Se comprende la necesidad de buenas noticias, pero no puedo evitar que me resulte obsceno celebrar una porrada de muertos y otra de contagios bajo el argumento de que es la menor cifra desde no sé cuándo. Soy el primero en mirar con ansiedad los datos cada mañana buscando una señal, pero creo que no está de más una gota de contención. Las grandes derrotas se cimentan demasiadas veces en levantar los brazos prematuramente.
¿Que el bicho me está haciendo más cascarrabias de lo que ya era? No lo niego. Y anoten otra muestra de acidez gástrica y mental: tampoco entiendo el milagro a punto de obrarse de la multiplicación de los panes y los peces, o sea, de las mascarillas y los test rápidos. En cuanto a los preciadísimos tapabocas, y al margen de los vaivenes sobre su efectividad real o no, ya quisiera uno saber cómo se las va a maravillar el gobierno español para obligar a su uso, como dice que estudia hacer, cuando, simplemente, es imposible conseguir una.
Claro que aun es más alucinógeno lo de las pruebas. Hasta hoy, ni siquiera se las practican a sanitarios que han tenido contacto estrecho con pacientes o compañeros que han dado positivo. Sin embargo, de repente nos anuncian que se las van a hacer a todo quisque, y de modo especial, a las personas asintomáticas. Estoy deseando verlo.