Me perdonarán la obviedad del título, pero espero que lo entiendan. Llevamos ni sé las elecciones cuyos resultados provocan un cabreo tardío, literalmente póstumo, del personal, acompañado incluso de tan aguerridas como inútiles manifestaciones de protesta al día siguiente de la cita con las urnas. O simplemente de lamentos y rechinares de dientes por un desenlace escasamente agradable del escrutinio. Lo tremendo es que no pocas veces, quienes más disgusto manifiestan fuera de plazo son tipos y tipas que tuvieron a bien (o sea, a mal) pasar un kilo de acercarse a su colegio electoral.
No permitan que eso vuelva a pasar. No lloren mañana lo que pudieron evitar la víspera. Voten hoy. A la opción que entiendan que es la mejor o, siquiera, la menos mala. Tomando, desde luego, todas las precauciones en medio de esta peste que se empeña en no irse. Pero voten. Dejen con dos palmos de narices a los presuntos demócratas —algunos, hasta con autotítulo de antifascistas— que, meándose a chorros en la soberanía popular a la que tanto y tan en falso apelan, jugaron primero a impedir el ejercicio del derecho a sufragio y después, a tirar por los suelos la participación con mensajes apocalípticos. Si siempre nos sobrepusimos al voto del miedo, hoy debemos hacer lo propio con la abstención del pánico interesado.