Desconectar

Hubo un tiempo en que a los diez días de comenzadas las vacaciones me entraba una cierta morriña del teclado y el micrófono, y a los quince, estaba que me subía por las paredes del monazo. Se me hacía eterna la holganza y, como a veces me pillaba en lugares recónditos, para combatirla era capaz de pegarme una kilometrada hasta encontrar un kiosco donde surtirme de cinco periódicos en el idioma que fuera. Habrá compañeros de retén estival que recuerden mis inopinadas llamadas telefónicas a redacción, así como al despiste, que empezaban siendo un qué tal os va la vida y acababan como un detalladísimo boletín informativo sólo para mis oídos. Con eso tenía para ir tirando durante unas horas… hasta que delante de una de esas maravillas con cinco estrellas en las guías de viaje, empezaba a preguntarme qué se me había perdido a mi allí y mi mente comenzaba a fantasear con que era septiembre avanzado y yo nadaba entre historias que contar.

Ya no me pasa. No sabría decir desde hace cuánto, pero el gran descubrimiento de los últimos veranos —junto a que soy capaz de ponerme bermudas y sandalias— es que puedo vivir de espaldas a la actualidad sin sentir otra cosa que pequeñas y cada vez más infrecuentes punzadas de curiosidad sobre lo que estará ocurriendo. Más que eso: en ocasiones, huyo deliberadamente de cualquier artilugio susceptible de ponerme al día o cambio de conversación cuando algún bienintencionado me pregunta sobre esto o aquello con lo que abren los telediarios. Por fin voy entendiendo ese verbo, “desconectar”, que me sonaba a herejía o imposible metafísico.

No les cuento todo esto con ningún propósito definido. De hecho, es prácticamente un autoplagio de la columna de regreso de hace exactamente un año. Tómenlo como unos ejercicios de calentamiento para devolver a los dedos y las neuronas la flexibilidad perdida por falta de uso. Aguarda, mucho me temo, un curso muy duro.

Mercaderes de votos

Así como la parábola del hijo pródigo siempre me ha parecido una intolerable apología del agravio comparativo —¿qué es eso de premiar al cabroncete y hacer luz de gas al que se comporta correctamente?—, me encanta el pasaje de las Escrituras que cuenta cómo Jesús expulsó a los mercaderes del templo a latigazo limpio. Por una vez, ese personaje que los evangelistas nos pintaban como un happymaryflower con sangre de horchata, venga tragar y perdonar todo el rato, saca el genio y pone en su sitio a los jetas que habían ido a hacer caja al lugar donde estaban de más. Muy pero que muy de más. Exactamente igual que los contumaces recortadores de derechos que estos días han aprovechado que las calles estaban llenas de ciudadanos cabreados para mezclarse entre ellos y venderles su bálsamo rojo, que ni es bálsamo ni, por supuesto, rojo.

Tal vez les parezca un tanto traída por los pelos la comparación del templo de Jerusalén con las protestas contra el Marianazo, pero seguramente porque cabalgamos hacia el apocalipsis, últimamente no dejan de salirme metáforas y alegorías bíblicas. De hecho, al pensar en estos mismos pirómanos que empezaron el incendio social y ahora van por ahí con mangueras de atrezzo, me es inevitable acordarme de los fariseos o versionar el sermón de la montaña: que tu puño izquierdo no sepa con qué destreza agarran la guadaña las falanges de tu mano derecha.

Habrá quien opine que cuanto más bulto se haga, mejor y que pelillos a la mar con lo que se hizo o se dejó de hacer ayer y anteayer. Me valdría, y aquí volvemos a los terrenos religiosos, si hubiera mediado un acto de contrición sentido y sincero. Verdes las han segado. No espere nadie que estos manifestantes de conveniencia muestren el menor arrepentimiento por los irreparables destrozos causados. Volverían a provocarlos mañana mismo sin que les temblara el pulso. Hace falta un látigo, siquiera imaginario.

El pucherazo, en su punto

Pardillo de mi, como si no guardara memoria de los escupitajos que le ha largado el PP a la mínima decencia, pensaba que esta vez iban de farol porque necesitaban una cortina de humo para tapar el cagarro de su gestión económica. O que era una piruleta para tener engatusados por un rato al frente cavernario y a los golfos apandadores que han hecho del victimeo un oficio muy bien remunerado. No es que creyera que habían cambiado —el que nace lechón muere gorrino—, pero sí que habían aprendido a disimular lo justo, que a ellos mismos les convenía trocar la mano de hierro por el guante blanco y empezar a usar un desodorante que no cantase tanto a testiculina.

El planteamiento es, además, tan burdo, tan grosero, tan de Romanones y Hassan II, que a cualquiera con media gota de pudor no le entraba en la cabeza que pudiera ir al BOE. ¿Engordar los censos de la CAV y Navarra con parroquianos afectos de las taifas hispanas donde hay excedente de palmeros gaviotiles? ¿Nada menos que entre 200 y 400.000? ¿Poner como único requisito para tal desafuero haber estado avencidado, aunque fuera un ratito, en el territorio colonizable a distancia y jurar por Snoopy que ETA les había hecho las maletas? Nótese que esos certificados los van a expedir los mismos que aspiran a convertirlos en votos contantes y sonantes. Suena tan ridículo que se antojaría imposible que nadie en su sano juicio se atreviera a defenderlo y menos a llevarlo a cabo. Pues deberíamos haber mirado el lema que rodea las torres de Hércules (con o sin aguilucho) en el escudo español: Semper plus ultra.

Adelantaba ayer La Razón, órgano oficioso de la falange mariana y la centuria basagoítida, que el pucherazo está en su punto, listo para servirse en las elecciones que López se resiste a convocar. La semana que viene, Dios y los rescatadores europeos mediante, nos darán los pelos y las señales. Vuelvo a preguntar: ¿cuándo nos vamos?

Cara de gilipollas

Tipos con moreno de velero y paladares acostumbrados a trasegar bebidas espirituosas de más de mil euros la botella te piden, con el mismo gesto displicente con que llaman al camarero para que les sirva otra, que arrimes el hombro. El instinto primario y el cabreo acumulado como el gas grisú en tu maltrecha y requeteausterizada persona te llevan de saque a acordarte de su puñetera calavera y a ciscarte con toda la razón del mundo en sus ancestros. Te entran unas irrefrenables ganas de echarte al monte o, si supieras cuál es la tuya, a las barricadas, a pagarlo a pedradas contra los escaparates de otros que sabes en tu fuero interno que son tan pringados como tú. Y da igual que te desfogues contra el indefenso mobiliario urbano: cuando repongan las farolas, los contenedores, los bancos o las papeleras, serás tú quien corra con los gastos. Como mucho, si eres keynesiano de manual, te quedará el consuelo de pensar que has contribuido al aumento de la demanda agregada. Una mierda, vamos.

Lo siguiente, siempre que estés en edad y en disposición mental de vértelas con las nuevas tecnologías, es Twitter, que te permite disparar al aire balas de santa indignación de no más de 140 caracteres de calibre. Algo es algo. Yo, que soy asiduo a esa terapia de grupo multitudinaria, sé que hay cientos y cientos de seres que van tirando gracias a la (falsa) sensación de que sus lamentos y sus convocatorias a tomar el palacio de invierno llegan a alguna retina. No falta quien, después de tres retuits, se siente la reencarnación virtual de Zapata, Agustina de Aragón o el cura Santa Cruz. Pero la mayoría se ve las zapatillas de estar en casa y el hechizo se desvanece.

Al final de la escapada está el espejo, a donde acudes a comprobar si tienes la cara de gilipollas que te ven los señoritos que te conminan a arrimar el hombro. Lo jodido es que aunque no la tengas, te la ves. De gilipollas integral.

Vete a casa

Ustedes, claro, ni idea de quién es un tal Pablo Martín Peré. Como yo hasta ayer mismo, cuando me lo encontré por casualidad en el tuit plañidero de un congénere suyo de esos que pasan directamente de delegado de curso a secretario de juventudes y de ahí a vieja gloria del aparato sin haber cotizado por cuenta ajena en su pinche existencia. ¿Que por qué deberíamos conocerlo? Ciertamente, el gachó no ha hecho absolutamente nada digno de mención ni se espera que lo haga, pero las circunstancias y el tinglado institucional en que estamos atrapados nos convierten en financiadores de sus necesidades y sus vicios. Es de sus impuestos y de los míos de donde sale el pico que este prenda se embolsa todos los meses por representarnos —es un decir— en el Congreso de los Diputados. Su ignota labor nos sale por 4.637,73 euros cada vez que cambiamos la hoja del calendario. Eso, suponiendo que no perciba otras gabelillas por bostezar en esta o aquella comisión. Dietas y gastos de transporte aparte, faltaría más.

A primera vista, y teniendo en cuenta cómo va el patio, no parece que esté mal, ¿verdad? Pues díganselo a él, pero en voz baja, que está que fuma en pipa a cuenta del pésimo trato que recibe de sus nada comprensivos pagadores, o sea, nosotros. Bajo el lagrimero título “Parlamentarios españoles: nuestra verdad”, el escocido Calimero de las Cortes se ha cascado una kilométrica entrada en su blog donde rezonga sin cuento por el escaso aprecio que dispensamos a sus desvelos continuos por el bien común. Que si no cobra un sueldo sino una “asignación constitucional”, que si en otros estados de Europa la retribución es mayor, que si viajan en preferente porque les sale más barato que en turista… Todo excusas no pedidas del mismo pelo que hasta a alguien como servidor que no comulga con la idea de que los políticos son unos jetas le hacen saltar: Pablo, deja de sacrificarte por mi. Vete a casa.

Los que joden

Hasta cierto punto, es normal que una grandísima hija de Fabra jaleara con un “¡Que se jodan!” el anuncio del enésimo machetazo a los derechos y la dignidad de los parados. Es altamente improbable que esta pija de manual con neurona única tuviera la menor noción del asunto que se estaba tratando. Aunque su familia extensa y su círculo de relaciones chachipirulis estén llenos de tipejos y tipejas que no han dado un palo al agua en su puta vida, seguramente jamás ha cruzado una palabra con alguien que quiera trabajar y no encuentre dónde. Dudo incluso que tal concepto pueda caberle a la peliteñida en el conjunto vacío que le hace las veces de cerebro. Tarea inútil, explicarle a esta niñata consentida cuyo mayor quebradero de cabeza es escoger entre un bolso de Louis Vuitton o uno de Loewe que hay gente que no es que no llegue a fin de mes, sino que no pasa del día uno.

El drama es que el destino de todas esas personas que no saben qué comerán mañana o cuándo los van a echar de su casa está en manos de individuos como Andrea Fabra. Porque puede que la vástaga del señor neofeudal de Castellón se haya delatado con su gesto de princesuela malcriada como el novamás de la insolidaridad indolente, pero no es la única que tal baila. Ni de su bancada ni de la de enfrente, esa a la que asegura que se refería con su “chincha rabiña”. La inmensa mayoría de los que asientan sus reales en el Congreso de los Diputados —ídem de lienzo en el Senado o en cámaras y camaritas autonómicas— no pueden hacerse ni la más remota idea de lo que significa ser un parado o una parada.

Simplemente, jamás se han visto ni a sí mismos ni a los de su entorno próximo en esa situación de angustia oceánica, de aniquilación total de la autoestima, que es cosechar una y otra y otra negativa. Legislan o hacen oposición sobre una realidad que les es absolutamente ajena. Y al que le afecte lo que decidan, que se joda.

Gabo sin memoria

Pasé sin transición de las aventuras de Los Cinco a El coronel no tiene quien le escriba. Recuerdo la cara extrañada de Nati, la librera, cuando me vio coger el ejemplar del expositor de Bruguera. “No sé si lo vas a entender”, me dijo y trató de convencerme de que si iba a empezar a leer “cosas de mayores”, tal vez era mejor que me estrenara con Barrio de Maravillas de Rosa Chacel. Desde la suficiencia de mis doce años recién cumplidos, miré con desdén lo que por su portada naif me sonó a novelita para chicas, puse en el mostrador dos billetes de cien pesetas —mis ahorros de varias semanas—, y salí de la tienda con aquel libro, rezando para no encontrarme con mis amigos y tener que darles explicaciones de mi nueva rareza.

Aquí podría exagerar la nota y decir que no volví a ser el mismo tras asistir, página a página, a la espera sin esperanza de ese anciano sin nombre, a quien imaginaba con la cara llena de arrugas y el gesto de haberlo vivido todo de mi abuelo paterno. Seguramente, no fue ni para la mitad, porque ya apuntaba maneras de futura alma atormentada —pura pose, no cunda el pánico—, pero algo sí debió de moverse dentro de mi, pues en los meses sucesivos fui invirtiendo mi paga, creo que por este orden, en Los funerales de la Mamá Grande, Crónica de una muerte anunciada, El otoño del patriarca (¡toma ya!) y, finalmente, Cien años de soledad.

La misma profesora de literatura con la que aprendí que todas esas historias que me subyugaban recibían el nombre de “realismo mágico” me descubrió el Pedro Páramo de Juan Rulfo y bajé a Gabriel García Márquez un peldaño de mi pedestal. Luego, me regalaron una edición barata de El perseguidor y otros cuentos de Cortázar con un pétalo en su interior, y volví a relegar a Gabo. Hoy, cuando leo que una maldita enfermedad le anda robando la memoria, por si un día me pasa lo mismo, he corrido hasta aquí a fijar mis recuerdos, que también son suyos.