Aunque Otegi hiciera el camino de Santiago descalzo y autodisciplinándose la espalda con una vara de avellano, los dueños del chiringuito victimil dirían que vaya puñetera birria de penitencia y que a otro perro con ese hueso. Pero no nos chupemos el dedo. Bastaría con que enarcara una ceja, se tocara el lóbulo de la oreja a la altura del pendiente o exhalara un suspiro para que su cada vez más acrítica claque prorrumpiera en vivas y corriera a contarle al mundo que cualquiera de esos gestos es el gesto.
Le ocurre a Arnaldo que la injusta y arbitraria condena que lo mantiene en el trullo de Logroño es solo uno de sus cautiverios. También es preso de sus palabras, de sus silencios, de su pasado y de las dos versiones de su leyenda, la que sostiene que es Belcebú nacido en Elgoibar y la que avienta que es el Mesías de la patria vasca liberada. No hay acción u omisión suya que se libre de interpretaciones, exégesis, titulares a mala leche o pifostios banderizos que se dirimen con las anteojeras bien prietas; y el que se haga a un lado, huevón equidistante.
Por eso me extraña tanto que, sabiendo que a cada coma que deja negro sobre blanco le harán la prueba del carbono 14 y un análisis de ADN, haya despachado en tres líneas de aliño una cuestión que merecería, mínimo, un capitulo escrito con una hora de yoga entre frase y frase. No sé, tal vez es que ha querido emular a James Joyce en la economía del lenguaje o, influido por un minimalismo ya demodé, ha pretendido ventilar el asunto en un haiku. O quizás era que buscaba —ahora se lleva mucho— que su pensamiento cupiera en un tuit.
Si ha sido algo así, la forma le ha descogorciado el fondo. Se salva el “lo siento de corazón” y se aprecian las “sinceras disculpas”, aun cuando suenen a pisotón involuntario en el metro. Pero lo que arruina todo es ese “Si” de arranque. El condicional o el potencial son para hipótesis, no para hechos ciertos.