Política de supervivencia

El Ezkerbatuagate alavés nos ha dejado con la ceja levantada y la boca de par en par por lo cutre y por lo osado. Es difícil decidir qué es lo que más llama la atención del episodio: la repugnante cloaca que destapa, el morro que gastaron los peticionarios de la luna o la autoconfianza en la impunidad que hay que tener para soltar un órdago de ese pelo sin pararse a pensar que podía ser descubierto.

Algo de todo eso hay, amén de un monumental desprecio por la ética, el juego limpio y, por descontado, por las 6.258 personas que creyeron estar votando una opción de izquierdas y avalaron, sin saberlo, el chiringuito de unos sacamantecas. Siendo eso así, y una vez la pituitaria se nos acostumbra al hedor, deberíamos quedarnos un rato más entre la mugre para discernir si estamos ante una triste excepción o, lo que es más desgraciado, en medio de una regla.

Quisiera verlo de otro modo, pero me temo que, efectivamente, es lo segundo. Si tenemos estómago para bucear entre la porquería accesoria y llegarnos a lo sustancial, nos encontraremos que la chabacana actuación buscaba algo tan pedestre como la supervivencia de un puñado de tipos que se habían quedado con una mano delante y otra detrás. Un juez benévolo podría apreciar, incluso, el atenuante de necesidad perentoria.

Si se cayó tan bajo, fue por procurarse un mendrugo (con foie) que llevarse a la boca. Miremos la política en su conjunto y comprobaremos que se ha convertido en un gran comedor de transeúntes para los que la ideología es una escudilla con la que recogen las migajas que les echen. Su sustento depende de figurar en unas listas o de estar a buenas con el dueño del aparato, que es quien tiene poder para hacer ministros, consejeros, jefes de gabinete o, aunque sea, bedeles. Y los que están ahí por auténtica vocación de servicio -que aún son mayoría- guardan un silencio cómplice. No se extrañen si los metemos en el mismo saco.

Fines contra principios

Ezker Batua puede decir que entregó la Diputación de Araba al PP porque a la fuerza ahorcan, porque una cosa es el lirili y otra el lerele, porque tenían que elegir entre susto o muerte, o porque, como cantaba Gardel, contra el destino nadie la talla. Lo que no cuela es que, después de haber quedado como Cagancho en Almagro, encima se venga arriba y nos suelte la milonga de la coherencia y de la democracia interna. En Extremadura tal vez era posible domesticar ese pulpo, pero por aquí arriba todos nos conocemos lo suficiente como para saber a qué altura de la nalga lleva cada quien la marca de nacimiento.

En ese sentido, el PNV tiene motivos para sentirse rabioso, pero no sorprendido. Antes de sentarse a la mesa, los jeltzales sabían mejor que nadie con quién se iban a echar la timba. No en vano, ya tuvieron en tiempo no muy lejano algún que otro duelo de ratón y elefante del que salieron aparentemente empatados sólo después de haber aflojado mucho más de lo que contaron los papeles. Es lo que tienen estas negociaciones: los titulares de prensa hablan de programas y principios, pero nadie se entera de los nada edificantes cromos que de verdad se han canjeado.

Aun así, toda norma tiene su excepción y es posible que esta vez sí lleguemos a captar de la misa algo más de la mitad. El escozor desata las lenguas con más eficacia que el orujo de hierbas, e Iñaki Gerenabarrena y Xabier Agirre ya han empezado a largar por esa boquita. Cuarenta colocaciones, un crédito de seiscientos mil leureles y otros trescientos mil de barra libre. Según los despechados dirigentes nacionalistas, ese era el precio. Lo del impuesto de patrimonio y demás vainas rojoides eran la manta zamorana para tapar el estraperlo.

Nos quedaremos sin saber si en la casa de la triunfante gaviota se han estirado más que en Sabin Etxea para que la formación que escogió -¡Ay, Dolores!- no morir de pie siga viviendo de rodillas.

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NOTA IMPORTANTE: La situación creada por la actuación de las junteras y las personas que participaron en la subasta de sus votos es tan perversa, que muy probablemente soy injusto al hablar en genérico de Ezker Batua. La respuesta a lo sucedido del coordinador general, Mikel Arana,  me parece digna de aplauso y lo deja fuera de esta diatriba. Es obvio que ni Mikel ni decenas de personas que siguen creyendo en una izquierda transformadora y honrada tienen la culpa del bochornoso espectáculo. Son, de hecho, quienes más directamente lo están sufriendo.

Lagarde, la de los 380.000

Christine Lagarde, flamante baranda del Fondo Monetario Internacional, ese oscuro club de sabios -mayormente, listillos- que no jipiaron la crisis cuando la tenían enfrente de las narices, se embolsará 380.000 euros al año. Cantidad neta, ojo, que en la élite de los galácticos de las finanzas, el fútbol, el cine o la música no parece manejarse el concepto “bruto”, que hace que el común de los mortales descubramos cada año que en realidad cobramos menos de la mitad de lo que dicen los papeles. Nótese, para mayor ensanchamiento del escándalo, que la susodicha no gastará de su bolsillo un puñetero clavel. Cada café que se tome, cada lujosa suite de hotel en la que se aloje, cada Mercedes que la traslade de sarao en sarao le saldrán gratis total.

Y el dato definitivo que invita a llorar dos océanos: la mareante cifra será revisada anualmente… ¡en función del IPC! No hay pelendengues, claro, a basar la subida en la dichosa productividad que en su propia doctrina es mano de santo para los currelas de a pie. En resumen, que se la refanfinflará si Grecia se va definitivamente al guano y, detrás, Portugal, Irlanda, España o quien sea. Su millonada y su correspondiente incremento anual están a salvo de esas pequeñeces. ¿Es ser muy mal pensado sospechar que no se va a dejar la piel en algo que, a fin de cuentas, no le va a afectar personalmente en absoluto?

Con todo, sentirá la necesidad de justificar el pastizal o, más probablemente, de trabajarse un futuro en el Eliseo para cuando lo deje Sarkozy, y cada equis la veremos ofreciendo sus recetas infalibles para salir del agujero. No hay que tener tres másters para adivinar en qué consistirán: guadaña y más guadaña. Con un par nos dirá -y los respectivos gobiernos actuarán en consecuencia- que en la situación actual los estados no se pueden permitir ciertos lujos. Ella, sin embargo, se los podrá permitir todos. 380.000 euros dan para mucho.

Ezker ¿Batua?

Me perdí hace mucho en el culebrón de Ezker Batua. Creo, de hecho, que ni siquiera en el mismo instante de su nacimiento tuve muy claro qué era o qué pretendía ser aquel cóctel que aglutinaba a talibanes del centralismo democrático, honradísimos idealistas que me dieron clase en el instituto y la universidad, auténticos socialistas huidos del felipismo del pelotazo, cristianos refractarios al dogma, peculiares seguidores de Carlos Hugo de Borbón Parma y, en la base, gente que creía sinceramente que el mundo era mejorable.

Contra toda lógica, y aunque sólo fuera para ocupar un trocito del campo político junto al banderín de córner, el conglomerado consiguió echar alguna que otra raíz. Jamás estuvo ni medio a tiro el sorpasso con el que fantaseaba el siempre bien valorado y mal votado Julio Anguita, pero elección tras elección, la cabeza se fue librando de la guadaña del 5 por ciento. Menos daba una piedra. Además, para compensar la impiedad de la ley D’Hont, los escaños rascados acababan valiendo su peso en oro.

Un buen día -o uno pésimo, según qué versión escuchemos- la posesión de una de esas llaves diminutas que abrían y cerraban mayorías llevó a EB al Gobierno con dos fuerzas -se decía entonces- que no eran de su barrio ideológico. El experimento fue, seguramente, manifiestamente mejorable, pero funcionó muy por encima de las expectativas durante un par de legislaturas. Quien tenga quejas, puede comparar con la nada bipartita que sestea hoy en Lakua.

Pero aquello -1 de marzo de 2009- se acabó y, como en el adagio inglés, cuando la pobreza entró por la puerta, el amor saltó por la ventana. La bomba de relojería estalló. La rica diversidad mutó en fuego cruzado entre egos heridos con mil cuentas pendientes. La ideología pasó a segundo plano y la autocrítica, antiguo santo y seña de la izquierda, a cuarto. Ya sólo queda, o eso parece, agarrarse a lo que sea camino del epitafio.

Nutrición parda

Dicen -y de hecho se estudia como tal- que la Nutrición es una ciencia, pero buena parte de los que la ejercen actúan como si se tratara de una fe o una nigromancia. Allá donde los no iniciados en los secretos del condumio esperamos unos consejos racionales sobre qué llevarnos a la boca, los hechiceros de la tribu nos obsequian con furibundas advertencias del infierno que nos aguarda si metemos en nuestro cuerpo tal o cual vianda. Imposible, buscar una lógica en sus recomendaciones siempre disfrazadas de prohibición tajante so pena de infartazo o cáncer galopante. Lo que un día es la panacea de la eterna juventud se convierte a la mañana siguiente en el pasaporte directo a la tumba.

Treinta años tratando de convencerme a mí mismo de que las insípidas acelgas y espinacas eran un manjar excelso, y resulta que me podía haber evitado el autoengaño. A buenas horas sale un sanedrín llamado Agencia Española de Seguridad Alimentaria y Nutrición (suena a cosa seria, ¿no?) a dictar un ucase contra las verduras de hoja, bajo la acusación de contener nitratos asesinos sin cuento. Puedo asumir el daño continuado que le he infligido a mi organismo durante décadas, pero pienso en los sanísimos purés que, haciendo caso omiso a sus protestas, le he estado dando a mi hijo, y me siento Lucrecia Borgia. Pobre criatura. Cuánto mejor para su desarrollo equilibrado si lo hubiera cebado con phoskitos y bollicaos.

Exagero, sí, y también reduzco al absurdo, pero al hacerlo no ando muy lejos de los modos que gastan en su comunicación los sabios con estudios y membretes oficiales. La diferencia es que lo que acabo de escribir es una chorrada que nadie va a tomar como dogma de fe. La cosa es más grave cuando es una lista con aval del Ministerio español de Sanidad la que, sin más explicaciones, asegura que comer atún rojo te muta en termómetro o que chupar la cabeza de una gamba hace de tu churumbel una pila alcalina.

Redada en la SGAE

Seguramente nunca ha habido una operación judicial o policial jaleada con tanto entusiasmo popular como la que se ha saldado con la detención de la cúpula de la SGAE. La simple visión en los titulares de esa palabra, “cúpula”, que generalmente encontramos asociada a sindicatos del crimen de diversa índole, es un regalo para los ojos y el espíritu de los millones de agraviados por ese consorcio que parecía tener patente de corso. Dicen el catecismo y los manuales de urbanidad que no está bien desear el mal ajeno, pero va a ser difícil encontrar un alma pura que no desee ver, como poco, entre rejas a una banda de abusones cuya sola existencia desmentía que estemos en algo similar a un Estado de Derecho.

Ha sido grandioso, además, que la aparatosa caída del imperio bautistiano se haya producido por la administración de su propia medicina. Ellos, que siempre amedrentaban a sus posibles e incontables víctimas enseñándoles los dientes de su jauría legaloide, se han pillado los dedos y algo más con los guardias y las togas. A estas horas ya deben de haber experimentado la taquicardia, la zozobra y el canguelo que hacía presa en el sinnúmero de desventurados que alguna vez han recibido uno de sus burofaxes intimidantes. Qué chufla, que se acuerden justo ahora de la presunción de inocencia.

De todos modos, mejor no echar las campanas al vuelo. Poco dura la alegría en casa del pobre, y esta tiene muchos boletos para ser pasajera, como debería recordarnos la sonrisa de oreja a oreja de DSK en las mismas primeras páginas que nos hablaban de la redada en la cueva de Ali-Babá. Ya pueden decir misa el sentido común y el código penal, que el desenlace final dependerá, como casi siempre, de las triquiñuelas de un puñado de picapleitos. Y aun descontando lo que se han podido llevar crudo, el canon y el resto de los diezmos cobrados hasta por cantar en la ducha dan para pagar legiones de abogados.

Austeridad

Se pongan como se pongan los diccionarios y los atrapadores de conceptos que los elaboran, las palabras acaban significando lo que está en la cabeza de quienes las pronuncian o las escriben. La política, sin ir más lejos, se basa en esa inabarcable polisemia a la carta. Todos los partidos coinciden en defender la democracia, la libertad y la justicia. El truco es que tal consenso -otro término que se las trae- es en realidad un gallinero, pues cada cual tiene su propia versión y ocurre así que son incapaces de entenderse cuando en apariencia están hablando de lo mismo. Viene a pasar como con las tallas de la ropa. Una 34 de Bildu puede ser una 40 del PNV, una 22 del PSOE, o una 58 del PP. (Si alguien se quiere liar, que lo haga; pero juro que he puesto los números aleatoriamente)

Y no sólo se da con los tres vocablos totémicos mencionados arriba. El mismo fenómeno opera también con la calderilla verbal que circula en parlamentos, cortes y cámaras representativas varias. Fijémonos, como ejercicio, en el sustantivo “austeridad”, repetido hasta la náusea en el último Debate del Estado de la Nación en el congreso español. Pretender adivinar lo que tal mantra quería decir para los que lo recitaron es, con el permiso de Violeta Parra, como descifrar signos sin ser sabio competente.

¿Qué había, por ejemplo, bajo el cráneo despejado de Josep Antoni Duran i Lleida cuando advertía al atribulado Rodríguez Zapatero de que había llegado el momento de aplicar las más severas políticas de austeridad? Veamos: gafas de mil euros, traje y zapatos de no menos de dos mil, y como humilde morada, una suite del Palace. ¿Dónde metemos la tijera? ¿El salmón noruego del desayuno, el gintonic de Tankeray Ten y Fever Tree de la sobremesa? Cambiamos lo primero por surimi y lo segundo, por un recio combinado de MG y la Schweppes de toda la vida. Llámenme demagogo, pero yo también me apunto a ese sacrificio.