Sí nos representan

Debate, estado, nación. Solo con esos tres sustantivos tenemos para montar un Bizancio semántico. Diseccionados individualmente, los tres son asaz discutibles. Juntos en una misma expresión resultan, según, una tomadura de pelo del quince o una entretenedera vacía. Mucho más si la presunta nación cuyo presunto estado presuntamente se debate es la denominada España. Y si tal ejercicio se lleva a cabo en el Congreso de los Diputados de la madrileñísima Carrera de San Jerónimo, mejor apagamos y nos vamos. Se me ocurren pocos lugares menos capacitados que ese para expedir cualquier tipo de diagnóstico sobre una realidad totalmente ajena a los frecuentadores de las Cortes. Sucede que ellas y ellos tienen una existencia paralela. Viven en una suerte de cueva de Platón de cinco estrellas y tres tenedores desde donde solo alcanzan a ver unas sombras que toman por personas sobre las que pontifican, polemizan y, ¡ay!, legislan. La mayoría ni siquiera recuerda que antes de ir en una lista y sacarse la lotería de las urnas fueron ciudadanos de a pie. Cuatro mil y pico pavos limpios al mes —dietas, viajes y otras gabelas aparte— son el mejor disolvente de la memoria.

¿Voy a parar al “No nos representan”? Ya quisiera, pero mi gran frustración es saber que sí lo hacen y que no tengo —no tenemos— ningún modo de evitarlo, ni de soslayarlo, ni de limitar sus letales efectos. Ajo y agua. Como lujo, una lengua larga para lamerse las heridas y soltar un juramento en arameo un minuto antes de aplacar la mala sangre viendo el Milan-Barça.

Pero habrá alguno que se salve, ¿no? Son 350 escaños. Por estadística, es probable, ¿pero quién? Descarto a todo el banco azul y a sus sostenedores. También a la oposición mayoritaria de aguachirle con cien armarios llenos de cadáveres. Y en la minoritaria, pues hombre, hay de casi todo, incluyendo pose, panfleto, pasteleo y siesta. Tal vez sea lo que nos merecemos.

Las raíces del mal

Los 22 millones en una cuenta Suiza, los áticos comprados en oscuro, la pasarela de las poltronas a los consejos de administración, el enchufe de parientes hasta quinto grado de consanguinidad y todas las demás prácticas de la gama marrón son solo la parte visible —cuando llegamos a verla, claro— de la corrupción política. De poco sirve que de tanto en tanto contemplemos a alguno de los mangantes sometidos a pena real o de telediario. Como dice el mito sobre las canas, por cada afanador que se arranca salen diez de estreno, con el know-how del trinque mejorado gracias al escarmiento en carne ajena y a que las ciencias del choriceo adelantan una barbaridad. A lo más que podemos aspirar es a renovar el elenco de sirleros de guante blanco. Ayer Juan Guerra, Roldán o Urralburu; hoy, Matas, Bárcenas o Urdangarín. Sobres y maletines, complementos que nunca pasan de moda.

¿Qué, otra columna cínica y depresiva, Vizcaíno? No es tal la intención, lo prometo. Solo pretendo que, además de a la hojarasca, miremos al suelo. Más abajo en realidad: al subsuelo, que es donde están profundamente enterradas las raíces del árbol del mal. El pecado original (exprimamos la metáfora) reside exactamente ahí, en la cota en que nosotros, ilusos mortales, creemos que se asientan los cimientos de la democracia. Llamémosle voto, eso que cada equis depositamos en una urna creyendo que es un aval para que nos solucionen los problemas y nos construyan el futuro de acuerdo con una ideología o unos principios que más o menos compartimos.

Ocurre que, una vez contadas, las papeletas se canjean por parcelas de poder. El premio gordo es el Gobierno, pero si se saben jugar las cartas y ayuda la aritmética, la oposición también es un capitalito, como puede atestiguar Maneiro. En ese punto pasamos a ser figurantes de una versión edulcorada del despotismo ilustrado de toda la vida. Y entonces, la corrupción germina y florece.

Lo que vale un rodillo

El PP rechaza que Mariano Rajoy explique en el Congreso el caso Bárcenas. El PP rechaza que Mato comparezca para explicar su gestión en el ministerio. El PP rechaza que Soria explique los últimos cambios tarifarios. El PP rechaza que los ministros expliquen los informes sobre cuentas en Suiza. El PP rechaza que Pastor explique la eliminación de subvenciones al transporte. El PP rechaza que Gallardón aclare ya en el Congreso cuándo se eximirá de tasas judiciales a las víctimas de maltrato. El PP rechaza que Montoro adelante datos sobre el déficit. El PP rechaza que Morenés aclare en el Congreso su discurso de Pascua Militar. El PP rechaza que Arias Cañete comparezca por la ley de la cadena alimentaria. El PP rechaza que Fátima Báñez detalle sus intenciones sobre el Plan Prepara. El PP rechaza que el Banco de España hable del informe de sus inspectores. El PP rechaza un Pleno del Congreso sobre el presupuesto europeo.

Todo eso, se lo juro por el churumbel de Piqué y Shakira, es cosecha de una sola tarde. Concretamente, la del pasado martes. Cuando salió el tercer teletipo con el mismo encabezado, me dio por empezar la colección y, como ven, llegué hasta la docena. Ahora vayan al manual de instrucciones de la democracia parlamentaria y lean que una de las funciones principales del poder legislativo es ejercer el control sobre el poder ejecutivo. Y luego, acudan a los periódicos de hoy mismo a enterarse de que en esa misma cámara ninguneada comparecieron ayer unos expertos para ilustrar a sus señorías sobre una tal Ley de Transparencia que se cuece a fuego lentísimo. Lo siguiente es a su elección: o les da un ataque de risa histérica o se ponen a llorar desconsoladamente. ¿Vale agarrarse un rebote del quince y acordarse de un centenar de árboles genealógicos completos? Pues también. Lo único que les pido es que la próxima vez que tengan un voto en la mano piensen para lo que sirve. O no.

El poder de un voto

Quise hacer un pequeño chiste en Twitter y me salió por la culata. “Es tremendo pensar que mi voto vale lo mismo que el de Amaia Montero”, escribí. Puse ese nombre porque el día anterior la ex-solista de La Oreja de Van Gogh había vuelto a cubrirse de gloria con una bocachanclada King Size de las suyas. Ni quince segundos tardaron en empezar a llegar respuestas que me bajaron del guindo: “De eso nada. Tú vives en Bizkaia y ella en Gipuzkoa. Por tanto, su voto vale más que el tuyo”. El más, en mayúsculas, para endurecer el golpe. Tocado y casi hundido.

Sí, solo casi porque, en realidad, ya lo sabía y no pocas veces he despotricado sobre lo perverso del caprichoso y desnaturalizador 25-25-25, nuestra propia versión del café para todos. De igual modo, soy consciente del juego de trileros que esconde el reparto de cocientes —Satanás confunda al señor D’Hont—, de la parcialidad descarada de las Juntas Electorales centrales o de la arbitraria distribución de recursos que busca ponérselo en sánscrito a las formaciones pequeñas. A estas alturas, no me darán el Nobel por descubrir que lo de “una persona, un voto” tiene más letra pequeña que el contrato de mi tarjeta de crédito. No será a mi a quien sorprendan haciendo loas a la fiesta de la democracia, que bastante claro tengo que es un sarao donde se reserva el derecho de admisión.

Y sin embargo, por el posibilismo que me ha crecido junto a las canas o justamente por todo lo contrario, sigo defendiendo el poder, aunque sea infinitesimal, de depositar una papeleta en una urna. O si es el caso, de no depositar ninguna. Lo que importa es que se trate de una decisión plenamente voluntaria y meditada, un ejercicio —ahora que se habla tanto de ella— de soberanía personal. Que nos impongamos sobre la pereza, la desidia o la tentación derrotista de creer que lo que hagamos no cambiará las cosas. En más de una ocasión, un solo voto las ha cambiado.

El pucherazo, en su punto

Pardillo de mi, como si no guardara memoria de los escupitajos que le ha largado el PP a la mínima decencia, pensaba que esta vez iban de farol porque necesitaban una cortina de humo para tapar el cagarro de su gestión económica. O que era una piruleta para tener engatusados por un rato al frente cavernario y a los golfos apandadores que han hecho del victimeo un oficio muy bien remunerado. No es que creyera que habían cambiado —el que nace lechón muere gorrino—, pero sí que habían aprendido a disimular lo justo, que a ellos mismos les convenía trocar la mano de hierro por el guante blanco y empezar a usar un desodorante que no cantase tanto a testiculina.

El planteamiento es, además, tan burdo, tan grosero, tan de Romanones y Hassan II, que a cualquiera con media gota de pudor no le entraba en la cabeza que pudiera ir al BOE. ¿Engordar los censos de la CAV y Navarra con parroquianos afectos de las taifas hispanas donde hay excedente de palmeros gaviotiles? ¿Nada menos que entre 200 y 400.000? ¿Poner como único requisito para tal desafuero haber estado avencidado, aunque fuera un ratito, en el territorio colonizable a distancia y jurar por Snoopy que ETA les había hecho las maletas? Nótese que esos certificados los van a expedir los mismos que aspiran a convertirlos en votos contantes y sonantes. Suena tan ridículo que se antojaría imposible que nadie en su sano juicio se atreviera a defenderlo y menos a llevarlo a cabo. Pues deberíamos haber mirado el lema que rodea las torres de Hércules (con o sin aguilucho) en el escudo español: Semper plus ultra.

Adelantaba ayer La Razón, órgano oficioso de la falange mariana y la centuria basagoítida, que el pucherazo está en su punto, listo para servirse en las elecciones que López se resiste a convocar. La semana que viene, Dios y los rescatadores europeos mediante, nos darán los pelos y las señales. Vuelvo a preguntar: ¿cuándo nos vamos?

Esos tecnócratas

Nos la han colado doblada con lo de los tecnócratas. Al oír la palabreja, todos —servidor a la cabeza— salimos como Miuras a acordarnos de la parentela de los que se han pasado por la sobaquera las cuatro chispitas de democracia que nos quedaban. Claro que hay mucho de eso, pero según estábamos entrando ciegos al trapo y reivindicando el derecho a decidir incluso a los malos políticos, no reparamos en una evidencia que empeora las cosas: los tales técnicos impuestos saltándose las urnas no son entes exquisitamente asépticos. Todo lo contrario. El maletín de herramientas que traen para desatascar las cañerías económicas está a rebosar, además de tijeras, serruchos, bisturís y otros artilugios con filo, de ideología. De una ideología muy determinada, que no es precisamente la socialdemocracia.

Ocurre que, al venir disfrazados de eficientísimos gestores, les franqueamos el paso con la misma candidez que le damos las llaves al mecánico que nos va a cambiar el aceite. Será tarde cuando descubramos que, más allá de sus currículums (todos han pasado por Goldman Sachs y similares, ya debería ser sospechoso) estos gachós son más políticos que cualquiera de los que llevan aparejadas unas siglas. La diferencia tremebunda es que, como no le tienen que hacer cucamonas a ningún electorado, van a ejecutar las escabechinas que crean convenientes sin pensárselo dos veces. Como se comprenderá, a ellos, que tienen tarjeta oro para las clínicas más elitistas y plaza para su prole en colegios de a diez mil euros el mes, el Estado del Bienestar se la refanfinfla. De hecho, su trabajo consiste en raparlo al cero.

Lo triste es que dejaremos que lo hagan sin rechistar mucho y hasta creyendo que, en el fondo, es por nuestro bien. Valiéndose de nuestra ignorancia, han sabido acojonarnos con las primas de riesgo, la deuda soberana y otros cuentos de terror. Ahora sólo tienen que hacer como que nos salvan.

Tecnocracia

Mucho Iphone 4, mucha tabletita superchachipiruli, pero a la hora de la verdad, estamos como cuando el calzado universal era la alpargata. Otra vez toca pedir pan, libertad y ya, si eso, un poco de justicia. Quién nos lo iba a decir. Apenas anteayer estábamos bien surtidos de lo primero y, como teníamos el estómago satisfecho, un plasma de 40 pulgadas y banda anchísima para subir fotos chorras al Facebook, nos bastaban las migajas de lo segundo y lo tercero. De pronto, nos han despertado del tórrido sueño burguesote y nos han devuelto a un siglo XIX con aire acondicionado, autovías, aeropuertos y, como adorno, sufragio universal para que, si protestamos, nos recuerden que fuimos nosotros quienes escogimos entre susto y muerte.

Antes de que les dé un shock anafiláctico a mis cuatro o cinco lectores (y amigos) tardoliberales, aclaro que, efectivamente, estoy exagerando la nota. Guárdense esas maravillosas y autotranquilizadoras tablas que demuestran que la Humanidad, con gigante H mayúscula, nunca ha estado mejor que ahora. Aunque a diferencia de ellos, no me consuela que hoy mueran 25.000 personas de hambre al día en lugar de 100.000, si me miro los michelines o abro el grifo del agua caliente, ya veo que, desde que Marx escribió “El capital”, el progreso material ha dado un arreón considerable. Otra cosa es que piense que esas comodidades y esos cachivaches que compramos, tiramos y volvemos a comprar, nos han disparado el colesterol de las conciencias.

Ahí es adonde iba yo: ahora que comienza la reconquista tecnócrata de Europa desde las penínsulas helénica e itálica, nos encontramos, como decía Hubbard, demasiado cobardes para luchar y demasiado gordos para salir corriendo. Muy pronto, los chisgarabises políticos —que ya mandaban poco— serán relevados de todos los gobiernos por implacables gestores de hierro. Está por ver que nos procuren pan. Justicia y libertad, ni soñarlo.