Otro farsante al descubierto

José Ángel Fernández Villa ha salido en los papeles mucho menos que el pequeño Nicolás, a pesar de que le aventaja en miles de trapisondas. Por pura cuestión biológica. Cuando vino al mundo el niñato cuya prometedora carrera parece haber terminado prematuramente, Villa llevaba decenios de maniobras orquestales en la oscuridad. Nada se movía en la cuenca minera asturiana y casi nada en el Principado sin el visto bueno del cacique rojo al que le acaban de descubrir, como a un Pujol de vía estrecha, 1,4 millones de euros de procedencia inexplicable. Igual que el otrora molt honorable, se ha amorrado a la excusa de la herencia familiar, cuando hasta el último de sus paisanos sabe que su padre era un humilde chigrero.

Nadie en su entorno parece estar dispuesto a creerle. Ahí está su incalculable drama y, de paso, la tremenda enseñanza sobre la condición humana. Apenas ayer, su santa voluntad se cumplía con idéntica sumisión en el fondo del pozo que en las plantas nobles de partidos (el suyo y los demás), administraciones o empresas de cualquier tamaño. Caído en desgracia en apenas 48 horas, las que mediaron entre la difusión de la noticia y su expulsión sumarísima del PSOE tras más de 40 años de militancia, hasta quienes fueron sus más próximos reniegan de él.

Y no es que guarden silencio. Peor: han empezado a largar por los codos sobre cómo las gastaba Villa, incluyendo huelgas amañadas, vidas de compañeros arruinadas, trasiego de multimillonarias subvenciones para callar bocas y, de propina, presuntos chivatazos a la Brigada Político Social. Todo muy sucio, sí. Tanto como contarlo justamente ahora.

Corruptos soberanos

De nuevo, las columnas y los comentarios se llenan de alusiones a la Tangentópolis italiana. He perdido la cuenta de las veces que, tras la aparición de un nuevo caso de corrupción en Hispanistán, creemos estar a las puertas de un derrumbe de régimen como el que ocurrió en la península de la bota a principios de los noventa del siglo pasado. Quizá, quién sabe, esta sea la buena. Desde luego,  la Operación Púnica —qué arte en el bautismo tiene algún benemérito— marca el récord de trincones detenidos en menos tiempo. Parece, además, que se trata de un menú degustación. Por lo que se va conociendo e intuyendo, hay una larga lista de mangantes aguardando turno (es decir, la recopilación de indicios suficientes) para ser emplumados. A diferencia de otras ocasiones, todo apunta a que en sus partidos nadie va a mover un dedo por ellos. Por una parte, porque hemos entrado en la fase del sálvese quien pueda, y por otra, porque, según nos cuentan, las presuntas rapiñas no eran para compartir con la caja B común, imperdonable egoísmo.

A la espera de nuevos y jugosos capítulos de la novela marrón recién inaugurada, que los habrá, les propongo una reflexión sobre sus protagonistas. Y más concretamente, sobre los que tienen la condición de políticos. ¿Se han parado a pensar cómo llegaron a los puestos desde los que han podido ejercer su latrocinio? Tristemente, a golpe de voto popular. Varios de los ahora encausados pueden exhibir pingües mayorías revalidadas elección a elección. Buena parte del mismo pueblo que ahora echa pestes sobre ellos les dio la llave del pillaje. Son corruptos, sí, pero soberanos.

Nicolás y otros farsantes

De todas las historias recientes, ninguna me ha subyugado tanto como la de ese truhán semialevín que han dado en llamar el pequeño Nicolás. Al fondo a la izquierda, los ortodoxos me reprochan que me tome a chunga lo que debería indignarme como otra muestra más de la podredumbre hispana. Pero por más que lo intento, soy incapaz de cabrearme con este imberbe con cara de llevahostias que se la ha dado con queso a la crema y la nata de la peperidad y territorios aledaños. Y lo mejor es que lo ha hecho colándose en la cúpula del trueno, practicando un modo de entrismo que deja en aficionados a los teóricos trostkistas que predicaban la infiltración. Lo gracioso del caso es que él mismo profesa la fe política de los pardillos —julas o julais, se dice en la jerga— a los que ha hecho morder el polvo.

Como a la juez que le tomó declaración, no me acaba de cuadrar que un niñato, por muy de Nuevas Generaciones que sea, se la pegue con tan aparente facilidad a consumados maestros de la estafa como la mayoría de sus víctimas. Algo más debe de haber que todavía no se nos ha contado y que probablemente no lleguemos a descubrir, porque como sabemos por timos más pedestres, como la estampita o el tocomocho, los que pican suelen obrar con peor fe que los que los endosan.

Añado el nombre del pollo pera a mi lista de farsantes favoritos. Ahí están Tania Head (o sea, Alicia Esteve), presidenta glorificada de las asociación de víctimas del 11-S sin haber pisado Nueva York el día de autos, o Enric Marco, que durante años provocó llantos con sus historias de Mauthausen, donde jamás había estado. ¿Culpa de los engañadores o de los engañados?

Incorrompibles o así

Me emociona comprobar la honradez inquebrantable de mis congéneres. La teórica, claro, la que se manifiesta en condiciones de laboratorio, en un vacío moral donde la integridad no corre el menor riesgo. En esas circunstancias completamente ajenas a la posibilidad de realización práctica, resulta que 99 de cada 100 mortales consultados aseguran que jamás aceptarían una tarjeta de crédito de la que tirar a discreción sin que el saldo de la cuenta propia disminuya ni un céntimo. Algunos hasta se ofenden por la duda, y la mayoría se descuelga con una filípica morrocotuda sobre la falta de principios y valores. La lanzan con tanta vehemencia que se queda uno avergonzado para sus adentros, pensando que ni con aceite hirviendo confesará que es la excepción de la centena, aunque ahora que caigo, me acabo de delatar ante ustedes.

Caray, no me miren así. No estoy diciendo que me tiraría en plancha a coger el plastiquito mágico. Solo que le daría un par de vueltas al asunto. Lo más probable es que al final pediría que apartaran de mi ese cáliz. Llevado por algún leve prejuicio ético, sí, pero más que nada —y aquí quizá vuelva a decepcionarles—, por miedo a que me pillasen, que es el mismo motivo que me impide mangar un libro en El Corte Inglés o colarme en el metro.

Júzguenme tan duramente como crean conveniente, pero no sin haber hecho antes su propio examen de conciencia al respecto. A sus pies, si salen del envite con buena nota. Y después, dediquen un tiempo a reflexionar sobre cómo es posible que, siendo los campeones de la virtud, surja a nuestro alrededor semejante cantidad de ladrones sin escrúpulos.

Corrupción institucional

Al girar la puerta, no necesariamente hay una eléctrica o una teleco. Alberto Ruiz-Gallardón, por ejemplo, se encontró con un Consejo Consultivo. El de la Comunidad de Madrid, esa que anda afeando a los demás no sé qué privilegios y prebendas. Puede sonar a premio de consolación, pero, oigan, son 8.500 euros del ala al mes por una reunión semanal que se celebra los miércoles, salvo, imagino, cuando le toca Champions a los merengues. Hasta el sastre de Tarzán trabaja más. El lote incluye coche oficial, despacho, secretaria (o secretario, digo yo) y la utillería de rigor, a saber, Iphone del copón, tablet de quitar el hipo y resmillería personalizada. ¡Ah! Y para que luego digan de la temporalidad de los contratos, se trata de un puesto vitalicio. Sin periodo de prueba ni nada. Aquí te ficho, aquí cobras la primera dieta: no se le habían secado las lágrimas por la dimisión del martes, y el jueves estaba ya a la orden. Solo el Tribunal Constitucional resolviendo recursos contra Catalunya tiene acreditada tal celeridad.

Por lo demás, al progre más ultra (o viceversa) no le va a faltar buena compañía. Preside la cosa Ignacio Astarloa, presunto muñidor de algún indulto firmado por el propio Alberto, culo conocedor de una amplia panoplia de cargos, y todavía diputado en el Congreso; las incompatibilidades son para para los pringaos. También hay otra media docena de perfectos desconocidos y, rematando el lustre, ese simpático bribón de la política que atiende por Joaquín Leguina. Se pregunta uno qué necesidad tendrá este ganado de andar con sobres y cajas B, si tienen la corrupción institucionalizada.

Giorgio Pujolone

Dando la razón a las viejas maledicencias mesetarias, el pasado viernes Jordi Pujol se apareció en el Parlament como Giorgio Pujolone, capo di capi de la Cosa Nostra institucional en la Catalunya peninsular. Totó Riina y Bernardo Provenzano, padrinos de la marca original siciliana, tienen acreditadas actuaciones similares ante los tribunales que llegaron a juzgarlos y condenarlos. Desde el banquillo de los acusados, se revolvían como hidras jurando (o sea, perjurando) que solo eran  honrados campesinos, afirmación que ellos mismos desmentían al advertir a jueces y fiscales de las funestas consecuencias que tendría tocarles un pelo. Su caída —amenazaban, y de algún modo se cumplió— precipitaría el hundimiento de las más altas instancias del Estado italiano. La versión del (creo que) todavía dignificado como Molt Honorable fue la metáfora de la rama y el árbol, que no deja de ser una adaptación del universal chiste del paciente que le agarraba de sus partes al dentista: “No nos iremos a hacer daño, ¿verdad, doctor?”.

De perdido al río, a Zu Pujolone no le queda otra que la huida hacia adelante. Su comportamiento es tan despreciable como humanamente comprensible. Consciente de que su lugar en la Historia se ha ido al guano —hasta que lo rehabiliten, como se hizo con el ilustre corrupto Indalecio Prieto, por ejemplo—, su única aspiración es limitar daños, especialmente para su famiglia, puesto que él está amortizado. Ha sido una jugada muy hábil recordar en presencia de no pocos de sus cómplices de siglas múltiples que sus presuntos delitos fueron perpetrados a la vista y con beneficio de muchos.

José Bono o la inmundicia

Un antiguo compañero de José Bono en el PSP de Tierno Galván me lo describió como el peor hijo de puta que había conocido en su vida. No llegaré tan lejos, sobre todo, por respeto a su difunta madre. Lo dejo, sabiendo que me quedo corto, en canalla, rastrero y miserable.

¿Qué por qué me ocupo hoy y en este tono despendolado de un forúnculo fosilizado que ya no pinta nada salvo para las cuatro tertulias —ora fachas, ora progres— que le ríen las gracias de tarde en tarde? Me alegrará que no lo imaginen, porque es señal de que el pasado domingo tuvieron mejores cosas que hacer que leer la huevonada galáctica que publicó en El País. Siento sacarles de su bendita ignorancia y les prometo que he calibrado si no sería mejor dejarlo correr para no regalarle al individuo una gota de la trascendencia que no consiguió. En este caso he concluido que la rufianada no podía pasar sin una mínima apostilla.

La pieza se titula “Menos corrupción y más solidaridad es lo que necesita Cataluña”, que ya hay que tener pelendengues para encabezar así, estando de porquería hasta el cuello. La pretensión es doble: menear la cloaca antisoberanista y promocionar su próximo libro de memorias. Curiosa palabra, esa última, teniendo en cuenta que la víctima propiciatoria del escrito es Pasqual Maragall, a quien el Alzheimer le está robando sus recuerdos. Aprovechando tal desigualdad y sabiéndose a salvo de réplica, el cobarde ventajista Bono recrea una supuesta conversación de hace nueve años en la que Maragall queda como el bribón inepto que abrió la puerta al secesionismo ahora imparable. Juzguen si se puede caer más bajo.