Nos la han colado doblada con lo de los tecnócratas. Al oír la palabreja, todos —servidor a la cabeza— salimos como Miuras a acordarnos de la parentela de los que se han pasado por la sobaquera las cuatro chispitas de democracia que nos quedaban. Claro que hay mucho de eso, pero según estábamos entrando ciegos al trapo y reivindicando el derecho a decidir incluso a los malos políticos, no reparamos en una evidencia que empeora las cosas: los tales técnicos impuestos saltándose las urnas no son entes exquisitamente asépticos. Todo lo contrario. El maletín de herramientas que traen para desatascar las cañerías económicas está a rebosar, además de tijeras, serruchos, bisturís y otros artilugios con filo, de ideología. De una ideología muy determinada, que no es precisamente la socialdemocracia.
Ocurre que, al venir disfrazados de eficientísimos gestores, les franqueamos el paso con la misma candidez que le damos las llaves al mecánico que nos va a cambiar el aceite. Será tarde cuando descubramos que, más allá de sus currículums (todos han pasado por Goldman Sachs y similares, ya debería ser sospechoso) estos gachós son más políticos que cualquiera de los que llevan aparejadas unas siglas. La diferencia tremebunda es que, como no le tienen que hacer cucamonas a ningún electorado, van a ejecutar las escabechinas que crean convenientes sin pensárselo dos veces. Como se comprenderá, a ellos, que tienen tarjeta oro para las clínicas más elitistas y plaza para su prole en colegios de a diez mil euros el mes, el Estado del Bienestar se la refanfinfla. De hecho, su trabajo consiste en raparlo al cero.
Lo triste es que dejaremos que lo hagan sin rechistar mucho y hasta creyendo que, en el fondo, es por nuestro bien. Valiéndose de nuestra ignorancia, han sabido acojonarnos con las primas de riesgo, la deuda soberana y otros cuentos de terror. Ahora sólo tienen que hacer como que nos salvan.