Me juego a pares o nones si la cojo llorona o me pongo en plan junco hueco ante la ciclogénesis celebratoria que se nos avecina a cuenta de los cuatro decenios del tocomocho constitucional español. Por si no era suficiente con el cada vez más temprano peñazo prenavideño, este año toca de propina un número redondo, o más bien, orondo como la papada del Borbón viejo, que da pie a los bardos de corps a entonar su cánticos a mayor gloria de aquella carta magna —nótense las minúsculas— pergeñada a hurtadillas entre humos y vapores etílicos por unos penenes a los que les cayó el papel de aprendices de brujo.
Se hizo con la vigilancia, claro, de los de los sables, la pasta y las todavía influyentes sotanas, que no iban a dejar que se desmadrara el cambio lampedusiano para que lo sustancial no cambiase. También es verdad que estos, los mandarines de antes y después, tenían a su favor una evidencia irrefutable: los de enfrente, por muy gallitos que se pusieran ahora tras las pancartas, habían dejado que el decrépito dictador muriera en la cama.
En resumen, y aquí es donde me desprendo del disfraz de latigador retrospectivo, que quizá se hizo lo que se pudo. Venga, aceptémoslo, incluso con el millón de objeciones que cabría hacer, y sin olvidar, por lo que nos toca más cerca, que el apoyo en estos lares fue, como poco, discutible. Concedamos que la Constitución fue el resultado de un tiempo y un espacio. Y ahora miremos el calendario. 40 años después, ¡40!, ese tiempo y ese espacio son otros muy diferentes, y no digamos ya la ciudadanía. Bastante ha sido tirar hasta aquí con ese apaño. ¿A santo de qué perpetuarlo?