Prohibido llorar

¡Vaya! Ahora resulta que también hay que pedir permiso para emocionarse o sentir congoja. Era lo que nos quedaba por ver en este totalitarismo cutresalchichero disfrazado de lo contrario: una reata de autoproclamados sumos sacerdotes abroncando al personal porque echa la lagrimita con lo que no debe. Por ejemplo, con las imágenes de la devastación en directo, segundo a segundo, de la catedral de Notre Dame. Qué atrevimiento insensato, el de los simplones mortales que contemplamos el avance del fuego sumidos en una impotencia entreverada de horror e incredulidad. Qué supina muestra de debilidad mental, contener la respiración ante la caída de la aguja central casi a cámara lenta.

“¡Son solo piedras, ignorantes!”, nos abroncaban, imbuidos de su gigantesca superioridad moral los guardianes de la rectitud, antes de rematar(nos) con una selección de catetadas demagógicas de su pobre repertorio. Que si no lloramos tanto por los inmigrantes que perecen en el Mediterráneo o por los centenares de miles de niños que mueren de hambre cada día en el mundo. Que si el incendio hubiera sido en una mezquita, nos importaría un rábano y/o lo estaríamos celebrando. O, en fin, que por qué no dejamos de derrochar energías en lamentar la pérdida de un símbolo de la opresión cristiana y de la turistificación gentrificadora y las dedicamos a luchar contra el perverso capitalismo, las tres(cientas) derechas, el cambio climático, el heteropatriarcado o lo que se vaya terciando. Lástima, es decir, suerte, que uno haya renovado el carné las veces suficientes como para que las melonadas de los partisanos de lance le importen una higa.

Lo que debe callarse

Otra de esas realidades incómodas que se tiende a ocultar. O a justificar cuando saltan los setecientos cerrojos impuestos por los tiranuelos que decretan lo que se puede y no se puede contar. Ya sé yo que tras estas líneas llegarán enojadísimas hidras de la moral correcta a gritar, quizá con otras palabras, que es que no se puede ir pidiendo guerra, que hay cosas que pasan y son imposibles de evitar o, como gran comodín, que peor es lo de los corruptos del PP. Me ocurrió cuando escribí sobre los miles de secuestros y violaciones continuadas de niñas en Rothertham o sobre las centenares de agresiones sexuales de Colonia, Hamburgo, Düsseldorf u otras ciudades alemanas.

Vacunado contra los que defienden la intolerancia en nombre —qué asco— de la tolerancia, vuelvo a citar a Marieme-Hélie Lucas, argelina y radicalmente feminista: “La izquierda postlaica tiene miedo de que la tachen de islamófoba”. También cito, porque es de justicia, al autor y medio que publican la noticia. Fue Enric González, nada sospechoso de racista machirulo, espero, quien daba cuenta el viernes en El Mundo de una denuncia firmada por más de 20.000 mujeres —en muy buena parte, musulmanas— que viven o trabajan en las inmediaciones del Boulevar de La Chapelle, en París. Cada día son sometidas a todo tipo de acosos físicos y verbales por parte de los varones que campan a sus anchas en el lugar. “Salope (puta) es lo más bonito que te gritan”, lamenta una de las mujeres que aportan su testimonio en el reportaje. ¿Y no ha habido consecuencias de la denuncia pública? Sí, sus firmantes han sido acusadas de ser del Frente Nacional.

Lo del clima, otra vez

“Represento al segundo país que más contamina. Asumiremos nuestras responsabilidades”, lloriqueó ayer Barack Obama en París, leyendo palabras escritas por si legión de asesores. Medio rato antes o medio después, no seguí muy bien la secuencia porque estas cosas me provocan una enorme pereza, Angela Merkel se atizó su ración de flagelo, en este caso, con un difuso propósito de enmienda incorporado: “Hemos contaminado mucho. Por tanto, debemos estar en la vanguardia de las energías limpias”. Imposible no imaginarse el tubo de escape de un Volkswagen… o de cualquier otra marca de las que (¿todavía?) no han pillado.

Les prometo que quisiera no ser escéptico. Y sé que muchos de ustedes están en las mismas. Pero me temo que tenemos las canas y las arrugas suficientes para acordarnos de Ginebra (1979), de Río de Janeiro (1992), de Kyoto (1997), de Johanesburgo (2002), de Bali (2007), de Copenhague (2009), de Durban (2011) y de las que me dejo por el medio. En cada una de ellas, con más o menos pompa y circunstancia, se ha ido repitiendo la coreografía que volverán a bailarnos en los próximos días. La secuencia es tal que así: descripción apocalíptica de la situación, concurso de golpes de pecho, hondas declaraciones de las mejores intenciones para el futuro, firma jacarandosa de un documento que incluirá plazos más bien lejanos y objetivos tirando difusos, y cuando nadie está mirando, incumplimiento, incumplimiento e incumplimiento. Pero no hemos de afligirnos porque siempre habrá un lugar del cada vez más castigado planeta dispuesto a acoger una nueva cumbre en la que volver a repetir la manida martingala.

Laicismo pero menos

Desde el viernes por la noche echo en falta a los adalides del laicismo. ¿Dónde diablos [perdón] andan esos y esas que encuentran en la religión el origen de todos los males, y me llevo una? Dejen, no contesten. Es solo una pregunta retórica, que además, contiene un error de enunciado. Porque no es la religión, sino una religión muy concreta, ya saben ustedes cuál. En el fondo, son en sí mismos el ateo del chiste que sostenía que no creía ni en Dios, que es el único y verdadero.

¿Se imaginan el calibre de las diatribas, el grosor de los cagüentales, si la matanza de París hubiera sido en nombre de la cruz? Menudo festín citando —y no seré yo quien diga que sin base — los miles de apuntes de la Biblia que hieden a odio y venganza o los incontables momentos históricos, algunos muy recientes, en que los llamados textos sagrados del catolicismo han servido de coartada para masacres e injusticias de todo tipo. Sin embargo, ante el Islam, cuyos libros —y no digamos ya la mayor parte de sus exégesis— contienen, como poco, las mismas mendrugadas sembradoras de cizaña, silencio sepulcral. Y eso, en el mejor de los casos, porque es aun más frecuente que los mismos que ven a Torquemada incluso en alguien tan razonable como el Papa Francisco, anden vendiendo que el Corán es lo más de lo más en igualdad y convivencia. Cómo será la cosa, que a pesar de lo clarito que hablan los asesinos en la reivindicación de la carnicería, hay una porción de la intelectualidá que está propalando la especie de que detrás de los 132 muertos y 300 heridos no está una visión religiosa sino la violencia masculina. Tal cual.

Esto es porque sí

“¡Ajajá! ¡Así que usted es de los que piensan que la solución a la violencia es más violencia, o sea, más bombas!”. Lamento pinchar ese globo, pero tampoco. Nada de lo escrito en mis anteriores columnas invita a pensar tal cosa. Bien es cierto que tampoco creo que la cosa se pare con “la grandeza de la Democracia”, como va diciendo campanudamente por ahí Pablo Iglesias, sabiendo, porque tonto no es, que la frase es de una vaciedad estomagante, amén de insultante para las víctimas. Ni mucho menos “con la unidad que derrotó a ETA”, que es la soplagaitez que se le ocurrió soltar a la luminaria de Occidente que en la pila bautismal recibió el nombre de Pedro Sánchez Pérez-Castejón.

¿Y cómo, entonces? Pues mucho me temo que ya andamos muy tarde. Todas esas coaliciones internacionales de venganza van a servir, como mucho, para bálsamo del orgullo herido, para marcar paquete y, lo peor, para acabar una vez más con la vida de miles de inocentes. Es probable que también de algunos malvados, pero, ¿merece la pena? Yo, que no soy más que un mindundi, digo que no.

Del mismo modo y con la misma falta de credenciales, añado que tampoco veo que solucione nada, más bien al contrario, declararse culpable, bajar la cabeza y liarse a proclamar que no hay que enfadar más a los criminales. Tantos doctorados, tantos sesudos artículos leídos y/o escritos, para que luego obviemos lo más básico: esto es porque sí. Es verdad que hay media docena de circunstancias que podrían servir como coartada, pero aunque no se dieran, salvo que nos queramos engañar a nosotros mismos, sabemos que estaríamos exactamente en las mismas.

Todos ‘cuñaos’

Antepenúltima hora: los asesinos de París son todos menos ellos mismos. Y mucho cuidado, porque sostener algo diferente o manifestar la menor objeción a la verdad verdadera nos degrada a la calaña de cuñados, que ahora mismo es el insulto número uno el hit parade modelnoide. De perdidos al río, empecemos señalando que la condición de hermano político es recíproca. Yo lo soy de otro que también lo es. Por lo demás, prefiere uno ser adscrito al cuñadismo ramplón que al ilustrado. Esos sí que tienen peligro, los listos de un abanico que va desde la lectura de medio artículo a la posesión de una cátedra en Historia Contempóranea, lo que acojona más.

Es ahora cuando con buena y no tan buena intención se me interpela sobre qué tiene de malo contextualizar y por qué en la columna del otro día lo asimilé a justificar. Que sea necesaria tal pregunta ya encierra una categoría, pero vaya por quienes interrogan de buena fe. Claro que es fantástico poner los hechos en su contexto, pero sin trampas al solitario. Hay quienes dicen ir a la raíz de los crímenes machistas, de la tortura en sede policial o de la guerra de 1936. Ustedes, yo y las piedrecillas del camino sabemos qué esconde cada uno de esos intentos y no los aceptaríamos.

Por otro lado, ¿se han planteado el brutal supremacismo blanquito y judeocristiano —de ahí viene también lo de la culpa chorra— que supone dar por hecho que los de nuestra tez y nuestras creencias (o falta de ellas) somos las únicas criaturas del orbe capaces de hacer el mal? Ya, no, como tampoco el hecho de que estos asesinatos son, entre otras mil cosas, profundamente racistas.

París, habrá más

¿Alguien recuerda las proclamas tras la penúltima matanza de París? La Democracia vencerá, el Estado de Derecho no se doblegará ante el terror, ni un paso atrás. Bla. Bla. Bla. Pero en cuanto se apagaron los ecos de las voces huecas y aquellas manifestaciones multitudinarias encabezadas por los másters del universo, incluidos señalados matarifes, se instaló el acojono. Meses de culo prieto aguardando la próxima carnicería. Porque nadie dudaba que llegaría. “Estamos más cerca del próximo atentado que del último”, hizo de siniestro profeta un responsable policial francés apenas horas antes de la acción combinada y planificada al milímetro que en el instante de escribir de estas líneas arroja el brutal saldo de 129 personas muertas y más de 200 heridas.

Y como cada vez, incluyendo las muchísimas que sabemos que vendrán, tras la explosión mortífera llegó la creativa. Brillantes iconografías de un corazón lloroso con los colores de la bandera francesa, la torre Eiffel tuneada en el otrora símbolo contracultural de la paz, el consabido ojo con el iris también en blanco, rojo y azul… A modo de guarnición, los eslóganes al uso, esos que valen para un roto y un descosido, probablemente tan sentidos por la mayoría de los que los enuncian como irrefutablemente falsos. ¿Todos somos París? Venga ya.
Pero claro, qué esperar del ciudadano de a pie, si a las autoridades lo primero que se les ocurre es cerrar las fronteras. ¡Jarca de imbéciles! Los autores de estos ataques, de los pasados y de los futuros están dentro desde hace muchísimo tiempo. Y no muy lejos, quienes contextualizan, o sea, jus-ti-fi-can sus crímenes.