Al gobierno español no le llegan los dedos de los pies y de las manos para tapar las vías de agua. Una de las más pequeñas que parece haber cubierto es la que provocan los acaparadores compulsivos. En el trolebús de las últimas medidas a la desesperada se cuenta permitir a los comercios que, en circunstancias excepcionales, limiten el número de unidades de un determinado producto que los clientes pueden adquirir en una misma compra. Si se paran a pensarlo, es de una lógica apabullante y, en caso de que algo resultara sorprendente, sería el hecho de que tal cuestión de cajón de madera de pino no estuviera legislada hasta la fecha. Por lo visto, ni las lisérgicas escenas de carros hasta las cartolas de papel higiénico, cervezas o natillas de bote que vimos en los primeros meses de la pandemia habían puesto sobre la pista a las autoridades.
Así las cosas, cuando la invasión de Ucrania hizo volver a las andadas a los arrampladores de estantes, tuvieron que ser las propias cadenas de distribución las que intentasen pararles los pies restringiendo las ventas de las mercancías que eran objeto de codicia desmedida. No se me va a olvidar que las primeras que saltaron contra esta decisión fueron las autoproclamadas organizaciones de defensa de los derechos de los consumidores. Según las beatíficas instituciones, el acopio de los egoístas que dejan a dos velas a sus congéneres y hace que se multipliquen los precios es un derecho inalienable, toquémonos las narices. Pero bien está lo que bien acaba, y esta vez procede aplaudir al gobierno que ha tenido que regular por ley uno de los principios más básicos de la solidaridad.