GAL, 30 años

¿Revisión crítica del pasado? Venga, va. A ver quién es el primero que da un paso al frente para confesar que tales días como estos de hace treinta años conoció por un chauchau del enterado de turno de la agrupación local que a Lasa y Zabala les estaban apretando las clavijas en el palacio de La Cumbre de Donostia. O que también supo por otro susurro que la cosa se les había ido de las manos a los carniceros y que el todopoderoso Rodríguez Galindo, con el visto bueno de muy arriba, había dado la orden de echar unos sacos de cal viva sobre el asunto. Y que ni una ni otra noticia le provocó la menor inquietud. Dos menos, ojo por ojo. Querían guerra, pues la van a tener. ¿Sucia? Bueno, la suya tampoco es que sea muy limpia.

Valdría la misma secuencia, unos meses después, para el secuestro de Segundo Marey, la primera acción reivindicada y sellada con el anagrama de la serpiente con la cabeza cortada por el hacha. Ni siquiera la certeza desde primera hora de que se estaba reteniendo a un pobre desgraciado sin ninguna relación con ETA hizo que nadie mostrara la menor incomodidad. Al contrario, alguien con corazón de hierro decretó que de tanto en tanto no estaría mal que cayera alguna víctima colateral, porque eso haría que la población de Iparralde presionara al gobierno francés para acabar con el supuesto santuario. La chapucería de los pistoleros a sueldazo del fondo de reptiles se convertía en estrategia. Los que estaban en el secreto, que eran decenas, si no cientos, callaron… o directamente justificaron.

27 cadáveres y 40 heridos en cuatro años, ahí queda la marca de los GAL. Como un mal menor, como algo que no hubo más remedio que hacer, como una anécdota en comparación con los números de enfrente. Tres decenios después, y con no pocos testigos y protagonistas todavía en primera línea política u otros que se han trepado hasta ella, también como un asunto que no se debe remover.

Enseñanzas de Aguirre

7 de octubre de 2013, benditas efemérides. Exactamente 77 años después de jurar su cargo, el lehendakari José Antonio Aguirre recibió, en la más presente de las ausencias, la insignia que lo reconoce como miembro del Parlamento que no pudo elegirlo, simplemente porque en plena guerra no había forma de convocarlo. Una reparación tardía, como tantas y tantas, por no hablar de las que siguen aguardando y de las que tal vez nunca lleguen. Pero reparación al fin, que en el caso del primer presidente del Gobierno vasco se une a otros gestos de restauración de su memoria y de su valor histórico que han ido cayendo por su propio peso… incluso de parte de quienes durante mucho tiempo le dispensaron un indisimulado desprecio. Y que conste que no lo cito como ataque hacia los que procedieron así, sino al contrario, como aplauso a la capacidad de rectificar.

Esa es una de las copiosas enseñanzas que nos legó Aguirre: no hay desdoro en enfrentarse a los errores propios cuando existe la firme disposición de enmendarlos. En no pocos de sus textos y de sus vibrantes alocuciones se refirió sin tapujos a lo que él mismo no hizo como al cabo de los años comprendió que quizá debería haber hecho. Sin caer jamás en el arrepentimiento —no tenía de qué—, sin renegar ni de sus actos ni mucho menos de sus convicciones, tuvo el coraje hacer un repaso autocrítico de sus obras, cuando alrededor la tentación al uso era porfiar que todo, absolutamente todo, se hizo bien.

Por supuesto que hay muchísimo más: su magnetismo personal, su don para aglutinar en torno a sí a gentes de credos y caracteres muy diferentes, su entrega a sus ideas y el respeto a las de los demás, su creencia en una causa que consideraba justa y su coherencia al defenderla… Imposible pasarlo por alto. Pero junto a ello, quisiera que al trazar el retrato de Aguirre no perdiéramos de vista el arrojo para encararse con sus equivocaciones.

Amnistía, amnesia

La palabra amnistía tiene el mismo origen etimológico que amnesia. Conviene señalarlo, porque para unas afrentas nos subimos sin dudar a la parra de la memoria y para otras, reclamamos el olvido tan ricamente.

—Ya, pero en 1977 hubo una.

En efecto, manifiestamente mejorable, promulgada a regañadientes. Y lo fundamental: no se trataba de echar tierra sobre unos delitos que en muy buena parte no eran tales sino, en curiosa paradoja, de perdonar las fechorías que quienes habían detenido, torturado y encarcelado a los que recuperaron una libertad que no debieron haber perdido nunca. La cosa es que a los verdaderos delincuentes les salió bien la jugada. Aunque no se llamó así, esa ley fue de punto final y de pelillos a la mar para la dictadura, según han podido comprobar todos los que han intentado que se investiguen judicialmente los crímenes del franquismo.

—Tal vez, tal vez… Sin embargo, unos años después se dejó ir sin gran escándalo a los polimilis

Escándalo, lo hubo y considerable, con ruido de sables y todo. Ahí están las hemerotecas. Otra cosa es que se haya impuesto la versión oficial edulcorada en sucesivas reescrituras. Por lo demás, no hay demasiados puntos de comparación con la situación actual. Ojalá los hubiera y pudiéramos ver una escena como aquella de las capuchas que daban paso a los rostros descubiertos de hombres y mujeres que habían decidido que hasta ahí habían llegado. Y no digo nada ya sobre lo que sería una declaración basada en una reflexión personal y colectiva que no buscara refugio en los ambages ni resultara sospechosa de tactismo o de haber sido arrancada a empellones. Con la dignidad precisa para que no sonara a humillación pero en el tono exacto que no diera a entender ni por asomo que matar estuvo bien o, en su caso, que fue un mal necesario.

—¿Y si algo parecido volviera a ocurrir?

No lo puedo aventurar, pero amnistía seguiría siendo sinónimo de amnesia.

La última crisis

De la última crisis salimos sin enterarnos. Un buen día —imposible recordar si era martes o jueves— extendimos la palma de la mano hacia el cielo y resultó que habían dejado de caer chuzos de punta. Así, sin más misterio ni parafernalia. Pudieron haber quedado en evidencia los profetas que habían ido vaticinando mil fechas diferentes para la resurrección o aquellos, más cenizos, que aseguraban que nunca volveríamos a ver el sol. Pudieron, sí, pero se salvaron de la rechifla porque en el mismo instante en que sentimos que cedía la opresión del pecho y del zapato, la memoria se nos volvió gaseosa. Todo ese tiempo de negrura y aflicción empezó a sernos ajeno hasta que se nos separó completamente del cuerpo, que de nuevo estaba de jota y con ganas de darse un homenaje. Nos aguardaba una prosperidad por estrenar. Nadie tenía un minuto que perder dejando fe de la penuria pasada, sus cómos y sus porqués. Ni por lo más remoto sospechábamos que no tardaríamos demasiado en necesitar aquellas lecciones que renunciamos a aprender.

Lo cuento con un lirismo que seguramente está de más y, de propina, lo cuento mal. La primera persona del plural con que arrancaba es clamorosamente falsa. Digo que salimos, cuando lo cierto es que muchos —muchísimos— no lo hicieron. La abundancia que ahora sabemos efímera ni les rozó. Se quedaron en la cuneta mientras algunos de los que les habían hecho compañía, por ejemplo, en la cola del paro decidían en los catálogos de Mundicolor si Punta Cana o la Riviera Maya. ¿Remuevo alguna conciencia social de nuevo cuño si descubro que ya entonces los bancos desahuciaban a porrillo y que, en lugar de solidaridad, había codazos para quedarse con los pisos que salían a subasta? Entre los mismos que no hacía tanto habían tenido el agua al cuello y alguno de los que probablemente hoy están a punto de ahogarse. De la última crisis salimos (no todos) sin enterarnos. Y sin memoria.

Memoria e indiferencia

Mañana, tercer Día de la Memoria, conmemoración de plexiglás embutida con calzador en el calendario oficial en los primeros compases de la ya extinta mayoría pepesocialista. La instauración venía de serie entre la letra y el espíritu de vendetta del Acuerdo de Bases, ese Zotal firmado y sellado con que pretendieron desinfectarnos… con el éxito que se acaba de ver en las elecciones de hace tres semanas. Si las dos ediciones precedentes resultaron un esperpento que contribuyó a embarrar el patio más de lo que estaba, la presente podrá figurar en las antologías del absurdo y por el mismo precio, en las de la inmoralidad política.

Y suerte que, por supuesto tarde y mal, Arantza Quiroga ha caído en la cuenta de que a estas alturas es tan presidenta del parlamento vasco como servidor Mister Universo y ha cancelado su sarao. ¿Qué narices pintaba una cámara reducida a espectro montando un convite que para colmo volvía a ser un homenaje con derecho de admisión y lista negra? Ya se entendía lo justo que un Gobierno con la fecha de caducidad a punto de vencer buscara unas fotos semipóstumas convocando el acto institucional correspondiente.

Nos libra del estrambote el hecho constatable de que ya hace un rato estas cuestiones han dejado de preocupar al personal. Apuesto —y seguro que gano— que muchos lectores se están enterando de los chuscos episodios en estas mismas líneas. Puede que alguna vez nos hiciéramos ilusiones de construir una memoria no exclusiva donde cupiera cualquier forma de dolor independientemente de su procedencia. Ahora ya sabemos que en materia de sufrimiento cada cual se barre su parcela y, si le apetece, que suele ser que sí, deja la porquería resultante en las de los demás. Quizá lo normal habría sido cabrearse con tirios y troyanos y montarles un buen pollo por su intolerable comportamiento. Hemos optado por la indiferencia y que les vayan dando a los unos y a los otros.

Gabo sin memoria

Pasé sin transición de las aventuras de Los Cinco a El coronel no tiene quien le escriba. Recuerdo la cara extrañada de Nati, la librera, cuando me vio coger el ejemplar del expositor de Bruguera. “No sé si lo vas a entender”, me dijo y trató de convencerme de que si iba a empezar a leer “cosas de mayores”, tal vez era mejor que me estrenara con Barrio de Maravillas de Rosa Chacel. Desde la suficiencia de mis doce años recién cumplidos, miré con desdén lo que por su portada naif me sonó a novelita para chicas, puse en el mostrador dos billetes de cien pesetas —mis ahorros de varias semanas—, y salí de la tienda con aquel libro, rezando para no encontrarme con mis amigos y tener que darles explicaciones de mi nueva rareza.

Aquí podría exagerar la nota y decir que no volví a ser el mismo tras asistir, página a página, a la espera sin esperanza de ese anciano sin nombre, a quien imaginaba con la cara llena de arrugas y el gesto de haberlo vivido todo de mi abuelo paterno. Seguramente, no fue ni para la mitad, porque ya apuntaba maneras de futura alma atormentada —pura pose, no cunda el pánico—, pero algo sí debió de moverse dentro de mi, pues en los meses sucesivos fui invirtiendo mi paga, creo que por este orden, en Los funerales de la Mamá Grande, Crónica de una muerte anunciada, El otoño del patriarca (¡toma ya!) y, finalmente, Cien años de soledad.

La misma profesora de literatura con la que aprendí que todas esas historias que me subyugaban recibían el nombre de “realismo mágico” me descubrió el Pedro Páramo de Juan Rulfo y bajé a Gabriel García Márquez un peldaño de mi pedestal. Luego, me regalaron una edición barata de El perseguidor y otros cuentos de Cortázar con un pétalo en su interior, y volví a relegar a Gabo. Hoy, cuando leo que una maldita enfermedad le anda robando la memoria, por si un día me pasa lo mismo, he corrido hasta aquí a fijar mis recuerdos, que también son suyos.

Desmemoria

Se nos llena la boca reclamando memoria, pero cada hoja de calendario es un baño de amnesia con la que los cínicos y —por qué no decirlo— los malvados se hacen mangas y capirotes. Las evidencias de sus tropelías se desintegran en el ácido de nuestra flaca capacidad para retener el pasado. Así quedan sin culpa ni sanción y pueden aplicarse con una sonrisa en los labios a la siguiente canallada porque la cabra no sabe hacer otra cosa que tirar al monte. Y ojalá estuviera hablando de cosas que ocurrieron hace siglos o decenios, pero no. Me refiero a acontecimientos que llenaron los titulares hace apenas quince meses.

Fue a principios de marzo de 2011 cuando, bajo el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, que no es ni del PP ni de UpyD, la abogacía del Estado y el Ministerio Fiscal instaron al Tribunal Supremo a impedir la inscripción de Sortu en el registro de partidos. No fue un trámite o una actuación de boquilla para aplacar a la bestia cavernaria. Los dos brazos legalosos del Ejecutivo socialista se emplearon a fondo, con la imprescindible ayuda de los cuerpos de seguridad, en la colección (y/o elaboración) de pruebas que sirvieran para vestir la segura negativa de sus señorías. A la par, los picos más floridos del PSOE y, ¡ay!, del PSE aportaron su óbolo difundiendo la especie de que era muy pronto para dejar que los terroristas se colaran en las instituciones disfrazados de lagarterana. Para que no cupieran dudas, la jugada se repitió cuatro semanas después con Bildu, aunque esa vez hubo sorpresa en la Condomina judicial.

Yo sí me acuerdo. Y también me acuerdo de que el PSOE fue coautor de la malhadada ley de partidos y de todas las vueltas de tuerca que ha tenido desde que se promulgó hace diez años menos cinco días. Ahora, qué risa más amarga, celebran que el Constitucional haya revertido la ilegalización que ellos mismos promovieron. Nuestra desmemoria endurece su rostro.