Venga, sigamos con el amanecer zombi de la señorita Pepis que nos hemos sacado de la sobaquera. Hagamos un hombrecito a Abascal, ese mindundi resentido y ególatra al que un excolega de militancia pepera me describió, cuando todavía compartía con él bancada en el Parlamento Vasco, como un tonto con balcones a la calle. Démosle más minutos de gloria con acompañamiento de mesado de cabellos y gestos de infinita preocupación, que con un poco de suerte, en vez del par de escañitos que le vaticinan las encuestas acojonapardillos, conseguiremos que sean cuatro o cinco.
Todo, claro, con tal de no entrar en la incomodísima reflexión a calzón quitado sobre lo que hace crecer y multiplicarse por todo el mundo adelante —véase Brasil como ejemplo más reciente— movimientos que no se paran en barras ni en decimales.
¿De verdad hay tanto fascista desorejado en el mundo? Servidor, con su olfato de andar casa, diría que más bien no. El número de auténticos cenutrios ultraderechistas de cabeza cuadrada y vacía no creo que haya variado demasiado a lo largo del tiempo. Atendiendo a la teoría del Hay gente pa tó de aquel torero, siempre habrá unos cuantos, igual que seguidores de Pitingo o consumidores de Bitter Cinzano. Esos no deberían preocuparnos. Quienes sí opino humildemente que merecen una consideración son las legiones de personas que, no ya solo olvidadas sino groseramente insultadas por los partidos en los que venían confiando —mayormente, pro-gre-sis-tas—, no han encontrado mejor válvula de escape para su cabreo infinito que la que le ofrecen los que, por lo menos, no les niegan que les pasa lo que dicen que les pasa.