No soy precisamente conocido por mi espíritu optimista, pero por alguna razón, albergo la esperanza de que este reventón de positivos que nos tiene acongojados no tendrá repercusiones terroríficas en los hospitales ni en el cómputo de fallecidos. Me consta que necesitamos por lo menos diez días para empezar a comprobar si será así y contendré la respiración hasta ese instante. De momento —insisto en que no parezco yo mismo— hago espeleología más allá de los escandalosos datos de nuevos contagios diarios e incidencias y encuentro detalles que merecen subrayarse en positivo. Por ejemplo, la cifra de fallecimientos. En la CAV llevamos tres días sin contabilizar ninguno, y en Nafarroa hubo uno ayer, después de varias jornadas en blanco. En el conjunto del Estado, incluso aquellos lugares donde la gráfica de nuevos casos es vertical, los decesos son testimoniales. También los ingresos se mantienen estables tanto en planta como en UCI. Y si miramos por edades las incidencias, vemos que las franjas que van desde los 40 a los 90 años se sitúan entre lo razonable y lo escasamente preocupante. Y aquí no hace falta ningún título de epidemiología o virología para comprender el motivo: las vacunas se están mostrando efectivas y, pese a la larga sucesión de errores cometidos en la gestión de la inmunización, nos podemos dar con un canto en los dientes. Otra cosa es que todavía tengamos por delante un largo camino lleno de incertidumbres y de sustos. Pero igual que no conviene echar las campanas al vuelo demasiado pronto cuando los números pintan bien, tampoco hay que pasarse de fatalista cuando se dan la vuelta de nuevo.
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Sánchez hace la estatua
Se había quedado el fin de semana niquelado para una de esas pomposas comparecencias sabatinas o dominicales del señorito de Moncloa, pero en la hora en que tecleo, parece que no va a ser así. El caporal ha mandado a su chico colocado como candidato, el ya casi exministro Illa, a hacer una nueva exhibición de lo que mejor se le da, que es lo que, al fin, le hace tan buen cabeza de cartel: hablar mucho y no decir nada. Convirtiendo prácticamente en bella arte su divisa —ni una mala palabra, ni una buena acción—, el interino de sí mismo se pegó toda la rueda de prensa con el balón en el córner. Todo lo que llegó a medio anunciar, que es lo que ustedes habrán visto en los titulares, es que en un gesto de inconmensurable bondad, su benemérito gobierno quizá —pero solo quizá— se avenga a conceder graciosamente a las comunidades autónomas la facultad de adelantar el toque de queda.
¿Y si precisaran tomar otras medidas más drásticas? Ah, no, eso ya no. Da igual que la curva de contagios sea ya una pared vertical que diariamente pulveriza su propio registro, que las UCI estén a reventar o que vuelvan a morir personas por paletadas. Lo que impera, como viene ocurriendo desde el minuto cero de la pandemia, es el frío y desalmado cálculo de lo que conviene políticamente. Y esta vez toca hacer la estatua.
Los jueces nos salvarán
Qué esfuerzo más inútil, el de las administraciones públicas al pretender que la gestión de la pandemia se guíe por criterios sanitarios. Epidemiólogos, virólogos y demás profesionales de bata blanca están de más. Los que de verdad saben de esto son los de las togas y las puñetas. Y como muestra más reciente, la decisión del Tribunal Superior de Justicia de Madrid de tumbar el confinamiento de la Comunidad que había decretado el gobierno español alegando que vulnera derechos y libertades fundamentales. Cómo explicar, cómo contar a sus reverendísimas señorías que tales derechos y tales libertades te sirven de una mierda cuando estás muerto.
Y sí, me sé la letanía con que me vendrán incluso muchos de mis más apreciados amigos del mundo jurídico. Que las cosas no son tan sencillas, que entre Ayuso, Illa y Sánchez lo han puesto a huevo, que hay principios irrenunciables que deben prevalecer y bla, bla, requeteblá. A todo eso respondo que sí, que muy bien, que en el plano teórico o académico, esos adagios lucen un huevo. Pero explíquenselo a quien, en el mejor de los casos, se va a pasar dos meses entubado en una UCI porque unos tíos que viven en una realidad paralela pidieron que les sujetaran el cubata para dictaminar que las razones médicas son una coña marinera al lado de su infinita sapiencia.
Operación Contador
Algo huele a podrido en el giro copernicano que ha dado el caso Contador. De la noche a la mañana, Pedro J. Ramírez acoge en su regazo al candidato a casi seguro juguete roto, le quita la roña en dos o tres portadas de El Mundo con editorial adosado, lo presenta como mártir en el Marca (que también es suyo), le regala una presencia estelar en su canal de la TDT, y las afiladas lanzas se van volviendo inofensivas cañas. Hasta el presidente del Gobierno español y -para no ser menos- Mariano Rajoy claman públicamente por su inocencia y, como si no hubiera problemas más sangrantes, se explayan sobre la injusticia presuntamente cometida con el pedaleador. En esas llega la Federación española de ciclismo, se hace un puro con la sanción de dos años propuesta por la que creíamos todopoderosa UCI, y el de Pinto se vuelve a subir a la bici tan ricamente, previa nueva entrevista exclusiva en Cope, actual aliada mediática de su padrino con tirantes.
Querrán luego que no criminalicemos -también en este ámbito se emplea el dichoso verbo- el ciclismo y que confiemos con los ojos cerrados en la lucha de sus estamentos por la limpieza del deporte. Eso, los caciquillos (chupópteros, diría García) que viven como marajás de clásica en clásica y de criterium en criterium. Los otros, los políticos y los prohombres de la comunicación, pretenderán hacernos tragar que no ha habido trato de favor con el gladiador que con sus triunfos ha engordado el patrioterismo cañí. Habrían actuado igual con un pobre globero de los que quedan a siete horas en la general. Tararí. Nos han venido a decir, en realidad, que se pasan al Barón de Coubertain por la axila y que les importa media higa que las medallas que se cuelgan cual si ellos también hubieran subido el Tourmalet se hayan conseguido de forma más que sospechosa.
Que legalicen el dopaje
Después de esto, creo que la actitud más honesta sería legalizar y hasta promover el dopaje como sana práctica competitiva que, de propina, redundaría en beneficio del espectáculo. Además de ver a los txirridularis coronar los puertos como sputniks, cada media docena de etapas habría alguno que palmaría entre espasmos porque a su médico se le había ido la mano con la EPO. Y para el avituallamiento, claro, chuletones de Irun bien inyectados de clembuterol. Esto último, lo sé, no tiene ninguna gracia, pero no se me ocurre otra forma de no tomarme a la tremenda lo que los que han absuelto a Contador han dado por bueno: las carnicerías de por aquí arriba son como los coffeshops de Amsterdam.