Responso por Fagor

Aquel calentador de butano que de niño me parecía un dragón; giraba una y otra vez el grifo rojo para contemplar, maravillado, la llamarada. El frigorífico Edesa que funcionaba a 125 y que con un transformador antediluviano encima y ni sé cuántas capas de pintura plástica aguantó hasta que terminé la universidad. La primera lavadora superautomática que guarda mi memoria, aunque fuera en la casa de una vecina porque en la mía no había posibles para esos lujos. Una gorra que decían que había llevado Txomin Perurena clavada con chinchetas en la grasienta pared de un bar de barrio… Fagor no es solo la enésima empresa que se va a pique dejando a verlas venir a miles de trabajadores. Es, además, un trozo de la historia sentimental de las generaciones que asistimos a la entrada en las casas de comodidades impensables para nuestros abuelos y a los albores de lo que luego supimos que se llamaba consumismo. Y, de propina, cuando tuvimos edad para comprender la diferencia entre una compañía convencional y una cooperativa, el descubrimiento de que había otro modo de salir al mercado y triunfar.

Seguramente por todo ese bagaje vital, cuando hace unos meses empezamos a recibir noticias sobre las dificultades por las que atravesaba, dimos por supuesto que se encontraría cómo volver a levantar cabeza. ¿No se habían sorteado antes tres, cuatro, cinco crisis? Pues esta, también. Pero hoy los titulares demuestran que estábamos equivocados, al tiempo que nos hacen poner en barbecho algunos de los principios básicos que nos dan a comer como potitos de un tiempo a esta parte. Por lo visto, no siempre es mano de santo lo de la inversión en I+D, la internacionalización ni la competitividad obtenida tocando las nóminas. Hay ocasiones —y esto debería servir de enseñanza para todo tipo de empresas y trabajadores, por doloroso e injusto que suene— en las que hacer las cosas bien no garantiza el futuro.

Aznar contra el delfín

Ya quisieran Pérez Rubalcaba, Cayo Lara y Rosa de Sodupe tocarle las narices a Mariano Rajoy la mitad de bien que lo hace José María Aznar. A falta de pan opositor externo en condiciones, buenas son las tortas desde dentro del nido de la gaviota. ¿Tortas? Hostiones del quince a mano abierta, en realidad. La última tunda, el lunes pasado en Donostia, con la excusa de presentar uno de esos libros en los que el dolor auténtico se pervierte en coartada para aventar odio añejo. Como compañía, Ángeles Pedraza [calificativo eliminado para no pasarme de frenada en la ofensa] y María de los Guardias San Gil, cuyo pensamiento político cabe en un cuarto de lenteja. Por ahí andaba también uno que me suele dar capones en Twitter y no muy lejos, el adelantado Don Carlos María de Urquijo y Valdivielso, aplaudiendo con las orejas al abofeteador de quien lo designó para representarlo en la pecaminosa Vasconia. Cría delegados del gobierno y te sacarán los ojos. De los pop, que de alevines fueron todos monaguillos del pucelano natural de Madrid, ni rastro, oigan.

Ante esa distinguida y distinguible camarilla ladró su rencor —la expresión es suya— un Aznar que, aun lejano a su mejor estado de forma, conserva la facultad para regalar titulares. De repertorio y tirando a grisotas, las andanadas contra el malvado nacionalismo; una pena, porque cuanto más gordas las suelta, más hace crecer la conciencia nacional sobre la que se cisca. Sabrosonas, sin embargo, las collejas que atizó al delfín que tantísimo le ha decepcionado. Pobre Mariano, que sin derecho a ser citado por su nombre, fue tildado de cobarde, gallina, capitán de las sardinas y cagueta frente a los rompeespañas. Ello, en siete u ocho versiones con leves matices de inquina, para gozo similar de la prensa cavernaria y de la contracavernaria, cada cual con su motivo para entrecomillar las diatribas. Ciertamente, este hombre debería prodigarse más.

Los otros mártires

La Santa Madre Iglesia Católica acaba de beatificar a 522 mártires españoles. Dicen que “del siglo XX” para que miremos al dedo en vez de a la luna, pero a nadie se le escapa que la inmensa mayoría de los elevados a los altares -no sé si técnicamente será correcta la expresión- murieron durante la guerra de 1936. Añadiré que todos pertenecían al bando nacional, si bien esto lo hago con cierto cuidado, pues tal y como sucedieron las cosas, no es improbable que muchos de ellos no tuvieran una convicción política concreta. Partidario, como soy, de una memoria completa y sin adornos, no quisiera hacerme trampas en el solitario dejando entrever que algo habrían hecho para merecer el fin que tuvieron. De eso, nada; soy consciente de que el bando al que me siento afectiva e ideológicamente más cercano también cometió actos reprobables. Si no aceptamos la certeza de las sacas, las checas y los paseíllos de autoría republicana, estaremos actuando con indignidad pareja a la de quienes, desde la acera de enfrente, se empeñan en mantener el muro de silencio. Silencio cómplice y justificatorio, por demás.

No niego, por tanto, el derecho a la reivindicación individual de estas 522 personas o de las mil y pico de procesos anteriores. Ocurre, sin embargo, que la pomposa ceremonia de Tarragona no tenía tal propósito ni de lejos. Sus impulsores buscaban una vez más señalar que aquella fue una guerra justa y necesaria donde el bien triunfó sobre el mal. Nada extraño en una institución cuya jerarquía sigue a día de hoy sin pedir perdón por haberse alineado con quienes se sublevaron contra la legalidad y cometieron miles de crímenes en nombre de la cruz.

Habría sido una gran oportunidad para que el Papa Francisco recordase a las otras decenas de miles de mártires que siguen en barrancos y cunetas aguardando un gesto de reconocimiento. Pero en esta ocasión Bergoglio no se atrevió a salirse del guion.

Un gobierno que miente

Se pasó trescientos pueblos la vicepresidenta española al fantochear sobre el descubrimiento de una gigantesca bolsa de fraude en el cobro de prestaciones por desempleo. Su gobierno, que es la hostia en bicicleta y el recopón bendito, había pillado llevándoselo crudo a más de medio millón de parados que no lo eran. Eso dijo Soraya Sáenz de Santamaría, y cuadra mal achacárselo a un lapsus o a un baile de ceros, porque lo repitió en tres ocasiones. En tres. Con arrogancia, con suficiencia, con cara de a mi me la van a dar con queso estos desgraciados, amos anda, menuda soy yo.

Aunque los titulares de primer minuto tragaron y difundieron la especie a todo gas, apenas dos horas después de la rajada, se vino abajo la trapisonda. La desparpajuda portavoz, que de natural es más bien chata, quedó retratada con la nariz de Pinocho. Ante los insistentes requerimientos de los plumillas, que echaban cuentas y no les salían, el ministerio de Empleo tuvo que aflojar los datos auténticos. Ni medio millón, ni trescientos mil, ni cien mil. Exactamente 60.004 parados o paradas habían sido objeto de un expediente de retirada de la percepción. Adviértase por añadidadura que en buena parte de esos casos la sanción no era permanente sino temporal: quince días por haber entregado tarde un papel, un mes por no haber acudido a la oficina a una cita de control…

¿A qué vino, entonces, ese brutal inflado de unas cifras que en su verdadera dimensión están al alcance de cualquiera? ¿Por qué un gobierno se arriesga a mentir de modo tan impúdico en una cuestión en la que le pueden cazar en un abrir y cerra de ojos? Barrunto que la respuesta está en la fábula de la rana y el escorpión: porque está en su naturaleza. También porque le ha funcionado. Mariano Rajoy llegó a Moncloa a base de lo que el tiempo ha demostrado como trolas mondas y lirondas, y desde entonces no ha dejado de pasarse la verdad por la sobaquera.

Protestar en bolas

La protesta es el qué, pero también el cómo. En no pocas ocasiones, las formas secuestran al fondo y las causas justas se van a la quinta fila. Un ejemplo muy claro, Femen, cuyo activismo folclórico y, sobre todo, muy visual, rellena minutos de telediario que acaban siendo tan intrascendentes como los que se dedican al heroico rescate de un gatito que se había subido a un sauce llorón. En la mente del espectador —y sí, también de la espectadora— lo que quedan son las tetas al aire. Los mensajes que pretendieran comunicar hacen mutis, si no provocan el sonrojo incluso de los más partidarios. ¿Qué inmensa chorrada es esa de que el aborto es sagrado? ¿Sagrado? Mira que hay palabras en el diccionario y tienen que elegir justamente esa. Buena parte de lo que nos pasa tiene su base en la puñetera manía de sacralizar a troche y moche, que es una especialidad, por cierto, de quienes han creado y sostienen el orden que dicen combatir las reivindicadoras sin camiseta. Como tantas veces, el sistema se come con patatas a los antisistema, que ni aun en el tracto digestivo de la bestia se dan cuenta de que se los han zampado.

No, Femen no le hace ni cosquillas al estabilishment, que se las toma a chunga, igual cuando las encarcela en sus geografías de origen que cuando las convierte en anécdota divertida o moda en los estados de más acá del antiguo muro a los que han extendido sus ingenuas performances. Quien dice ingenuas, dice antiguas. Según se cuenta, lo de montar el cirio en pelota picada ya lo inventó Lady Godiva allá por el siglo XI. Mucho después, pero en una época que se diría el pleistoceno, llegó el streaking, con efectos tan letales como una infame película al respecto dirigida por José Luis Sáenz de Heredia y protagonizada por Alfredo Landa. Todavía hoy, ucranianas aparte, se sigue usando la anatomía descubierta como reclamo. Luego nos quejamos de la cosificación del cuerpo, claro.

Cal viva

Mi conciencia levantisca y tocapelotas no me permite gastarme los 22 euros de vellón que cuesta un libro que quiero leer. Por la portada gritona, rozando lo arrabalero, podría ser de John Grisham o Tom Clancy (q.e.p.d.). Pero no; lo firma un señor de Lugo que atiende por el escasamente glamuroso nombre de José Amedo Fouce. Imagino que van entendiendo mis reparos en financiar los vicios carísimos de alguien que tiene un carro de asesinatos a sangre fría a sus anchas espaldas. Igual que los autores de pedigrí citados, el fulano, que antes daba matarile a cien mil francos el fiambre, ahora escribe por la pasta. Den por seguro que ha recibido una cifra de quitar el hipo apoquinada por Pedro José Ramírez Codina, mandamás de la editorial que publica el opúsculo. Ya ven qué vueltas da la vida: los antiguos enemigos irreconciliables forman al cabo de los años una sociedad de socorros mutuos. Del odio al amor, sobre todo si es interesado, también hay un paso.

Sin embargo, aunque podría serlo, no es solo el vil metal lo que ha unido a este par de dos. A la altura de lo crematístico está el afán de revancha. Y ahí es donde editor y escritor han dado con mi punto débil, porque no hay género semiliterario que me ponga más pilongo que el ajuste de cuentas. Pese a la mala fama que arrastra, el despecho suele ser fuente de sabrosas historias… y de verdad.

Nadie como un resentido para reventar los candados que guardan los secretos más inconfesables, que en este caso son, obviamente, los del GAL, ese trozo de nuestro anteayer que por lo visto no está sujeto a revisiones críticas del pasado, a peticiones de perdón ni, mucho menos, a reparaciones del (inmenso) daño causado. Según promete la cubierta, esas páginas agrupadas bajo el desvergonzado título Cal viva contienen “la verdad definitiva desde las entrañas” de la siniestra banda parapolicial. De la A a la X. No me digan que no resulta tentador.

Enseñanzas de Aguirre

7 de octubre de 2013, benditas efemérides. Exactamente 77 años después de jurar su cargo, el lehendakari José Antonio Aguirre recibió, en la más presente de las ausencias, la insignia que lo reconoce como miembro del Parlamento que no pudo elegirlo, simplemente porque en plena guerra no había forma de convocarlo. Una reparación tardía, como tantas y tantas, por no hablar de las que siguen aguardando y de las que tal vez nunca lleguen. Pero reparación al fin, que en el caso del primer presidente del Gobierno vasco se une a otros gestos de restauración de su memoria y de su valor histórico que han ido cayendo por su propio peso… incluso de parte de quienes durante mucho tiempo le dispensaron un indisimulado desprecio. Y que conste que no lo cito como ataque hacia los que procedieron así, sino al contrario, como aplauso a la capacidad de rectificar.

Esa es una de las copiosas enseñanzas que nos legó Aguirre: no hay desdoro en enfrentarse a los errores propios cuando existe la firme disposición de enmendarlos. En no pocos de sus textos y de sus vibrantes alocuciones se refirió sin tapujos a lo que él mismo no hizo como al cabo de los años comprendió que quizá debería haber hecho. Sin caer jamás en el arrepentimiento —no tenía de qué—, sin renegar ni de sus actos ni mucho menos de sus convicciones, tuvo el coraje hacer un repaso autocrítico de sus obras, cuando alrededor la tentación al uso era porfiar que todo, absolutamente todo, se hizo bien.

Por supuesto que hay muchísimo más: su magnetismo personal, su don para aglutinar en torno a sí a gentes de credos y caracteres muy diferentes, su entrega a sus ideas y el respeto a las de los demás, su creencia en una causa que consideraba justa y su coherencia al defenderla… Imposible pasarlo por alto. Pero junto a ello, quisiera que al trazar el retrato de Aguirre no perdiéramos de vista el arrojo para encararse con sus equivocaciones.