No grato y algo peor

¿Hay que declarar persona no grata en Pamplona al ministro Fernández? Sin duda. De hecho, extendería la designación a toda la Comunidad. Y lástima que los reglamentos municipales no contemplen la posibilidad de apostrofarlo como tipejo, fachuzo del quince, indeseable absoluto o escoria infrahumana, para no alargar la lista. Por duros que suenen los epítetos que he puesto en fila, sumados no alcanzan para empatar con la vileza de sus manifestaciones de adhesión inquebrantable a los asesinos Emilio Mola y José Sanjurjo.

Aclaro que, aunque haya sido lo que más ha irritado, su mentecatez sobre los que, según él, quieren ganar la guerra civil 80 años después —40 dijo el muy lerdo— no me parece lo más grave. Quizá en sus labios resulte asquerosa la frase, pero confieso que yo mismo he dicho algo parecido, obviamente con otro sentido: no nos engañemos al solitario ni caigamos en una simplificación naif de la Historia, porque eso es tan desmemoria como la otra.

Lo que de verdad me pudrió de la farfulla del requeté sobrevenido fue, insisto, su reivindicación grosera de dos de los principales culpables de la matanza que comenzó en el 36 y se prolongó durante décadas. Cuando Fernández afirma que retirar los sangrantes honores al par de siniestros personajes desune a la sociedad, y lo hace sin la menor mención a los incontables atropellos que cometieron, está retratándose sin rubor. Claro que también es verdad, y resulta casi más duro de asumir, que en la tierra donde Sanjurjo y —con más ahínco aun— Mola perpetraron sus carnicerías sigue habiendo (muchos) políticos y medios de comunicación que actúan igual.

Hace cuatro años

Mínimo recordatorio para quienes tienden a pensar que nada cambia. Hace cuatro años, cuando se convocaron las elecciones inmediatamente anteriores a las del próximo domingo, en la demarcación autonómica de Baskonia gobernaba la que aparece como cuarta fuerza en las encuestas actuales con el apoyo hasta hacía poco de la quinta. La segunda o tercera —según qué sondeo miremos— estaba recién relegalizada, pero fuera del parlamento, y la tercera (o segunda) ni siquiera existía.

Por entonces, ya llevábamos sufridos diez meses del rodillo inmisericorde del PP. Bajo la amenaza de la intervención —rescate lo llamaban, ¡qué joíos!— de la Unión Europea, Mariano Rajoy al frente de un ejecutivo compuesto por lo peor de cada casa había acometido la mayor ristra de recortes económicos, sociales y de libertad desde la muerte del bajito de Ferrol. Y era solo el menú degustación de la política de palo y tentetieso que seguiría en una legislatura literalmente interminable; tanto, que a efectos prácticos, y pese a dos citas con las urnas, todavía dura. Aunque ahora suene a pleistoceno, lideraba la oposición solo desde hacía medio año un tal Alfredo Pérez-Rubalcaba. Nada habíamos oído de Pedro Sánchez ni de Susana Díaz. A Pablo Iglesias le conocíamos cuatro frikis y Albert Rivera era una extravagancia de la Catalunya que ya había entrado en ebullición.

Volviendo a lo cercano, ETA aún no había cumplido el primer aniversario desde que parió su eufemismo “cese definitivo de la actividad armada”, y en la Diputación de Gipuzkoa y el ayuntamiento de Donostia gobernaba Bildu. Aunque lo parezca, el tiempo no pasa en balde.

Yoyes, 30 años

“Yoyes, ejecutada por traidora”, berreaba una pared de ladrillo de mi barrio. Debajo, el mismo spray siniestro había dejado la apostilla: “ETA, herria zurekin”. Durante años estuvo ahí. Nadie movió un dedo para taparla. Ni desde las instituciones ni desde la presunta sociedad civil. Y no es que nos pareciera bien. En realidad, ni nos lo plateábamos. Simplemente estaba ahí, qué le íbamos a hacer. Formaba parte del paisaje, como otras tantas y tantas pintadas que mirábamos sin ver o veíamos sin mirar, quién sabe.

¿Qué nos iba o nos dejaba de ir en ello? Bastante teníamos con lo nuestro. La vida en aquellos ochenta cabrones —hoy tan dulcificados por la nostalgia de ajonjolí— era muy dura en general. Podían haber echado del curro a tu padre en esta o en aquella reconversión. Era fácil que tu hermano fuera un yonki, que tu mejor amigo hubiera muerto de una sobredosis o que al vecino del cuarto le hubieran inflado a hostias unos fulanos con o sin uniforme. Mucha policía, poca diversión, ponme otro kalimotxo.

30 años después del asesinato que dio lugar a lo que cuento, leo en un excepcional reportaje de Kike Santarén que los amigos de Yoyes hablan de su victoria póstuma. Lo cierto es que quisiera sumarme al voluntarismo y proclamar también el triunfo, pero soy incapaz. Al contrario, la suya fue una derrota humillante, un nauseabundo escarmiento. Lo prueba que el tipo que le descerrajó los dos tiros que la mataron, aparte de decir las cosas que a ella le llevaron a ser sentenciada, sea agasajado hoy como héroe en un amplísimo círculo que alcanza a los que ejercen, con un par, de apóstoles de la memoria.

Hospital Alfredo Espinosa

Alabo el buen gusto, el tino y el sentido de la justicia de quienes eligieron a Alfredo Espinosa para dar nombre al nuevo hospital de Urduliz. Pocas figuras encarnan mejor la entrega desinteresada a los demás que el consejero de Sanidad del heroico gobierno de José Antonio Aguirre. Entrega hasta sus últimas consecuencias, pues como se sabe —o debería saberse—, el doctor Espinosa, miembro de Unión Republicana, dejó su vida en el paredón de la prisión de Vitoria a tres meses de cumplir 34 años.

Apenas dos horas antes de ser acribillado por las balas de sus captores franquistas, plenamente consciente de su destino, tuvo la presencia de ánimo de escribirle a su lehendakari y, sobre todo, amigo, una carta que es imposible leer sin que los ojos se humedezcan y sin sentir una profunda y genuina admiración. En esas líneas está el retrato de un hombre de una pieza y, de alguna manera, el de una generación irrepetible compuesta por servidores de lo público que nada tienen que ver con la frecuente canalla política actual, tan dada a la impostura.

Les invito a buscar la carta y a dejarse conmover por su contenido. Como anticipo, permítanme que comparta con ustedes uno de sus párrafos: “Dile a nuestro pueblo que un consejero del Gobierno muere como un valiente y que, gustoso, ofrenda su vida por la libertad del mismo. Diles, asimismo, que pienso en todos ellos con toda mi alma y que muero no por nada deshonroso, sino todo lo contrario, por defender sus libertades y sus conquistas legítimamente ganadas en tantos años de lucha. Que mi muerte sirva de ejemplo y de algo útil en esta lucha cruel y horrible”.

«No es lo mismo»

Tal y como esperaba, la reacción más repetida a mi reciente columna sobre las dos querellas argentinas consistió en el gran comodín: no es lo mismo. Y sí, de acuerdo, si vamos por la literalidad, es innegable que la causa sobre el franquismo y el sumario sobre ETA presentan notables diferencias. Habría que señalar, claro, las objetivas u objetivables.

Decir que los impulsores de la primera buscan justicia y los segundos solo pretenden venganza es un juicio de intenciones. Reversible, por lo demás. Por supuesto que unos nos caen más simpáticos que otros, o que, por vivencias o convicciones políticas, nos sentimos especialmente cercanos a sus postulados. Algo parecido podemos apuntar respecto a los jueces argentinos que llevan las investigaciones. Si el instructor del dossier sobre ETA, Rodolfo Canicoba, es un tipo claramente ideologizado hacia la derecha, incluso extrema, la responsable de las pesquisas respecto a la dictadura de Franco, María Servini de Cubria, es abiertamente de izquierdas. O ambas posiciones son legítimas o no lo es ninguna.

En cuanto a lo puramente técnico, seguro que los fundamentos jurídicos de cada denuncia son distintos, y también su encaje respecto al principio de Justicia Universal. Ahí cabe hacernos trampas al solitario, pero yo prefiero intentar ser ecuánime. Primero, para reconocer que ambos procesos están traídos por los pelos, y que no son más que una bienintencionada triquiñuela para, siquiera, hacerle cosquillas a tipos e instituciones que han disfrutado de la impunidad.

Billy el niño y el capitán Muñecas tienen réplicas exactas allá donde algunos no quieren mirar.

Derecho a decidir, según

Apoteósica lección de democracia de la CUP de Tortosa. Dice que para su culo pirulo va a aceptar el proceso participativo —ja, ja y ja— en el que el 68 por ciento de los votantes apoyó mantener en pie no sé qué monumento franquista del copón de la baraja. ¿El razonamiento? Que la consulta no debió haberse celebrado nunca y que el alcalde la había orientado para que el mamotreto no se retirase. Nada sutil forma de llamar imbécil a la misma ciudadanía a cuyo buen juicio se apela constantemente. Caray con el derecho a decidir… siempre y cuando se decida lo que yo digo, que si no, no vale.

Y sí, miren, claro que me sé la famosa cantinela que incide en la existencia de materias sobre las que no se debe votar porque bla, bla, y requeteblá. Pero no estamos hablando de la pena de muerte, de deportar a los inmigrantes ni de cualquiera de las cuestiones que servirían como argumento razonable para sustentar esa tesis. Esto va de unas piedras que personalmente considero de pésimo gusto y que habría abogado por demoler de haber tenido vela en el correspondiente entierro, pero cuya pervivencia no acarreará efectos espantosos para la convivencia. Menos todavía, si como parece que ha sido el caso, la condición para no convertirlo en escombros es incorporar elementos que expliquen que el bodrio fue obra de un régimen criminal para conmemorar la batalla del Ebro, una de sus tropelías más sangrientas.

Si no se es capaz de respetar la voluntad popular respecto a un asunto de trascendencia relativa, escasa credibilidad se tendrá para reclamar que se permita a la ciudadanía pronunciarse sobre aspectos fundamentales.

Memoria de Mikel Zabalza

Curioso ganapán, el de delegado o delegada del Gobierno español en las taifas peninsulares del café aguado para todos. Miren la que acaba de liar la que ejerce en Madrid a cuenta de la estelada. Del virrey en la demarcación autonómica de Vasconia, Suecencia Urquijo, qué les voy a contar; como aquel viejo eslogan del cupón de la ONCE: cada día, un numerito. Y no pierde comba en el concurso de hacer la gapuchipez más gorda la titular de la prefectura patria en el cachito foral, Carmen Alba.

“Ya estoy acostumbrada a que me reprueben y pidan mi dimisión”, se refocilaba hace unos días la que lleva como apellido cierto ducado de infame recuerdo. Razón no le falta, a ella plin, así que, sin dejar de sumarme a la inútil petición de que se las pire de una vez, le muestro mi gratitud en estas líneas. Sí, lo que leen: gratitud. Su infinita torpeza —seguramente malvada, por demás— al relacionar con ETA a Mikel Zabalza en el tristemente célebre requirimiento para que se borrase la pintada de Aoiz contra la tortura ha servido para sacar del olvido uno de los más truculentos crímenes cometidos en las cloacas del Estado español.

Invito a los lectores más jóvenes a documentarse sobre el caso. Más de 30 años después, los mismos que berrean sobre la asunción del daño causado y nos dan lecciones de memoria, siguen sin tener los bemoles de reconocer como víctima a un inocente al que sacaron de su casa de madrugada, lo llevaron a Itxaurrondo para inflarlo a hostias, y apareció 20 días más tarde en una zona del río Bidasoa que ya se había rastreado. ¿Cómo era la cantinela de la verdad, la justicia y la reparación?