Se le nota disperso y torpón al PP en sus primeros pasos tras la reconquista de Moncloa. La parroquia propia y ajena esperaba que fueran elefante en cacharrería y de momento se han quedado en pulpo en garaje. Como escribirían los cronistas deportivos, ni los más viejos del lugar recordaban un comienzo de mandato tan ramplón. Apenas anteayer tenían media docena de soluciones infalibles para cada problema, pero lo único que han mostrado hasta ahora es la abismal diferencia entre predicar y dar trigo. Un par de consejos de ministros tan aguachirlados como los de estreno, y a Zapatero le empezará a crecer aura de estadista mientras se rasca la barriga en su nueva vida de supervisor de nubes.
Resulta enternecedor ver a los neogobernantes reclamar los famosos cien días de gracia, como si ellos los hubieran respetado alguna vez, como si cualquiera en la oposición lo hubiera hecho, o como si de verdad hubiera tanto tiempo. Eran ellos los que, en plan abuela de la fabada Litoral, iban acogotando al personal con que no había ni un día que perder y ahora piden tres meses de prórroga, más los penaltis. No cuela.
Como la cofradía de la gaviota me queda bastante lejos ideológicamente, debo reconocer que no me urge lo más mínimo que se pongan a la faena, es decir, a lo que literalmente será el tajo, o sea, el corte y el recorte. También sé, como todos, que lo que harán será lo que diga la rubia de Berlín y/o lo que les ordene el Señor de los Mercados. Sin embargo, albergaba una curiosidad tirando a malsana por cómo se las iban a arreglar con el morlaco los que tan estupendamente toreaban de salón. Ni por el forro esperaba un espectáculo tan patético como el que están ofreciendo los maletillas recién investidos. Una mala tarde la tiene cualquiera, de acuerdo, pero es que ya van media docena en las tres tristes semanas que llevan en el machito. Y por si faltaba algo, Mariano Rajoy sin aparecer.
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Tener y no tener
Calcando el tono de los que al ver una urna en el 77 se preguntaban si para eso ganaron una guerra, los ultramontanos que gustan de llamarse liberales ladran su rabia por las esquinas ante la trece-catorce que les ha colocado Rajoy. Qué ignominia la del gallego, que antes de las elecciones negó setenta veces siete que subiría los impuestos y cuando aún estaban celebrando su victoria, les atizó en su primer consejo de ministros con un tributazo en el entrecejo. Y para más recochineo, echando mano como argumento justificatorio de la vieja letanía del rojerío a medio desteñir: “se trata de que paguen más los-que-más-tienen”. ¡Hala! ¡Donde más duele!
Es comprensible su cabreo y su decepción con el que barruntan estafador y marxista sobrevenido, pero en el pecado de haberle votado llevan la penitencia. Ya son lo suficientemente mayorcitos para saber que el énfasis con que se avienta una promesa electoral es inversamente proporcional a la intención de cumplirla. Ahí están como pruebas el “OTAN, de entrada no” de Felipe en 1982 o el “no pactaré con el PP ni jarto de grifa” de López en 2009. Toda la vida se ha hecho campaña con poesía y se ha gobernado con prosa. No iba a ser Don Mariano la excepción.
Por lo demás, lo que demuestra el crujir de dientes de los plañideros es que son quieros que no pueden. Si de verdad se contaran entre el selecto club de “los-que-más-tienen”, no perderían un segundo lamentando un mordisco que no les va a rozar ni los calcetines. ¿Alguien ha escuchado quejarse a Botín, Rato, Florentino Pérez o Amancio Ortega? Por supuesto que no, y si lo hicieran, sería aguantando la risa, porque saben que ni aunque les calzaran un 99 de tipo impositivo a sus rentas teóricas les iban a sacar del bolsillo un puñetero clavel. Para algo se inventaron las SICAV y otra media docena de trapisondas financieras con las que defraudar al fisco de manera escrupulosamente legal.
Responso por ZP
Como consumimos la actualidad con frenesí bulímico, entre bocado ansioso y bocado ansioso nos perdemos buena parte de lo que realmente está pasando. O, por lo menos, de lo que también (imaginen este adverbio en negrita y subrayado) está pasando. Es una de las maldiciones de mi oficio, que todavía no ha conseguido la maña suficiente para pensar y masticar chicle al mismo tiempo y por eso se ve abocado a contar sólo una noticia por vez. Ortodoxia periodística en mano, no hay duda de que la de estos días en nuestro entorno inmediato es la investidura de Mariano Rajoy como presidente del Gobierno español. Todos los focos y los flashes son para él. Incluso si apuntan a otros es porque son secundarios de la película que protagoniza.
Así es y así debe ser seguramente. Sin embargo, por algún tipo de disfunción interpretativa de mis neuronas, encuentro también altamente noticiable lo que está ocurriendo fuera de la pantalla, que es donde ha quedado el que hasta anteayer salía en los títulos de crédito gordos. De hecho, confieso que siento menos curiosidad por el paquetón de medidas de aliño del recién llegado que por lo que esté pasando por la cabeza de José Luis Rodríguez Zapatero, ahora que el BOE está a punto de certificarlo como ex.
Ahí tiene que haber material para una telenovela, una tesina de filosofía y dos o tres capítulos de un manual de psiquiatría. La pena es que todo ello se vaya a quedar durmiente y sólo despertará, ya descafeinado, cuando dentro de un tiempo le venga Planeta con un cheque para que lo vierta en unas de esas memorias trampeadas a beneficio más del ego que de la verdad. Para entonces, el juguete cruelmente roto por la crisis, los enemigos oficiales y —lo más doloroso— los mismos que le lamían los mocasines cuando tuvo mando en plaza será una persona diferente a la que ahora abandona el escenario por la puerta de atrás. Muchas cuentas se quedarán sin ajustar.
Silencio clamoroso
Treinta folios, hora y veinte minutos de palique y, por toda alusión a la cosa vasca, un estrambótico recuerdo de saque “a las víctimas del terrorismo”, como quien saluda a un cuñado de Cuenca, “que me estará escuchando”. Sí, claro, es de esperar que en las réplicas a PNV, Amaiur y Geroa Bai, qué remedio, tenga que torear con el asunto. Sin embargo, da bastante que pensar que Mariano Rajoy se hiciera el sueco descaradamente en el discurso de investidura, que es el que queda para la Historia o, como poco, el que marca la dichosa hoja de ruta que tanto nos gusta mentar.
Caben dos docenas de interpretaciones del olvido obviamente voluntario. La más simple entronca con la leyenda de la ambigüedad calculada que se le atribuye al ya casi inquilino de Moncloa. Al orillar una cuestión que no ha faltado en los parlamentos iniciales de los presidentes españoles desde 1977, el de Pontevedra estaría mandando un mensaje que tirios y troyanos podrían traducir a su favor. Algo así como “confiad en mi, que yo voy a saber hacerlo”. Si este era el sentido, está claro que ha horneado un pan con unas hostias, pues tiene de uñas y pensando lo peor a quienes a uno y otro lado y por causas opuestas esperaban (esperábamos) siquiera un par de párrafos.
¿Por qué no lo resolvió, aunque fuera, con una de esas vacuas generalidades que dedicó a la enseñanza, la sanidad o, rizando el rizo y ruborizando a la parroquia, “el apoyo a la implantación de nuestra gastronomía en el ámbito europeo e internacional”? ¿Por qué, de entre todas las formas de silencio, eligió la más clamorosa respecto a la normalización y la pacificación? Sigamos especulando. Quizá fue porque lo da por algo ya superado y, por tanto, sin mérito para ser incluido en una enumeración de prioridades. No parece. Es más probable que sencilla y llanamente no tenga ni pajolera idea de por dónde hincarle el diente a la cosa. Pues eso es un problema, y grande, además.
Esperando al PP
La pregunta del momento o, como poco, una de ellas: ¿Qué va a hacer el PP ante el balón del fin de la violencia que, por más que se empeñe en despejarlo a córner, volverá a su tejado una y otra vez en cuanto toque pelo gubernamental? ¿Tomará el regalo —un tanto envenenado, de acuerdo— y posará con él bajo el brazo para la posteridad, donde sólo quedará un gran titular y los detalles menores se irán desintegrando con el paso de las generaciones? ¿Se dejará guiar por los cantos de las hienas cavernarias para las que la sangre es infinitamente más rentable que su ausencia? Visto el proceder en los últimos años de la formación que fundó Manuel Fraga, hay más motivos para temer lo segundo que para confiar en lo primero.
A pesar de esa evidencia certificada con toneladas de palos en las ruedas, y probablemente porque ya hemos visto ocurrir acontecimientos por los que no dábamos un duro, esta vez parece que llega desde el nido de la gaviota algo que no huele a inmovilismo y cerrazón. Son apenas detalles sueltos, amplificados tal vez por nuestras propias ganas de ver lo que deseamos. Basagoiti ahorrándose dos o tres exabruptos del repertorio habitual, Oyarzábal asegurando que su partido sabrá arriesgar por la paz, Rajoy desafiando la ira del búnker al repetir que el comunidado de ETA fue una gran noticia… Y aún algo más valioso: las palabras ilusionadas y valientes en el plano corto de muchos militantes que sólo esperan una señal para pronunciarlas con luz y taquígrafos.
Decía Arnaldo Otegi que a la izquierda abertzale le costaba maniobrar porque es un transatlántico. Como apuntó Jone Goirizelaia en Gabon hace unas noches, el del PP debe de ser un barco todavía más grande. Para colmo, añado, en su tripulación hay remeros —Aguirre, Pons, Mayor Oreja— que no están dispuestos a bogar hacia el Cabo de Buena Esperanza. Todo depende, si de verdad lo es, del piloto. ¿Se atreverá a virar?
Suspense recuperado
Habrá que felicitar al equipo de guionistas. En las buenas teleseries, el capítulo final de cada temporada debe cerrar algunas de las tramas que han entretenido a la audiencia en las semanas previas y, en el mismo viaje, abrir las que se desarrollarán en la próxima remesa de episodios. El anuncio del adelanto electoral en el último día hábil del mes de julio, cuando parecía que el culebrón había entrado en un bucle duermeovejas, ha sido un acierto argumental para resucitar un cierto suspense. Convocarlas para el 20-N, que no es una fecha cualquiera, sólo puede calificarse como golpe de genialidad. Casi compensa el truñazo que nos han estado sirviendo hasta ahora.
Los espectadores, sobre todo los que por oficio, por inclinación, o por una mezcla de lo uno y lo otro, estamos muy enganchados al serial, hemos recuperado el interés y tratamos de hacernos una idea de por dónde avanzarán los hilos. Salvando las distancias, viene a ser como cuando George Clooney se fue de Urgencias o cuando murió Chanquete en Verano azul. Zapatero, que era el protagonista principal, pasa a tercer plano y el peso de la acción recae en Rajoy y Pérez Rubalcaba. Ambos eran mucho más que secundarios en la anterior etapa, pero en esta son directamente los encargados de que el share no decaiga… por lo menos, hasta el momento de contar las papeletas.
Aunque haya sido accidental, la elección de ambos personajes ha sido otro hallazgo afortunado porque hace que el desenlace previsible -victoria del PP por goleada- se tiña, siquiera levemente, de incertidumbre. Con el Rasputín de Solares como ariete, ya no se descarta una derrota medianamente honrosa del PSOE. Incluso hay quien recuerda la remontada épica del 93, cuando el ya desahuciado Felipe hizo esperar otros cuatro años más a Aznar.
Hay que estar, por tanto, atentos a la pantalla. Por aquí arriba nos jugamos también muchas cosas en los próximos cuatro meses.
Elogio de Rajoy
No, no se han equivocado de periódico. Y tampoco vean el menor asomo de ironía en el título que encabeza estas líneas. Es cierto que hay un tantito así de ánimo provocador en el enunciado, pero hay más de aviso a navegantes confiados. Quien tenga al líder del PP por ese individuo gris, indolente y hasta calzonazos que nos han pintado y por ello lo arrumbe inofensivo, que vaya temblando después de haber reído. El seguro futuro presidente del Gobierno español es, bajo esa apariencia de encarnar justamente lo contrario, uno de los políticos más competentes y habilidosos que ha dado la piel de toro en los últimos años. Sería una temeridad que lo pasaran por alto los que, a no tardar mucho, habrán de vérselas con él en el cuadrilátero.
Mucho ojo con el registrador de la propiedad pontevedrés. No es que las mate callando, es que directamente convierte la eliminación de michelines en una de las bellas artes. Ya lo tenía acreditado con la fumigación inmisericorde de buena parte de la vaquería sagrada del partido. Sólo Álvarez Cascos, que es otro Godzilla de la vida pública, se le ha ido de rositas. Ya habrá tiempo de que le aparezca en la cama una cabeza de caballo como la que encontraron en su día Zaplana, Acebes o la misma San Gil, que todavía anda ladrando su rencor por las esquinas del ultramonte donde le dan bola.
Pero si Rajoy consiguió que la poda de la vieja guardia casposa pareciera un accidente, con la ejecución sumarísima de Francisco Camps se ha superado. Directamente ha hecho que simulara un suicidio o, como le ha gustado contarlo a la prensa adicta, una inmolación. Sin salir de la sombra, que para algo están los bocachones de corps como González Pons o Soraya, el exterminador con aspecto de viajante se ha librado de un furúnculo y se ha echado un mártir al coleto. Máxima eficacia, nula exposición. Y ahora, a esperar el paso del próximo cadáver por su puerta. Se llama José Luis.