Han resultado muy reveladoras las celebraciones y/o conmemoraciones de los cuarenta años de las elecciones del 15 de junio de 1977. Hasta lo puramente nominal daba para comentario de texto. Parece haber calado (o más bien, colado) lo de “las primeras elecciones de la Democracia”, así, con mayúscula en la última palabra-fetiche o énfasis engolado si se piaba de viva voz. Tampoco me pondré tan radicalazo como para anotar que está por ver que incluso en 2017 hayamos estrenado la tal democracia, pero los entusiastas usuarios de la expresión anterior me van a permitir que les recuerde que las citas con las urnas entre 1931 y 1936 también fueron, dentro lo que cabe, democráticas. Si queremos afinar más, situemos el punto de partida en las del 19 de noviembre de 1933, cuando por fin pudieron votar las mujeres pese a la contumaz oposición de cierta izquierda fetén. Así que dejemos las festejadas estos días como las primeras elecciones a Cortes tras la muerte de Franco.
Y todavía cabe ponerse una gotita más puntilloso y precisar que dicha muerte —el hecho biológico, como se llamaba entonces— fue de viejo y en la cama. El detalle no es menor. De hecho, explica lo que sucedió a continuación, que en realidad, venía preparándose desde tiempo antes de que el tirano la diñara: la sustitución monitorizada de una dictadura ineficaz y fea a los ojos de los mandarines del mundo por un sistema medianamente presentable de puertas afuera. Se hizo a modo de cambalache. Queda muy bien denunciarlo hoy, pero entonces no había más tutía. Como sentenció Vázquez Montalbán, era lo que imponía la correlación… de debilidades.