Subrogación naranja

Por si teníamos alguna duda sobre la impúdica compraventa de bebés al peso que maldisimulan tras el eufemismo gestación subrogada, el figurín figurón Albert Rivera ha venido a despejárnosla con su proyecto para legalizar la cosa. Nada extraño, por otra parte, que sea el neoliberalismo desorejado y sin complejos que representa la marca política del Ibex-35 quien sitúe la cosa en sus justos términos. “¿Quiénes somos nosotros para decirles a los demás que no pueden ser padres?”, se pregunta, con su piquito de oro, el ególatra naranja. No es casualidad que la pregunta responda al patrón de la que en su día galleó, pasadito de vino, José María Aznar: ¿Quién eres tú para conducir por mi? Traducido, la biblia del hijoputismo social: aquí cada cual puede hacer lo que le salga de la entrepierna.

Y del bolsillo, claro, que es el factor fundamental de este timo de la estampita que nos quieren pegar en nombre de derechos que no pasan, en la interpretación más amable, de simples deseos. El mensaje fundamental es que el que paga manda. Da lo mismo que hablemos de un casuplón en una urbanización exclusiva, de un Jaguar, de unas tetas King Size o, como es el caso, de agenciarse una hembra de la especie humana para que procree churumbeles a demanda. “¡Que no, que se trata de regular la práctica para que sea totalmente voluntaria y altruista!”, hace como que protesta Rivera, justo antes de explicar que, además de ser de buena raza (española, a poder ser, faltaría más), la coneja debe comprometerse a llevar la vida que le exija su estado de gravidez. O sea a hacer lo que digan sus dueños, que para eso apoquinan.

La guerra del taxi

Tengo para no olvidar los cachetes autosuficientes que me llovieron del sector más chic por haber escrito que Uber era una sanguijuela empresarial de la peor especie. Por entonces, empezábamos a oír hablar de la cosa por estos andurriales, y lo que se llevaba era presentarla poco menos que como una oenegé que había venido a ayudarnos a retirar coches del asfalto por el bien del medio ambiente y la movilidad. Plataforma de transporte colaborativo, se cacareaba, y hasta parecía que colaba, cuando cantaba La Traviatta que se trataba de unos vivales que habían dado con la piedra filosofal. Se habían convertido en imperio del taxi sin tener ni un solo vehículo ni un solo conductor en nómina. Por supuesto, libres de pagar las carísimas licencias, los impuestos correspondientes y hasta los seguros de rigor para llevar y traer pasajeros. Para más inri, por esos birlibirloques perfectamente legales, los cuatro duros en tributos que sí apoquinan se marchan a Haciendas lejanas.

Afiliados impepinables a lo negro o a lo blanco, ahora que ya ha quedado el trile al descubierto, lo que se estila es pedir la prohibición incondicional de Uber y otras compañías del pelo para defender al sector tradicional. Opina servidor que ni tanto ni tan calvo. Cualquiera diría, para empezar, que hemos olvidado o que damos por buenos los abusos sin cuento que hemos sufrido en el tiempo del monopolio de la bajada de bandera. Hay una solución que uno juzga más razonable: igualdad escrupulosa de condiciones en materia de contratación, impuestos, seguros y cualquier otra obligación, y venga a la carretera a ganarse la clientela.

Reflexión francesa

Tras el susto francés, procede una reflexión. De entrada, sobre la verbena de los titulares que ha provocado por aquí abajo la victoria de un señor al que hace un ratito no conocía nadie al sur del Bidasoa. “Francia liberada”, se albriciaba sin sentido del pudor un diario de los alrededores, mientras otros daban las gracias en el idioma de Moliere o anunciaban el fin de los días del radicalismo populista o del populismo radical, no sé muy bien. Tremendos excesos, solo a la par de los heraldos del apocalipsis que proclaman la llegada del anticristo ultraliberal a lomos del caballo de Troya de la democracia. Qué poco disimulaban los joíos que en el fondo les habría encantado la victoria de Marine Le Pen, musa de Verstrynges que tiran al fascio como las cabras al monte.

¿Y hay motivo para tanta pirotecnia a diestra y siniestra? Me da que ni tanto ni tan calvo, pero no se lo podría certificar y, mucho menos, documentar. Ojalá estuviera iluminado por la misma sabiduría que quienes sin ningún lugar a dudas van soltando esta o la otra profecía, sin pararse a pensar en que han pifiado todos y cada uno de sus anteriores vaticinios. Me limitaré, y más por intuición que por conocimiento de causa, a acoger de buen grado la victoria de Macron por lo que evita y, especialmente, porque es lo que han querido los votantes. A partir de ahí, me siento a ver qué ocurre en los próximos capítulos, empezando por las legislativas que tocan dentro de un mes, sin pasar por alto que hay más de diez millones y medio de personas que, seguramente sin ser fascistas de manual en su mayoría, han apostado por el Frente Nacional.

Macron no es Le Pen

Es curioso cómo cambian los sermones. Antes de la primera vuelta de las presidenciales francesas, la obsesiva martingala era que había que evitar a toda costa una victoria de Marine Le Pen. A la vuelta de cada esquina había un profeta anunciando con los ojos fuera de las órbitas las mil y una plagas que sobrevendrían a la llegada al Elíseo de la candidata del Frente Nacional. En cuanto las urnas dejaron a la doña con unos números que, sin ser ni mucho menos malos, parecen alejarla de su objetivo, el pánico impostado se desvaneció para dejar paso a los campeones intergalácticos de la superioridad moral.

La nueva letanía es, como ya anotamos aquí entre la risa floja y el llanto inconsolable, que da lo mismo votar a la extrema derecha desorejada que a un tipo al que en tres asaltos se le ha hecho el traje de neoliberal de caricatura. No crean que no me da rabia conceder la razón a mi nada estimado Fernando Savater: qué diferencia entre lo que se quiere y lo que se quiere querer. O, más sencillamente, entre lo que se proclama con la bocaza y lo que secreta y vergonzosamente se desea.

Estamos en un cuanto peor mejor de libro. Más patético, si piensan que no les hablo de ciudadanos franceses con derecho a sufragio (que al fin y al cabo se juegan su futuro y sus cuartos), sino de cómodos pontificadores que desde el sur del Bidasoa arreglan las vidas ajenas en un par de tuits o sentencias jacarandosas. Siguiendo su propio modus operandi, resulta tentador fantasear con el que sería enésimo patinazo de las encuestas. Bien es verdad que si se diera el caso, correrían a berrear que ya lo habían advertido.

El simple mal menor

Vaya con los franceses. Otros más que no saben votar, según andan proclamando los repartidores oficiales de certificados de aptitud democrática. Enfurruñados como los malcriados infantes políticos que son, llevan día y pico dando la murga con que Le Pen y Macron son la misma bazofia. Eso, en la versión más llana. La alternativa, con un toque mayor de elaboración, pretende que los dos que van a jugarse la presidencia de la República se retroalimentan en un bucle infinito de causas y efectos. “El liberalismo provoca populismo xenófobo”, recita el ejército de orgullosos papagayos, incapaces de asumir la derrota de su propuesta, si es que tenían alguna que fuera más allá de oponerse a lo que fuera.

En su cerrilidad de inquebrantables seres superiormente morales, ni siquiera caen en la cuenta de que tratar de imbéciles a las personas que echan la papeleta en la urna no es el mejor modo de granjearse su simpatía. Con medio gramo menos de soberbia y uno más de perspicacia, quizá hasta podrían llegar a comprender por qué en la mayoría de las últimas consultas electorales ha venido saliendo exactamente lo contrario de lo que propugnaban desde las atalayas con vistas a su propio ombligo.

Por lo demás, en el caso concreto de Francia, hasta el mismo domingo a las 8 de la tarde, lo que supuestamente mantenía apretados los esfínteres era lo que se atisbaba como nada improbable victoria holgada de Le Pen. Por poco que nos guste el ganador de la primera vuelta, parece de justicia reconocerle que es el mejor colocado para evitar el desastre anunciado. ¿O a estas alturas hay que descubrir la teoría del mal menor?

Terminar con el chantaje

Es gracioso que los autotitulados liberales de los diferentes linajes (neo, con, neocon, ultra) sigan dando la brasa sobre la intolerable intervención de los gobiernos y/o estados en la economía. Nos daríamos con un canto en la piñata si sólo fuera medio cierto que las administraciones tienen algún pito que tocar en el brutal casino de las finanzas mundiales. Para nuestra desgracia, y como estamos viendo en esos titulares de los que el común de los mortales únicamente captamos su carácter catastrófico sin entender ni jota, el adagio es exactamente al revés: son los mercados los que tienen intervenidos los poderes teóricamente emanados de la voluntad popular. Si alguna vez hubo democracia, ha sido abolida hace tiempo.

De nada sirven las reuniones, cumbres, encuentros o conciliábulos de ministros. Por salvajes que sean los ajustes y recortes que decreten, por gigantescas que sean las inyecciones de pasta que determinen, nunca acabarán de calmar la voracidad de los tiburones de la especulación. Muy al contrario, con cada una de esas medidas están abriendo la puerta a futuros y más despiados chantajes. Satisfechas sus demandas inmediatas, el monstruo va a ir reclamando raciones mayores bajo la amenaza de convertir en erial el país que se le antoje.

¿Hasta cuándo van a estar los gobernantes arrojando paletadas de dinero y cuotas de bienestar a lo que ellos saben perfectamente que es un saco sin fondo? ¿No ha llegado ya el momento de plantarse y hacer frente a los insaciables tahúres, que tienen perfectamente identificados, amén de ubicados geoestacionalmente los despachos desde los que lanzan sus ataques? ¿Por qué esa legislación internacional que permite invadir países etiquetados como gamberros o, si se tercia, dar matarile in situ a enemigos públicos del globo, no es de aplicación para quienes, con apretar una simple tecla pueden condenar a la miseria a poblaciones enteras?

Liberales

Se preguntaba el domingo Xabier Lapitz, creo que entre el cachondeo y el horror genuino, si se habría vuelto neoliberal por atreverse a advertir sobre la no pequeña cantidad de jetas que se hacen un puro con las prestaciones sociales. Si la respuesta es afirmativa, que me pongan otra de lo mismo, porque yo, que no hace tanto buscaba sin éxito La Internacional en los karaokes de mis madrugadas inconfesables, manifiesto síntomas cada vez más alarmantes de idéntico síndrome. Puede que no sea más que una variante del corriente y moliente complejo de culpa que llevamos adosado a la chepa todos los que, aún sin haber ido a un colegio de curas, caímos en la lotería de la vida en el pastizal judeocristiano. Ya me pasaba en tiempos de estudiante que, con las manos limpias de polvo y paja (no hagan chistes), sufría tres océanos fantaseando que el guardián de los exámenes me iba a cachear para encontrar las chuletas que casi nunca tuve narices a portar.

Como entonces, el miedo es infundado, porque si realmente no tienes nada que ocultar, es absolutamente imposible que te encuentren algo. Eso me consolaría si no fuera porque al final el juicio será el de los demás. Otra herencia judeocristiana: por más gallito que te pongas, por mucho que vayas de outsider, de rompemoldes o de Juan Palomo, no puedes evitar que te importe el qué dirán. Y si lo que dicen es que llevas como polizones del ideario a Jiménez Losantos, Esperanza Aguirre o cualquiera de la familia Bush, se te paran los pulsos y las campanas dejan de doblar, como en la copla de Quintero, León y Quiroga. Del susto, levantas el puño izquierdo y ya no lo bajas hasta la victoria final, ésa que no va a llegar nunca.

Los auténticos

Barrunto que por ahí está la fuga. El flanco más ultramontano se ha hecho con la exclusiva de la palabra liberal, y hay que gastar mucho cuajo para reivindicar su buen o, por lo menos, su regular nombre. Bastante jorobado lo tenían los auténticos liberales para defender que Adam Smith o John Locke no eran el par de abanderados del hijoputismo social que a veces parecían, como para gastar más energías marcando distancias con los que les han birlado la doctrina delante de sus narices. En ello andan, aunque -y esto es un reproche-, se emplean más a fondo en sus disputas con el rojerío, sea de postal, de conveniencia o de pata negra, que todavía sigue habiéndolos, a Marx gracias. Tendría menos reparos en ser confundido con uno de los suyos si notara un mayor ardor dialéctico frente a la pura y dura extrema derecha.