Modifiquemos el refranero. Días de nada, vísperas de menos. ¿Acaso alguien esperaba algo del pomposamente anunciado encuentro entre el presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez, y su barbado antagonista, Pablo Casado? Como demasiado, la sonrisa forzada de la foto a la puerta de la Moncloa y unos titulares de aluvión para las parroquias respectivas. Cuentan los proclives al jefe del Ejecutivo que con el líder del PP es imposible el menor acuerdo porque se ha atrincherado en el no por el no y su único objetivo es ganarle a Vox en cerrilidad extremodiestra. Desde el otro lado el relato varía: fue Casado quien llegó con la propuesta de apoyarle durante dos años a cambio de una fruslería menor como romper con los independentistas y pegar un bandazo económico para volver al buen camino neoliberal.
Total, que el uno por el otro, los cromos sin cambiar. Ahí se va a quedar un rato más sin renovar el Consejo General del Poder Judicial. Y casi mejor, pensamos para nuestros adentros los militantes a la fuerza de lo malo conocido frente a lo peor por descubrir. La nave va, puede proclamar Sánchez, que en esta partida recién inaugurada aún va de mano. Con sus tres birlibirloques escasamente comprometidos y sus patadas a seguir en Catalunya, retiene los votos necesarios para ir sacando adelante la legislatura hasta que llegue el momento decisivo de los presupuestos. Tiempo ganado. Unas semanas, unos meses más en el preciado colchón. Para entonces, si Esquerra acaba sintiéndose burlada y vota en contra, al superviviente siempre le queda volver a hacer la ciaboga y aceptar en diferido la oferta que le hizo ayer Casado.