¿Alguien esperaba en serio que Ares dimitiera? Y en el remotísimo caso de que lo hubiera hecho, ¿era ese el justiprecio por una vida? Está claro que no, como también lo está que para el consejero no era eso, lo más primario, lo que estaba sobre el tapete teñido de sangre. Como ha demostrado con sus despejes a córner, sus medias verdades y sus contraataques de manual de comunicación, este ha sido sólo otro asunto incómodo más de tantos con los que su cargo le hace lidiar.

Sin vuelta atrás

Resulta gracioso, además de altamente ilustrativo, que los términos ‘proetarra’, ‘filoterrorista’ y otros similares se hayan dado la vuelta y ahora calcen como un guante sobre quienes los acuñaron y los utilizan en una de cada dos frases. Les delata su entusiasmo. Mientras por acá arriba escribimos con lugar a pocas dudas el certificado de defunción de la banda, los que de verdad han vivido del momio de la serpiente se empeñan en difundir Ebro abajo la especie de que seguimos en los años del plomo. Es triste, pero tan o más revelador que lo anterior, que también Ebro arriba haya tres o cuatro burladores habituales de su escolta que, cuando les ponen un micrófono delante, dan a entender que estamos en el Beirut de 1976.
Para unos y para otros moldeadores de la realidad a su gusto el mantra justificador es idéntico: “ETA todavía no se ha disuelto ni ha devuelto las armas”. Apenas se les nota al recitarlo que desean con todo su ser que eso jamás ocurra porque tendrían que buscarse otra excusa para alimentar sus discursos cerriles y, de paso, seguir chupando de la piragua. Pues van a tener que ir haciéndose a la idea de que su negocio ha entrado en liquidación por cese definitivo.
Es cierto que, como han constatado los verificadores y cualquiera imaginaba sin necesidad de llegarse hasta los cuarteles de retiro, las pistolas y los explosivos siguen en sus manos. Los desarmes no se hacen de un rato para otro y menos, como ocurre en este caso, cuando enfrente hay un gobierno recién estrenado que, para colmo, tiene una economía hecha unos zorros que atender. Nadie espera que el material aparezca una buena mañana depositado en un garbigune. Pero tampoco entra en los cálculos que vaya a ser utilizado de nuevo. ¿O es que Ares y el propio ministro Fernández Díaz juegan a la ruleta rusa cuando reducen drásticamente los recursos y efectivos destinados a la protección de las personas amenazadas?

Exiliados

Por esas casualidades de la vida que seguramente no lo son, en los últimos días un político de acreditado oportunismo y tres o cuatro esparcidores de incienso constitucionalista (léase anti abertzale) han vuelto a remover con un zurriago el delicado caldero hirviente de los exiliados. Nadie mejor que ellos debería conocer el discreto y laboriosímo trabajo que está haciendo en este terreno desde hace varios meses el Gobierno Vasco. Sí, el de Patxi López y Rodolfo Ares, bendecido y sostenido por el PP, que cuando se lo propone y se confía a gentes que no usan anteojeras ideológicas, es capaz de hacer las cosas medianamente bien. Lástima que vengan a pisarle la manguera bomberos de su mismo retén.

No creo que haya nadie con dos dedos de frente y un gramo de corazón que niegue que la violencia de ETA expulsó de su tierra a muchísimas personas. Facilitar su vuelta y ayudarlas a comenzar de nuevo es un acto de justicia que, como tantas asignaturas que tenemos aún pendientes, debería implicarnos a todos. El diabólico problema que nos encontraremos (que, de hecho, ya se están encontrando los que han acometido la tarea de su identificación) es establecer su número, siquiera aproximado. Las cifras que se manejan se quedan estratosféricamente lejos de los doscientos mil acuñados por Fernando Savater y luego recrecidos hasta el doble por él mismo y otros mariachis de la hipérbole malintencionada.

Salvo que haya alguna intención de ocultarnos los datos, ese pútrido mito está a punto de saltar por los aires y caer hecho pedazos sobre sus zafios inventores y difusores. ¿Por qué en esas columnas y en esas soflamas que mentaba al principio siguen blandiendo la cifra mágica? ¿Por qué continuar alimentando una mentira que, si siempre fue increíble, ahora además va a ser desenmascarada con pelos y señales? Simplemente, porque la verdad y cualquier cosa que se le parezca les importa un carajo.

Normalidad a pedales

Los símbolos los carga el diablo. No debería haber nada de particular en el hecho de que por un país de gran tradición y afición txirrindulari se disputen un par de etapas de una de las tres vueltas ciclistas más importantes del mundo. Pero no nos engañemos: lo hay, y eso es algo que saben con idéntica certeza tanto los que se oponen al paso de la ronda hispana por nuestras carreteras como quienes han procurado su retorno. Y ahí, precisamente, está el pecado original.

Somos muy mayorcitos para que nos vendan según qué burras. Cuando la santa alianza que tomó Lakua al asalto aritmético decidió reclamar de nuevo la presencia de la Vuelta a España, en lo último que pensó fue en que se trataba de una competición deportiva. Es más: sin rubor y con esa cara de “ahora mando yo” que aún no se les ha quitado a los recambiadores acelerados, se presentó la determinación como una herramienta -¿o era arma?- para la normalización. En eso tampoco nos timan, porque todos sabemos que no hay anormalidad mayor que la normalidad impuesta.

La cosa es que no fue suficiente con eso. Si hacemos memoria, recordaremos que el anuncio traía en el mismo pack la solicitud de que las selecciones españolas de lo que fuera (el gran sueño era traer la llamada Roja a San Mamés o Anoeta) vinieran a hacer bolos pedagógicos a estas tierras mayoritariamente refractarias a lo rojigualdo. No había nada inocente en esa medida que fue, qué casualidad, de las primeras que nos calzó un gobierno que, a falta de capacidad de acuerdo para otras cosas más urgentes, usó como argamasa lo patriotero.

Y como prueba del nueve por si quedaban dudas, la Guardia Civil volviendo como Terminator al lugar de autos por capricho de su excelencia Rodolfo Ares Taboada. Hace falta rostro para pedir, con esos antecedentes, que no se politice la presencia de una competición que no regresa a estos parajes por ser “Vuelta”, sino por ser “a España”.