Post debates

Del mismo modo que lo mejor del sol es la sombra y de los partidos de rugby, el tercer tiempo, lo verdaderamente divertido de los debates políticos televisados es lo que viene cuando terminan. Bueno, eso, y ahora con la cosa de las redes sociales, el despiece/despelleje en tiempo real que uno puede marcarse en pijama y zapatillas. Claro que si tengo que elegir, me quedo con lo primero, es decir, con el surfeo salvaje entre el torrente de interpretaciones que todo quisque, incluyendo el que suscribe, le quiere cascar a la peña.
Por encargo de editores y jefes de redacción varios, por pereza creadora —ejem—, motu proprio o simplemente porque la vida es así y no la he inventado yo, que decía el filósofo posthippie Giacobe, las dos horas de blablá originales se convierten en miles de piezas de opinión de todo pelaje. Lo sorprendente, que es también lo entretenido del ejercicio de echarse varias al coleto, es que las versiones de los mismos hechos son diametralmente opuestas.

Palabrita que, si vamos al somnífero cara a cara con el que el bipartidismo español dijo hasta luego —les apuesto lo que quieran a que vuelve—, encontrarán quien sostiene que Sánchez demostró ser un tipo bragado y quien les diga que es un maleducado. A la inversa, no son pocos los que porfían que Rajoy reaccionó como un chulo de barrio cuando le mientan a la madre, pero tampoco faltan los que glosan su descarga como una lección de autoridad ante un mindundi. ¿La verdad? Supongo que todas y ninguna, aunque si debo afinar más, confieso que en realidad me importa una higa. Y no disimulen, que a ustedes les ocurre algo muy parecido.

Segunda Transición

Los centauros, las hidras y los unicornios no están mal, pero mi animal mitológico favorito es la Transición española. Escrito así, con T mayúscula, como Toledo, Torrelodones o Torcuato, nombre de pila del brujo pirujo —asturiano y esquinado, para más señas— a quien en los cuentos de hadas al uso se le atribuye la pócima milagrosa. Menudo hallazgo, echa usted al caldero cuarto y mitad de rabos de lagartija azul mahón, completa el resto con jóvenes opositores llenos de ambición, perfuma la mezcla con sudor de algún fósil rojo, y le sale una democracia del copón de la baraja. Envidia del mundo mundial, oiga, copiada a todo copiar desde Manchuria a Pernambuco, pasando —una escala técnica de nada— por las Caimán. Luego se ven los árboles genealógicos y la lista de ocupantes de las sillas de mando y se comprueba que encaja como un guante en la archifamosa frase de Tancredi en Il Gattopardo: “Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie”.

Se le descoyunta a uno el bullarengue al escuchar, 40 años después de aquel birlibirloque, que el domingo que viene, 20-D y sereno, se estrena la secuela. La segunda Transición, va anunciando a pleno pulmón el chaval del Ibex 35, que en sus sueños tórridos se aparece a sí mismo como un Suárez algo mejor recauchutado por debajo de la camisa. Otro tanto recita en sus mítines de plexiglás Ken Sánchez. Más cuco y sin meterse en jardines de ordinales, Iglesias Turrión hasta ha publicado un libro a modo de Evangelio titulado Una Nueva Transición, materiales del año del cambio. Fiel a su estilo, Rajoy calla. El Borbón menor y el mayor se descojonan.

La muerte y la campaña

Dos policías nacionales asesinados en un atentado talibán contra la embajada española en Kabul. Además de los terroristas suicidas, también se han dejado la piel cuatro agentes afganos, pero esos no entran en foco. No digo ni que tenga ni que deje de tener explicación lógica. Solo constato que el ritual fúnebre se centra en quienes empiezan a ser mentados por sus nombres propios. Por supuesto, con fotos que los muestran en su plenitud vital —tremenda la del árbol de navidad de fondo, hecha unas horas antes de reventar— y hasta con perfiles biográficos que abundan en detalles de interés más que dudoso. La diferencia que va de caer uniformado en acto de servicio a hacerlo vestido de buzo desde un andamio, circunstancia que da derecho, como mucho, a unas iniciales, una edad, el lugar de residencia y una docena de líneas que terminan dando cuenta de la concentración de protesta que han convocado los sindicatos.

Esta vez los honores serán mayores. Y apostillo de nuevo que me limito a enunciar hechos contantes y sonantes. Ahí tienen, por ejemplo, el concurso del pésame más sentido entre los políticos a la caza del voto. No crean que solo ha participado el cuarteto de candidatos a vivir en Moncloa. También han hecho sus pinitos elegíacos, para multiplicar el caudal de vergüenza ajena, terceros suplentes de esta o aquella lista. “La muerte entra en la campaña electoral”, llegó a titular no recuerdo ya qué medio digital. De saque, me pareció un cóctel de velocidad y tocino traído por los pelos, pero a la vista de los acontecimientos posteriores, me temo que el encabezado era absolutamente adecuado.

Mariano llega entero

En este punto del baile del abejorro electoral es justo y necesario entonar un elogio a Mariano Rajoy Brey. Lo escribo sin haber mediado ingesta alcohólica y, palabrita del niño Jesús, lejos del menor asomo irónico. Al Tancredo lo que es del Tancredo. Que levante la mano quien solo hace año y medio se imaginara que el tipo llegaría a boca de urna tan entero. Cualquiera que no se haga trampas en el yoyó reconocerá que los augurios de apenas anteayer lo pintaban hecho un Ecce Homo —concretamente el de Borja— a punto de caramelo para regalar el juguete a los requetenovedosos del barrio.

Pues ya ven que nanay. Acháquenme si quieren alguna versión extraña del síndrome de Estocolmo, pero a mi estos días el notario compostelano se me está antojando un coloso. Bueno, vale, quizá es solo que sus rivales en la lid están menguando cual filetes con clembuterol al contacto con la sartén. ¿El tuerto en el país de los ciegos? Por ahí creo que va la cosa, sí, añadiendo un curioso fenómeno que aún no han estudiado los gurús demoscópicos: el acojono que provocan los de enfrente, y en particular, Iglesias Alcampo, le está propiciando un tantín así de futuros votantes.

No, por supuesto no le darán ni para acercarse a la mayoría absoluta, pero sí para amortiguar el tantarantán que se le vaticinaba. Con una migaja de suerte, incluso, para poder sumar un nuevo rodillo con quien, a pesar de los disimulos y las bofetadas de pressing catch castizo que se cruzan, no deja ser su media naranja. Literalmente, naranja, ustedes ya me entienden. Nos va a descacharrar que la segunda transición también esté atada y bien atada.

Sánchezzzzzzzz

Entre los enormes bostezos que me provoca esta anodina campaña, leo y oigo que Pedro Sánchez está al borde de la extremaunción política. No en un mentidero, ni en dos, ni en tres. Con la excepción de una importante cabecera que, con moral arrendada al Alcoyano, sostiene que su chico se está comiendo al resto de los candidatos con patatas, de babor a estribor del espectro mediático se entonan cantos fúnebres por el cabeza de cartel del PSOE. Noqueado, acabado, finiquitado, desahuciado, apuran cronistas y analistas el diccionario de sinónimos, apoyándose en la, según parece, mejorable actuación del susodicho en el debate de marras.

Como les contaba ayer, yo apenas me aticé medio minuto de la cosa en directo, amén de un liofilizado de momentos escogidos al azar en una de las mil grabaciones que contaminan internet. Si he de ser franco, el Sánchez que vi no estuvo particularmente desacertado. Quiero decir, en relación a las capacidades que ha venido demostrando desde su alumbramiento con fórceps como presunto líder. No nos engañemos: más allá de su indudable apostura —vale, también para gustos—, al hombre le da para lo que le da, que es bastante poco, tirando a absolutamente nada. Es abrir la boca y proclamar de un modo rayano lo ofensivo que no tiene ni pajolera idea de lo que habla.

¿Se dará el bofetón que le vaticinan casi todos? Solo puedo decirles que hace un par de semanas me comprometí en público a suscribirme seis meses a La Razón si, como apuntaban algunas encuestas, Ciudadanos relegaba al PSOE a la condición de tercera fuerza, y que empiezo a arrepentirme muy seriamente de mi ligereza.

Debate en tú menor

Del presunto debate definitivo vi treinta segundos. Es lo bueno de la cultura audiovisual de mi tiempo. Medio minuto da para un Quijote completo y cuarto y mitad de La Divina Comedia. Suficiente, en este caso, para comprobar la escasa calidad del paño. Soraya SdeS con sonrisa de estreñimiento (¿Pon dientes, que les jode?), Rivera frotándose las manos como si quisiera prenderse fuego allí mismo, Sánchez tirando de repertorio de vendedor de enciclopedias de Argos Vergara. Completando el cuarteto, el que me dio la impresión de estar más cómodo: Pablo Iglesias Turrión, polemista profesional, capaz de defender con idéntica vehemencia contenida arre o so, y tuteando despreciativamente al resto de los que componían la francachela.

Un momento. Deténganse en ese detalle, si es que lo era. Yo, quizá pasándome de suspicaz, lo encuentro más bien una categoría que caracteriza fielmente tanto a los contendientes como a la contienda. Extiendo, de hecho, el desprecio y la falta de respeto hacia los teóricos destinatarios del intercambio dialéctico, es decir, las ciudadanas y los ciudadanos. Quienes se tengan por tales y no por meros telespectadores a los que les da igual la final de Masterchef que una confrontación de ideas entre personas que aspiran a presidir el gobierno de un Estado tendrían motivos para sentirse un tanto molestos por ese colegueo chusco.

No digo yo que no haya que romper con ciertas rigideces artificiosas de la pugna política. Es verdad que el oigausté canta a naftalina, pero no se puede debatir sobre el futuro de un país como quien discute los ingredientes de la pizza que se va a encargar.

Desigualdad y Frente Nacional

No sabe uno si enternecen o enfurecen las requetesobadas manifestaciones de sorpresa indignada —o de indignación sorprendida— que siguen a cada mejora de los resultados electorales del Frente Nacional en Francia. He perdido ya la cuenta. Sin mirar en Wikipedia, no soy capaz de decirles si son tres, cuatro o cinco consecutivas, pero sí que cada una de ellas ha venido orlada con idénticos mohínes y sobreactuados rictus de disgusto. Se diría que los ejercicios de manos a la cabeza, las mendrugadas tópicas sobre dónde va a parar esta Europa insolidaria, los tontucios recordatorios de la Alemania prehitleriana e incluso las bienintencionadas expresiones de preocupación forman parte de un exorcismo de los propios fantasmas.

Y eso es precio de amigo. En no pocas ocasiones, todo ese blablablá clueco es la (auto) delación de la izquierda exquisita y funcionaria sobre su responsabilidad vergonzosa y vergonzante en el ascenso de las huestes, primero de Jean Marie, y ahora, con mucho más peligro, de Marine Le Pen. Qué fácil, ¿verdad?, explicarlo todo en función del racismo, la xenofobia, el egoísmo y, en definitiva, la inferioridad mental de varios millones de votantes que no merecen consideración de personas. Tremebundo clasismo en nombre, manda pelotas, de lo contrario; no se puede llevar más lejos la perversión. Como coralario, brutal ceguera voluntaria de quienes para no quedarse sin su martingala se niegan, entre otras mil evidencias, esta que revelaron varios analistas el domingo pasado: el mapa de la desigualdad en Francia es milímetro a milímetro el de la fortaleza electoral del Frente Nacional.