Rusofobia

Aunque ahora anda recogiendo cable y acogiéndose al comodín de la tergiversación de sus palabras, la rectora de la Universitat de València, Mavi Mestre, ha instado a volver a su casa a los diez alumnos rusos que cursan sus estudios en el centro académico. Según ella, se trataba de una amable invitación “por su propia seguridad”. Lo que no ha explicado es qué tipo de peligro puede acechar a los estudiantes en la capital del Turia. Como le reprochan los miembros de la plataforma de profesores asociados de la propia institución, “la universidad tiene que ser un espacio de paz y encuentro”. Pero la rectora ha preferido ser más papista que el papa y descargar sobre los jóvenes una decisión para la galería y que, en todo caso, debería dirigirse a las instituciones rusas y no a sus ciudadanos. Estos diez alumnos no deben ser los paganos de las acciones del tirano sin escrúpulos que los gobierna.

Y creo que es bueno que se nos meta a todos en la cabeza, porque más allá de exageraciones mononeuronales como tratar de prohibir un seminario sobre Dostoievski en una universidad de Milán, empezamos a ver cancelaciones de actividades culturales con presencia de personalidades rusas. O, como poco, llamamientos al boicot. En ningún sitio se debería sucumbir a esa grosera atribución de los crímenes de unos pocos a todo un pueblo, pero menos, en el nuestro. Los vascos sabemos lo que es cargar injustamente con el baldón de los crímenes de ETA cuando éramos nosotros los que los sufríamos en carne propia. Basta media gota de empatía para comprender que también los rusos son las primeras víctimas de Putin.

Unos jóvenes, no «los jóvenes»

Me ha hecho sonreír hacia adentro que los más aguerridos defensores de los chavalotes consentidos de Mallorca, Salou y desfases del mismo pelo hayan sido los del ultramonte diestro —Vox sin tapujos— y los de su contraparte requeteprogresí. A veces no es que los extremos se toquen, es que se soban y hasta se magrean en fondo y forma. Una vez más, entre los argumentos paternalistas como “Todos hemos tenido 18 años” o “Nosotros, que bebemos en las terrazas, no somos un buen ejemplo”, siempre está el eterno comodín: “No debemos criminalizar a los jóvenes”. Lo curiosos es que, como les ocurría a los que sentían la necesidad de presentarse como “Nosotros, los demócratas”, ese latiguillo los delata. Si hay alguien que se aproxima a criminalizar a toda la juventud en bloque y sin distingos, son ellos, que en cuanto ven que se afean ciertos comportamientos concretos de ciertos jóvenes concretos, elevan la crítica a la generalidad. Y claro, así el debate está ganado sin bajarse del autobús.

Pero no avanzamos ni un milímetro como sociedad en el cuestionamiento de las actitudes —insisto: concretas— egoístas, insolidarias, caprichosas y, en este caso, peligrosas para la salud común. Tampoco me daré por sorprendido. Al fin y al cabo, conoce uno bastante bien el paño, y sabe que los que justifican con tanto ardor a los mocosos que se creen con derecho a todo son representantes ya talluditos del mismo infantilismo incapaz de aceptar un no por respuesta. Como no me cuento entre los generalizadores sistemáticos, vuelvo a aclarar que me refiero solo a una parte de mis conciudadanos. Cada vez son más, me temo, pero juraría que por fortuna no son mayoría.

Vídeo mortal

No escribiré ni siquiera el nombre de pila de la mujer que se ha suicidado tras la difusión de un vídeo sexual en su centro de trabajo. Comprendo a los que sí lo han hecho, supongo que en nombre de esa filfa periodística que sostiene que el nombre humaniza a las víctimas, pero creo que no se dan cuenta de que en realidad están al servicio de la sed de morbo que se dispara con casos como este. No es casualidad que ese nombre sea, en varias combinaciones, la palabra más utilizada en los buscadores de pornografía de internet.

Si nos sobra ese dato, qué decir de las toneladas de pelos y señales con que nos abruman las crónicas sépticas sobre el asunto. Los poceros de la presunta información han llegado a su barrio, sus vecinos, sus amigos, su familia y hasta su misma casa. Poco queda por saber de las circunstancias biográficas de la fallecida. Y lo que queda se inventa impúdicamente, como hizo una reputada comunicadora radiofónica que en su programa deslizó la idea de que el culpable de la muerte era el marido porque “alguien que sabe que va a encontrar apoyo se siente más amparada”. Eso, después de que ella y sus tertuliantes espolvorearan por las ondas la mema teoría de que “a un hombre jamás le pasaría”, sin ser conscientes de que es exactamente la versión en pasiva de la melonada que había soltado cierto torero testosterónico. Tampoco faltó el dedo señalando la responsabilidad de la empresa, aunque sin precisar qué diablos debería haber hecho la compañía ante una situación así. En realidad, a quién le importa, si solo se trata de ganar el concurso de rasgado de vestiduras aprovechando una tragedia ajena.

Lo que se votó

No dejará de sorprenderme el ojo clínico y la perspicacia de muchos de mis congéneres. Les basta a los joíos atizarse un lametón en el dedo corazón y levantarlo enhiesto cual si fueran a hacer una peineta para tener la absoluta certidumbre de por dónde respira el personal. Pero todo todito. No hay  migaja del censo, especificidad, excepción o particularidad que se les escape en sus apreciaciones imposibles de rebatir. Así, por ejemplo, tras unas elecciones —ya saben ustedes a cuáles me refiero— que han arrojado como resultado algo que al común de los mortales le parece un puzzle endiablado, hacen frases que comienzan tal que así: “Lo que la sociedad española ha dicho es…”. Y acto seguido, te endilgan la verdad esférica correspondiente, con una posibilidad de error de, ya les digo, más menos cero.

Lo entretenido de estos prodigios de la demoscopia intuitiva es que se distribuyen en proporciones harto similares por los diferentes andurriales ideológicos. Eso nos lleva a diagnósticos igual de contundentes, pero parecidos entre sí como un huevo a una castaña. Así, unos proclaman que las urnas suspiran clarísimamente por una (gran) coalición de partidos de orden —lean PP, PSOE y Ciudadanos—, mientras otros porfían con idéntica seguridad que los votantes piden a gritos un gobierno de progreso del que tiren PSOE (está en todas) y Podemos, con la ayuda de un variopinto puñado de siglas.

Servidor, que no goza de la agudeza de los arúspices sapientísimos arriba mentados y que, de propina, tiene sangre gallega, solo alcanza a ver que el 20 de diciembre la gente votó lo que votó. Lo demás es puro humo.

Jóvenes… y jóvenes (2)

¡Ay, esas columnas que llevan adosada la prueba del nueve! Quizá sea que me hago peor tipo con los años, pero debo confesar que disfruto una migajita viendo cómo se cumplen las (nada meritorias) profecías, y las líneas juguetonas obran cual muleta a la que entran, casi en el orden y con el brío previstos, los morlacos de rigor.

Qué pena, por otra parte, que todo sea tan pronosticable, y, si vamos a las desafortunadas —insisto— palabras del presidente de Adegi sobre los jóvenes, que son las que dan origen a estas reflexiones, qué inmensa tristeza que la mayoría de las réplicas sean tan de trazo grueso como la salida de pata de banco que las ha provocado. Señal también de que cada vez vivimos más instalados en las explicaciones que exigen escaso o nulo desgaste neuronal. Y, aunque esto mismo que escribo tenga pinta de una, en las generalizaciones.

Cualquier expresión que pretenda abarcar la totalidad de un colectivo encierra una mentira. Por eso, a diferencia de Guibelalde y sus replicantes, yo no hablaba de la juventud, sino de jóvenes y jóvenes. Ahí caben miles de circunstancias y situaciones diferentes. No creo que haga falta ser un esclavista redomado si entre ellas se señala a un grupo (diría yo que creciente, aunque apuesto que no es en absoluto el más numeroso) de chavalas y chavales adocenados, cuando no aburguesados hasta el corvejón. Imposible negar que en nuestro entorno esto se ha dado en todas las generaciones desde el desarrollismo, y que parte de la culpa es de algunos de los y las que hace 20, 25 o 30 años fuimos jóvenes y, tal vez por una tara propia, los hemos educado así.

No todos son iguales

No hay encuesta, sondeo, barómetro o artilugio demoscópico que no refleje el descrédito creciente de la política en general y de quienes la ejercen en particular. Algo tendrá el agua cuando la maldicen. Quiero decir que esa desafección cada vez más difícil de distinguir de la animadversión se asienta en motivos contantes y sonantes. Un somero repaso a los titulares con o sin entrecomillados son un billete para una estación cada vez más lejana de la desconfianza. Sin vuelta, en la mayoría de los casos, me temo. Por poner un ejemplo reciente: ¿quién va a volver a creer una sola palabra a algún dirigente socialista navarro, empezando por el chisgarabís Jiménez, que aún tiene el cuajo de proclamar su “compromiso con el cambio progresista”?

El don Nadie de Pitillas, sus mandarines de Ferraz y los detentadores del régimen salvado una vez más por la campana encarnan a la perfección todo lo que de pútrido y nauseabundo tiene la política. Y sin embargo, si miran enfrente, exactamente enfrente, comprobarán la injusticia de la generalización. Salvando la candidez que ya les reproché cariñosamente, las otras cuatro formaciones de la oposición sí han estado a la altura. Llevan estándolo, en realidad, desde el arranque de esta legislatura rompepiernas, primero frente al matrimonio de vodevil que formaron la Doña y su lacayo, y después, en los interminables meses de la basura tras la expulsión del PSN del Gobierno. Por encima de las no pocas diferencias (y hasta cuentas pendientes) que hay entre las distintas siglas, han sido capaces de trabajar sin descanso por el objetivo común. No todos son iguales.

La sociedad interpretada

Lo que la sociedad vasca necesita es… La sociedad vasca quiere/no quiere… La sociedad vasca está pidiendo… Eso, en las fórmulas de tono más bajo, que luego están también los que se trepan a la parra para mentar clamores y exigencias irrenunciables con una ligereza que da entre risa y miedo. Hay que tener un ego de talla XXL o una desvergüenza oceánica para erigirse en intérprete o portavoz de decenas de miles de personas que apenas tienen en común la residencia en una delimitación geográfica determinada.

Soy el primero que padece esa inabarcabilidad de opiniones, pasiones, pulsiones y decepciones. Mi trabajo sería mucho más fácil si tuviera la certeza de por dónde respira el cuerpo social al que yo mismo pertenezco. Por supuesto que me vendría de perlas estar en el secreto del sentir mayoritario de quienes me rodean y a los que me dirijo. No para hablar o escribir al gusto, sino para saber a qué atenerme o para reducir el número de meteduras de pata, especialmente cuando utilizo los genéricos. Sin embargo, a lo más que llego es a una leve intuición, a una impresión o, si nos ponemos académicos, a un teorema imposible de probar científicamente. Lo que uno percibe frente a lo que realmente es, ¿quién se atreve a asegurar que siempre coinciden lo uno y lo otro?

La respuesta debería ser que muy pocos, pero los discursos y las declaraciones conducen a creer exactamente lo contrario: allá donde hay un micrófono te encuentras a alguien dispuesto a contarte sin margen de error lo que la sociedad vasca (o la que sea) piensa de esto o de lo otro. Incluso sobre cuestiones de las que jamás has detectado el menor interés en bares, parques, autobuses, centros comerciales, comidas familiares y, en fin, esos lugares y situaciones donde nos codeamos con los individuos que conforman la tal sociedad.