Tantas estrellas que alcanzar aún

Han pasado ya cuatro días desde que vi Izarren Argia y no soy capaz de quitármela de la cabeza. No recuerdo muchas películas que me hayan hecho tanto daño y tanto bien al mismo tiempo. Como todos y cada uno de los que me acompañaban en la sala, tardé tres o cuatro segundos en reparar en que la pantalla se había quedado en blanco y las luces se habían encendido. Creo que aún esperábamos ese último minuto milagroso en que la trama se da la vuelta y manda al espectador a casa con la reconfortante sensación de haber visto triunfar al bien sobre el mal. Daba igual que la inmensa mayoría de los que estábamos allí supiéramos antes de comprar la entrada que nos iban a contar una historia auténtica que acabó fatal. En ese instante de negación de la realidad hubiéramos necesitado un final feliz. Pero no llegó, claro.

Salí del cine con los ojos enrojecidos, pensando que era imposible seguir la primera parte de lo que nos pedía Anita Morales, una de las víctimas reales del infierno que fue la prisión de Saturraran. “No lloréis, lo que tenéis que hacer es no olvidarnos”, nos dice la nonagenaria en lo que se ha convertido en lema de la película, el libro y toda la campaña de agitación de mentes que hay alrededor. Por descontado que nadie con alma olvidará a las mujeres que pasaron por esa experiencia casi imposible de imaginar. Pero es inevitable llorar de rabia, de impotencia, de puro vacío, al asistir a la recreación de lo que padecieron. Las lágrimas no me abandonaron en los 96 minutos de proyección, y hubo momentos en los que me fue muy difícil reprimir las ganas de gritar en la semioscuridad.

Esperanza

Me consta que la intención del director, Mikel Rueda, y del productor e ideológo, Edu Barinaga, ha sido contrapesar el dolor con un mensaje de esperanza. “Lo peor no es no poder alcanzar las estrellas, sino no tener estrellas que alcanzar”, es el resumen de ese brindis a la importancia de contar siempre con un objetivo por el que luchar. Confieso que me está costando agarrarme a esa tabla de salvación que nos dejan los autores de la película a los espectadores que hemos naufragado emocionalmente en la tormenta de sus imágenes y sus diálogos.

No sé, de hecho, si realmente quiero refugiarme en esa esperanza que tan generosamente se nos ofrece. Si decía que, además de daño, Izarren Argia me ha hecho mucho bien, es porque ha espabilado un trozo de mi que empezaba a amodorrarse. Se llama conciencia, y sirve, entre otras cosas, para estar cerca de quienes sufren o han sufrido. Aunque duela.

Políticos, periodistas… ¿y amigos?

Esta vida de navaja suiza que llevo me ha obligado a rechazar con todo el dolor de mi corazón la invitación para participar en el Fórum Telepolitika, que mañana y pasado reunirá a un puñado de apasionados de la comunicación pública en la renovada y coquetona Alhóndiga de Bilbao. Si, como a mi, les gusta meter la nariz en el doble o triple fondo de la política, les recomiendo vivamente que se den una vuelta por el antiguo almacén de vinos o, en su defecto, que traten de buscar las noticias sobre el encuentro. Además de como entretenimiento, les servirá como vacuna, siquiera mínima, ante la epidemia de coladores de gatos por liebres que asola el menú informativo.

Para que se hagan una idea del tipo de asuntos que se abordarán, les cuento que a mi me habían propuesto una ponencia que respondiera a esta sugerente pregunta: “¿Qué debe hacer un político para caerle bien a un periodista?” Si no les parece mal -y si sí, sospecho que también-, voy a utilizar lo que me queda de esta columna para darle media vuelta al goloso interrogante.

De saque, y a la gallega, contesto con otra pregunta: ¿Por qué tiene que esforzarse un político en resultarle simpático a un periodista? En un mundo ideal, no habría motivo. Bastaría una relación natural; cordial, si llega al caso, pero manteniendo siempre una sana distancia. Sana para ambos, pero sobre todo, para los destinatarios de los respectivos mensajes, que en definitiva son los mismos: ustedes, sí, ustedes.

Otra vez el ego

Mucho me temo, sin embargo, que una vez descendemos a la realidad, al barro de todos los días, las cosas no funcionan así. Y lamento decir que en la mayor parte de los casos la culpa es de los de nuestro gremio, y más concretamente, del ego talla XXL que gastamos. Por alguna extraña razón, la presunción de cercanía personal -no digamos ya de amistad- con un político o una polítca opera en el oficio como una suerte de condecoración. Como tal se exhibe ante el resto de la tribu, y no son pocas las veces que he asistido a patéticas competiciones para dirimir quién goza de mayor grado de proximidad o es distinguido con confidencias más suculentas.

Ahí está la respuesta. ¿Qué debe hacer un político para caerle bien a un periodista? Poca cosa, la verdad. Reírle tres gracias, pasarle la mano por la espalda, invitarle a un café y a unas pastas en su despacho, enviarle una postal autografiada por navidad, hacerle partícipe de cualquier simulacro de off the record bajando la voz. No hay mucho más misterio. Esa es la tarifa oficial.

¿Se rompe el pacto o qué?

Esta columna continúa donde terminé la anterior, en la vindicación de un periodismo voluntariamente distanciado de lo que aparenta ser la actualidad y que, sin embargo, no se aparta de ella. ¿Que hay que hacer las primeras páginas, los informativos y las tertulias con el material que se nos suministra? Ningún problema. Para eso somos profesionales. Se hace, y enfatizamos el orgasmo hasta donde sea necesario para resultar medianamente verosímiles. Hoy, por ejemplo, martes de Fieles Difuntos -así dice el calendario canónico-, gastaremos buena parte de nuestra pólvora en salvas sobre la amenaza de ruptura que se cierne sobre el pacto entre el PSE y el PP.

Debe de ser como la séptima u octava vez que la componenda sociopopular está en apuros. De acuerdo, en apurillos. Hasta ahora, el guión se ha repetido en aburridísimo bucle. Los socialistas sacaban un poquito el pie del tiesto por el lado donde les llevaba su propia naturaleza, y en menos de lo que tarda el teletipo en pitar, un portavoz popular que a veces era el mandamás en persona, enarbolaba las tablas de la ley, conocidas en la jerga interna como “Acuerdo de Bases blablablá”. Con más humillación que humildad, el díscolo de turno hincaba la rodilla en tierra, renovaba su fidelidad a la doctrina verdadera, hacía propósito de enmienda y recibía la absolución del confesor, que se adornaba, para colmo, con una palmadita en el lomo del pecador.

Inclinar la cerviz

Ocurre en esta ocasión que el mandamiento que presuntamente han quebrantado los incorregibles transgresores con domicilio temporal en Lakua es el más gordo de todos, el number one, el que acarrea penalti y expulsión automática. Han tenido trato con el mismísimo diablo arrojado del paraíso de la legalidad, según pruebas aportadas por sendos grupos de comunicación de intereses, idearios y procederes bien distintos. De una así no saldría ni MacGyver. ¿Lo conseguirá López? Todo apunta a que sí. Bastará con que incline un poco más la cerviz.

La pregunta es cuánto más da de sí la osamenta de un político antes de descoyuntarse sin remedio. Sólo hemos consumido año y medio de legislatura. Por delante hay una eternidad de aros por los que saltar y actos de contrición sin cuento. ¿Y si alguien cambiara el libreto de esta ópera bufa? ¿Y si se reasignaran los papeles de Tarzán y Chita de acuerdo a la aritmética salida incluso de esas urnas donde no estuvieron todos los que debían haber estado? 25 son más, casi el doble, que 13. Lástima que la sartén está y seguirá estando al revés.

Hubo reunión, pero no la hubo

Bajé hace un tiempo del pedestal a la gran deidad del periodismo Ryszard Kapuściński y, metido en gastos de sacrílego, últimamente me he atrevido a darle la vuelta a una de sus sentencias universales. Decía el polaco, y así se titula su catecismo más famoso, que los cínicos no sirven para este oficio. Yo pienso exactamente lo contrario. Creo que son las almas blancas y puras las que no tienen bola que rascar en el quehacer este de tratar de enterarse de cosas y contárselas a los demás. Sin un cierto grado de retorcimiento en el colmillo, sin conchas de galápago o resbaladizas plumas de pato, sin la malicia para marcar a la derecha con el intermitente antes de girar a la izquierda, no hay forma de resguardar el estómago de úlceras en el mester de juglaría contemporáneo. A veces, ni aún así, que por algo los plumillas estamos entre los mayores consumidores de antiácidos.

Voy de la teoría a la práctica. Tomar esa distancia aparentemente caradura me está ayudando a no terminar hecho un ocho en el penúltimo enredo de las reuniones entre el PSE y la Izquierda Abertzale ilegalizada, de sus consecuentes repercusiones en el pacto sociopular y, en el mismo rebote, en el actual escenario político. Y ahí les acaba de quedar escrita la palabra clave: escenario. No olviden nunca que esto es una función donde tiene que haber arlequines, polichinelas, pierrots y demás personajes, algunos hasta repetidos.

Antón Pirulero

Basándome en esa premisa, que ya es tramposa de origen, soy capaz de pensar al mismo tiempo y sin contradicción que el famoso encuentro se celebró y que no tuvo lugar jamás. Lo primero me consta porque lo ha publicado este mismo periódico y, de propina, el de la acera de enfrente. Lo segundo es más difícil de explicar, así que dejémoslo en que me lo trago porque me conviene, igual que de niño me resultaba más ventajoso creer en los Reyes Magos que no hacerlo. Lo de “La verdad os hará libres” es un buen eslogan, pero no mejor que “El algodón no engaña” o “Si quieres tener salud, come pipas de la Cruz”.

Dejémonos, pues, de grandilocuencias. Sólo estamos una vez más en otra edición de Antón Pirulero, donde cada cual tiene que atender a su juego para no pagar prenda. El PSE y la Izquierda Abertzale tienen que reunirse y decir que no lo han hecho. Al PP le toca ofenderse muchísimo y amenazar con romper la Santa Alianza, sabiendo que de momento no lo hará porque afuera hace frío. Los periodistas cínicos debemos hacer como que el asunto carece de trascendencia aunque la tenga por arrobas.

A favor de los profesionales de EITB

Empiezo a teclear esta columna con plomo en las yemas de los dedos y la duda de si llegaré a poner el punto final o si en la décima línea se me presentarán los implacables agentes de la autocensura a pedirme que borre todo y cambie de tema. La única vez hasta ahora que he escrito aquí sobre mi antigua empresa, sólo para enarcar las cejas por el enésimo tuneo del mapa del tiempo, recibí media docena de patéticos anónimos insultantes. Sí, patéticos, porque sus mediocres redactores -de esos que no distinguen “haber” de “a ver”- no tuvieron en cuenta que un mensaje enviado a través de internet lleva adosada y bien visible una cosa llamada “dirección IP” que permite adivinar el origen sin necesidad de llamar al CNI. Todos, menos uno cuya autoría también tengo identificada, venían del rancho grande. Un par de ellos, qué triste, contenían la marca de presuntos seres humanos que hasta anteayer me palmeaban la espalda.

Por algún misterioso fenónemo físico, las críticas dirigidas a los comportamientos de algunos miembros de la actual Dirección de EITB, cuando llegan al edificio de Capuchinos, acaban impactando en las trabajadoras y los trabajadores. Yo mismo padecí ese molesto prodigio en mi último año en la casa. No fueron pocas las veces que me tomé como afrenta personal una página sobre las malas audiencias o, incluso, sobre la sombra de sospecha en no sé qué contrato a una productora. Va contra cualquier lógica, pero me consta que es así. Sé lo que se siente cuando el nombre de tu casa, a la que quieres a pesar de todo, sale en los papeles con los ojos bizcos o los pies zambos. Por eso me he largado este cansino preámbulo: quiero dejar muy claro que no escribo contra quienes sigo considerando mis compañeras y compañeros.

Jasone y Maite

De hecho, escribo a favor, muy pero que muy a favor, de las personas que continúan manteniendo actitudes que algún día agradecerá esta sociedad que merece unos medios de comunicación públicos dignos de tal denominación. Personalizo en Jasone y Maite, que han sido expedientadas por hacer exactamente lo que debían: en un caso, negarse a firmar una pieza que le habían dado precocinada, y en el otro, denunciar la tropelía.

Trae menos problemas hacerle caso a un jefecillo inquisidor que a la propia conciencia. No sé qué represalia aguarda a las dos periodistas que han dado el paso al frente, pero estoy seguro de que ambas la tendrán por buena. Y con ellas, el resto de profesionales que ante ésta u otra Dirección no están dispuestos a tragar cualquier cosa.

Dame caviar y llámame pederasta

Desgraciadamente, el invento funciona así. A estas horas corre el cava en algún despacho de la editorial Planeta, evacuadora mercantil del zurullo de tapas duras firmado al alimón por el bufón sedicente Albert Boadella y el eructador profesional Fernando Sánchez-Dragó. Si, gracias al cada vez más generalizado gusto por la coprofagia literaria, ya era buena la previsión de ventas del prontuario de la procacidad perpetrado por el dúo, ahora la curva de facturación se va a salir de la gráfica. Y el diez por ciento, bolos en ateneos de pueblo aparte, para los artistas de la ponzoña. Dame caviar y llámame pederasta.

¿Debemos callar, entonces, para no dar tres cuartos de millón de euros al pregonero soez? ¿Es mejor mirar hacia otro lado y no alimentar más el ego, el relieve público y la cuenta corriente de los que han hecho del exabrupto su forma de vida? Llevo haciéndome esas preguntas desde que el pequeño éxito del Cocidito se reveló también como una forma de paradójico márketing de los retratados en el mejunje. Reconozco que no sin dudas, vacilaciones, titubeos y hasta serios problemas de conciencia, mi respuesta es que, a pesar de todo, hay que seguir subrayando en rojo las melonadas y poniéndolas al alcance de quien no repararía en ellas. Creo sinceramente que Xabi Larrañaga debe sentirse muy orgulloso del tsunami que ha provocado la columna publicada en Noticias de Gipuzkoa donde nos descubría la desfachatez con que Dragó presume de haber practicado sexo con dos niñas de trece años.

Dura competencia

A partir de la denuncia, allá cada cual con sus comportamientos. Viendo a Pérez-Reverte, otro que tal baila, galleando de la repercusión que ha tenido haber llamado “mierda” a Moratinos, no podemos esperar que ninguno de estos ególatras con caja registradora por cerebro depongan su actitud. Al contrario, escalarán tres peldaños más, entre otras cosas, porque se está poniendo muy dura la competencia del regüeldo estentóreo. Tertsch, Burgos, Sostres, De Prada, Ussía, Losantos, Dávila y otro puñado de tuerceplumas con menos nombre, como el mindundi local Ezkerra, están instalados en el “semper plus ultra” porque tienen que defender su puesto en el corral.

Quizá lo que debamos preguntarnos es por qué hay tanta demanda para sus vertidos tóxicos. O, volviendo al caso de Dragó, por qué él, que dice ser tan indomable, goza de la protección contante y sonante del poder público más convencional de nuestro entorno, que es la Comunidad de Madrid, en cuya tele seguirá soltando sus bravuconadas.

¿Funcionarios no vitalicios?

Con el recién devenido en supertodo Alfredo Pérez Rubalcaba como inquietante testigo, el baranda de Mango y presidente del Instituto de Empresa Familiar, Isak Andic, propuso anteayer que los nuevos funcionarios no lo sean de por vida. Por suerte para los todavía miles y miles de opositores que hincan codos para acceder al Nirvana de las catorce pagas anuales garantizadas (trienios, quinquenios y demás regalías aparte) para el resto de su apacible existencia, por muy ricacho que sea, el tal Andik no es Amancio Ortega, y sus palabras se han quedado en una noticia de seis parrafitos perdida en las páginas de economía de los diarios. De hecho, si no llega a ser por la morbosa presencia del flamante vicepresidente del Gobierno español, nadie las habría recogido.

Sin embargo, no se las prometan demasiado felices los devoradores de tochos editados por ese emporio llamado Mad. Todavía de una forma tímida, sí, porque hay cascabeles muy difíciles de endiñar a según qué gatos, pero se va abriendo el debate sobre si la sociedad que nos viene se puede o se debe permitir seguir engordando el ejército de burócratas vitalicios. Tenemos el ejemplo cercano del pomposo Plan Moderna del Gobierno de Navarra, que contemplaba meter el cuchillo a ese melón, si bien -o si mal- finalmente se tuvo que retirar la propuesta porque chocaba contra el sacrosanto Estatuto Básico de la Función Pública, sobre el que la Comunidad Foral no tiene competencias.

A prueba de EREs

Es cuestión de tiempo que salte ese cerrojo. Me sorprende que todos tengamos más o menos asumido que es altamente probable que no cobremos las pensiones por las que estamos cotizando y, sin embargo, demos por hecho que, como el famoso dinosaurio del cuento de Monterroso, los funcionarios siempre van a estar ahí. Como baño de realismo, tal vez deberíamos mirar al Reino Unido, donde se acaba de anunciar que se van a suprimir de un plumazo, y todo apunta a que sin gran contestación social, medio millón de empleos públicos. No se librará -atenta la compañía- ni la intocable BBC.

Por aquí abajo, mientras, seguimos sin novedad. Un atracón de páginas memorizadas sin digerir, tres gramos de suerte o, por qué no, un padrino o una madrina, son el pasaporte hacia un futuro blindado contra EREs y otras contingencias. Los modernos charlatanes de feria nos venden el prodigio de una Administración ágil, dinámica, abierta, sin telarañas, pero cuando llegas a la ventanilla con tu impreso relleno en letras de molde, siempre te faltan dos fotocopìas compulsadas.