Rajoy defiende a Barcina

Cómo degenera la especie ultramontana. Hemos pasado del “Antes roja que rota” al actual “Mejor corrupta que lo que sea”. Rajoy defendiendo a Barcina es la reedición en el tercer milenio de los apaños de la CEDA, Mola, el Conde de Rodezno y demás carcunda que bañaron en sangre la tierra que tanto decían amar. Esta vez, por fortuna, no hay riesgo de paseíllos, cunetas, ni grilletes en San Cristóbal. Permanece prácticamente igual, eso sí, la coartada ideológica encapsulada en el santo y seña clásico: Navarra, cuestión de Estado, foral (o así) y por pelotas, española.

Pero tampoco nos engañemos demasiado ahí. Ni tan mal, si fueran unas ideas o unas convicciones, por muy rancias que resulten, las que estuvieran en juego. Habría una cierta dignidad en ello o, qué sé yo, por lo menos, unos gramos de coherencia. Poco de eso hay, sin embargo. Como señalaba la genial viñeta de El Roto anteayer, si a un patriota español le rascas el bolsillo, descubres que en realidad es suizo. Y esto vale igual para el navarrista más furibundo. Su gran pesadilla no es tanto que su nación sentimental se vaya por el desagüe, como que con ella desaparezcan su pecunio y, más importante todavía, su poder sobre casi todas las cosas que se mueven en lo que queda del viejo reino. Desafío a cualquiera a encontrar en la península un lugar donde la palabra régimen tenga tanto sentido como en Navarra. No es algo que venga de hace treinta años como en Andalucía o de hace veintipico como en Castilla-León. Hablamos de un siglo largo, y habrá quien pueda documentar que hasta de alguno más. Ojalá estos que vivimos sean sus últimos días.

AVT, Sociedad Limitada

Y tanto que no hay peor cuña que la de la misma madera. El Mundo ha estrenado su era postpedrojotesca con un par de lametones a las patas de la gaviota y, por el mismo precio, con un ataque a la yugular de la sacrosanta e intocable AVT, que de unos meses acá le anda tocando los pelendengues al Gobierno español. Hasta el momento de escribir estas líneas, dos entregas demoledoras dando pelos y señales de todo tipo de manejos turbios (presuntamente) perpetrados por la actual dirección que encabeza la ex-dependienta venida a más Ángeles Pedraza Portero. Conociendo la querencia por el serial del mentado diario, se presume que habrá nuevos capítulos, si bien lo ya publicado basta y sobra para hacerse una idea —o sea, para confirmarla— de los usos y costumbres de la benemérita cofradía.

Citando numerosas fuentes que conocen muy bien el percal, se denuncian pucherazos en las asambleas, utilización indiscriminada de datos personales de asociados para fines espurios, una caja B, y de postre, tiranía en el trato a empleados, colaboradores y, oh sí, víctimas de a pie. Hay un entrecomillado que pone los pelos de punta al tiempo que explica a la perfección el mecanismo del sonajero: “O se está con el equipo o eres un abertzale”. Semejante lindeza se atribuye al lugarteniente de Pedraza, un tal Miguel Ángel Folguera, de profesión guardia civil, que lleva años reclamando una condición de víctima que se da por absolutamente imaginaria. De hecho, otra de las trapisondas puestas en solfa por El Mundo es la mediación de la presidenta ante la cúpula del Ministerio de Interior para que le concedieran por su cara bonita el certificado que da derecho a percibir unos euritos al mes a sumar a los que ya se embolsa por su supuesta dedicación a la causa auvetera. Como se ve, una cuestión de purita dignidad, decencia, honorabilidad, integridad y me llevo una. O ya sin ironía, nada que no imaginásemos desde hace mucho.

El cariño de Fabra

Como a Al Capone, a Carlos Fabra lo han absuelto de todas las tropelías gordas y lo han condenado por defraudar al fisco. La diferencia es que mientras el rey del hampa de Chicago tuvo que pasar sus penúltimos y patéticos años en la trena, tiene toda la pinta de que el cacique de Castellón no va a llegar a pisar el presidio como no sea de visita. Para chulo su pirulo, él mismo tuvo la desfachatez de convocar a sus despreciados plumíferos con el único fin de regodearse y soltarles a la jeta que no está ni entre sus intenciones ni entre sus cálculos dormir un solo día en el catre de una celda. Y lo jodido es que no era una bravuconada del enorme fantoche que ha sido, es y será, sino el enunciado de una certeza avalada por la legislación vigente, que es como da más gustito ciscarse en la Justicia. Igual para todos y tal, ya saben.

La directa sería agarrarse un cabreo del nueve largo y ponerse a despotricar y a hacer aspavientos hasta que las agujetas nos detengan. Pero, ¿para qué, si ya hemos agotado las reservas completas de indignación que nos puede provocar este personaje? No queda exabrupto que no se haya gargajeado sobre él sin obtener más resultado que verlo cómo se libra una y otra vez del piano que siempre parece que está a punto de caerle encima. En la siguiente viñeta, para colmo, tenemos que aguantar su sonrisa siniestra tras las gafas oscuras y el consiguiente corte de mangas. Quizá debamos mirar hacia otro lado.

No, no me entiendan mal. No estoy apelando a la vergonzosa apatía que suele abonar el terreno para la impunidad. Digo que en lugar de encabronarnos únicamente con el padre de Andreíta Fabra, procede dirigir también los ojos a quienes llevan años cubriéndolo de votos, esos y esas que, en palabras del propio sujeto, le han dispensado su cariño incondicional. El pueblo soberano, o por lo menos una parte muy numerosa del mismo, ha sido cómplice imprescindible, ¿no creen?

Un rumano preguntando

Los periodistas somos de traca. Pero no de colección para concurso de Astondoa o Vicente Caballer. Con suerte, llegamos a cohete del día de la patrona en una pedanía donde Cristo perdió el mechero. Lógico, como dice la martingala que repetían el primer día de clase en la facultad los profesores de las siete asignaturas, que nuestras madres prefieran pensar que somos pianistas en un burdel. O traficantes de armas, o tesoreros del PP, cualquier cosa antes que miembros de un gremio que se asombra de su propio ser. ¡Pues no te joroba que convertimos en prodigio nunca visto que uno de nuestro oficio levante la mano y haga una pregunta! Y no crean que el plumífero protagonista del portento cuestionó a su interlocutor sobre la inmanencia como opuesto y complemento de la trascendencia, la fórmula de la cocacola, ni sobre otra hondura metafísica del pelo. Qué va. Todo lo que hizo el colega erigido en leyenda instantánea fue interpelar a Mariano Rajoy, aprovechando que lo tenía enfrente, acerca de su intención de comparecer o no en el parlamento para echarse unos ripios en torno al marrón Bárcenas. Exactamente lo mismo que habría hecho cualquiera de las decenas de tribuletes acreditados en la alocución protocolaria conjunta del presidente español y el primer ministro de Rumanía, ¿verdad?

Tal se diría, si no fuera por la sorpresa y el festejo que acompañaron a lo que debería haber sido, insisto, rutina. “Y un rumano lo consiguió”, narraba la gesta un diario. “El periodista rumano que hizo hablar a Rajoy”, encumbraba otro al corresponsal que había hecho algo tan extraordinario como ganarse el sueldo. Las emisoras de radio y las cadenas de televisión se lo disputaban, cual si fuera el ganador de una bonoloto millonaria para acribillarlo a melonadas que, más que admiración, destilaban una nauseabunda condescendencia. Lo sustantivo no era la pregunta, sino que la había hecho un rumano, claro.

España aguanta todo

Dice Joseba Egibar que el estado —el español, se entiende— no tiene futuro porque se le están cayendo todas las estructuras. Para que no se quede en frase, hace el pertinente inventario de la catástrofe: gobierno bajo sospecha, cúpula financiera y empresarial enmarronada, economía en las raspas, y de propina, la Corona campechana pillada en mil renuncios y con la imagen hecha unos zorros. A primera vista, no hay mucho con lo que refutar ese diagnóstico que, de hecho, se parece bastante a la composición de lugar que la mayoría nos hemos ido haciendo en los últimos meses a golpe de titular y evidencia. Se diría, ¿verdad?, que es cuestión de un soplido que todo se vaya definitivamente al guano. Desafiaría cualquier principio fundamental de la lógica y de la física que ocurriera otra cosa distinta al colapso irreparable. Y sin embargo, ocurrirá. España, con su mala salud de hierro, saldrá de esta y nos enterrará a todos.

Háganse con un libro de Historia y verán cómo desde Isabel y Fernando para acá, mal que bien ha ido escapando de envites bastante más peliagudos. A poco profunda que sea su lectura, en ese mismo manual comprobarán que el episodio actual, aparte de ser una minucia, encaja en la más absoluta de las normalidades. Ahí es donde quería llevarles: lo que hoy vivimos no solo no es excepcional, sino que se corresponde con lo que a lo largo de los siglos ha hecho perdurar la realidad institucional española. Y la de otros estados o naciones, no me vayan a tomar por donde no voy. Gobiernos ladrones y asesinos si tocaba, élites financieras sin escrúpulos ni ganas de tenerlos, familias reales con mil líos de alcoba y dos mil mangancias acreditadas… Con el entreverado de una Iglesia y un ejército que tal han bailado, esas son las únicas estructuras que sostienen el invento. No pueden caer porque son un todo compacto de capas de podredumbre que se van superponiendo hasta el infinito.

Dejarnos llevar

Saquemos la herramienta de medir gravedades históricas y procedamos a calcular cómo de tremebundo es el momento que atravesamos. Por los titulares, las tertulias y Twitter, se diría que vivimos instalados en la convulsión, la zozobra y el sindiós que preceden a acontecimientos extraordinarios. Al primer bote, la caída estrepitosa del Gobierno español ahogado en su propia mugre, e inmediatamente después, el desmoronamiento del putrefacto sistema que ha hecho de la corrupción y la inmoralidad los únicos comportamientos válidos para la consecución y la conservación del poder. Pues menos lobos. Si retiramos la espuma, el blablablá y las toneladas de impostura vertidas a diestra y siniestra, comprobaremos que esta bronca que parece el recopón de la baraja y la antesala de no sé qué nueva era, no pasa de serpiente de verano. Como siempre, se nos va la fuerza en el lirili y cuando llega la hora del lerele, tenemos mejores cosas que hacer.

No, de aquí no obtendremos nada en limpio. Y probablemente, ni falta que nos hace, porque en el fondo, esta mierda por la que tanto protestamos entre gamba y gamba es la que hemos elegido y la que bendecimos con nuestros actos cotidianos. Es una porquería manejable casi a placer. Nos permite ser simultáneamente y sin ningún problema de conciencia sus mayores detractores y sus mayores cómplices. Se rige, además, por los principios más simples: los malos o los equivocados son siempre los otros. Es más, nuestros malos son indefectiblemente buenos y nuestros equivocados, impepinablemente acertados. ¿Por qué? Pues por qué va a ser, porque sí, y el que nos pida que lo razonemos es un cabrón, un fascista y un enemigo del pueblo.

Hacemos que no pase nada y nos quejamos de que no pase nada. Lo anoto como constatación más que como crítica. Tal vez sea ese el sentido de nuestras vidas, dejarnos llevar mansamente y reservarnos el derecho de echar la culpa a los demás.

Su delincuente, señor Alonso

Si tuviera tiempo y una moviola, me vería marcha atrás a cámara superlenta los kilómetros y kilómetros de película del culebrón barcenesco hasta encontrar el fotograma exacto en el que el tipejo de la gomina se convierte en delincuente. A ojos de la oficialidad pepera, quiero decir. El resto de espectadores, más acostumbrados de lo que quisiéramos al género mafioso-politiquil, tuvimos claro desde su primera aparición en escena que el gachó no era trigo limpio. Sin embargo, la cúpula —o la cópula, si lo prefieren— genovesa defendía su honorabilidad y bonhomía a capa, espada y berbiquí. Quedan para la antología aquellas palabras del mero mero Rajoy porfiando, en una curiosa construcción gramatical, que nadie podría probar que el ciudadano motejado como el cabrón no era inocente.

Ese doble tirabuzón negativo con titubeo incorporado se espolvoreó, como seguramente recordarán, en el Parlamento vasco, donde el líder carismático o así compareció arropado por una miscelánea de figurantes llamados Antonio, Arantza, Borja, Iñaki, Antón o Leopoldo, no sé si les sonará alguno; son secundarios que por aquí trabajan bastante. Faltaba en la foto (o supo escapar al encuadre, será por mañas) un tal Alfonso Alonso, gran medrador y diestro manejador del piolet, que igual que el resto de los citados, es uno de los Kirikos principales del corral vascongado de la gaviota. Lo miento —del verbo mentar, no de mentir— porque todo parece apuntarle como el depositario del secreto de la transmutación de Bárcenas de enorme ser humano perseguido artera e injustamente a mangante de tres al cuarto. No en vano, fue la suya la primera boca mariana que promulgó la excomunión del antiguo conmilitón ejemplar. “¡Están ustedes apadrinando a un delincuente!”, escupió el trepador vitoriano a la oposición en el Congreso. Hasta el políticamente moribundo Pérez Rubalcaba resucitó: “Efectivamente, su delincuente, señor Alonso”.