Todos ‘cuñaos’

Antepenúltima hora: los asesinos de París son todos menos ellos mismos. Y mucho cuidado, porque sostener algo diferente o manifestar la menor objeción a la verdad verdadera nos degrada a la calaña de cuñados, que ahora mismo es el insulto número uno el hit parade modelnoide. De perdidos al río, empecemos señalando que la condición de hermano político es recíproca. Yo lo soy de otro que también lo es. Por lo demás, prefiere uno ser adscrito al cuñadismo ramplón que al ilustrado. Esos sí que tienen peligro, los listos de un abanico que va desde la lectura de medio artículo a la posesión de una cátedra en Historia Contempóranea, lo que acojona más.

Es ahora cuando con buena y no tan buena intención se me interpela sobre qué tiene de malo contextualizar y por qué en la columna del otro día lo asimilé a justificar. Que sea necesaria tal pregunta ya encierra una categoría, pero vaya por quienes interrogan de buena fe. Claro que es fantástico poner los hechos en su contexto, pero sin trampas al solitario. Hay quienes dicen ir a la raíz de los crímenes machistas, de la tortura en sede policial o de la guerra de 1936. Ustedes, yo y las piedrecillas del camino sabemos qué esconde cada uno de esos intentos y no los aceptaríamos.

Por otro lado, ¿se han planteado el brutal supremacismo blanquito y judeocristiano —de ahí viene también lo de la culpa chorra— que supone dar por hecho que los de nuestra tez y nuestras creencias (o falta de ellas) somos las únicas criaturas del orbe capaces de hacer el mal? Ya, no, como tampoco el hecho de que estos asesinatos son, entre otras mil cosas, profundamente racistas.

(Otro) día de la memoria

El Día de la Memoria empieza a ser el de la marmota. Con este, van ya seis años en los que, matiz arriba o abajo, hemos vuelto a ver, escuchar y, por lo que a los de mi oficio toca, contar prácticamente lo mismo. Incapacidad para la unidad entre los partidos, desmarques, acusaciones cruzadas de utilización de las víctimas o de hipocresía, intentos de monopolizar el sufrimiento… La tentación del hastío es demasiado grande. Eso, entre los que todavía estamos dispuestos a dedicar tiempo, neuronas y energías a un asunto del que el común de los paisanos —pregunten a sus vecinos en el ascensor— ni siquiera llega a tener conocimiento. Y si lo tiene porque en los medios nos empeñamos en dar la chapa, el interés alcanza la millonésima de segundo necesaria para poner la mente en blanco y hacer que las palabras y las imágenes resbalen sin dejar el menor poso.

Claro que tampoco hemos de fustigarnos por eso. Mil veces he escrito, y con esta, mil una, que ese desinterés no necesariamente responde al egoísmo o a la falta de sensibilidad de todos los que lo manifiestan. En más de un caso, diría incluso que es síntoma de que, sin necesidad de tanto palabro buenrollista y tanta prosodia, una parte considerable de esta sociedad ya está practicando eso sobre lo que no dejamos de teorizar. A falta de un término mejor, normalidad se llama.

Por lo demás, sigo pensando que la instauración de esta conmemoración no fue una idea muy brillante, y que el bienintencionado esfuerzo por mantenerla conduce a aumentar el caudal común de la melancolía. A pesar de todo, aprecio sinceramente algunos de los gestos que se han dado.

Canon condenatorio

Tienen toda la razón los dirigentes de los distintos partidos de EH Bildu cuando manifiestan su hastío y su cabreo por la insistencia en exigirles rechazos que ya han expresado. Antes incluso que las declaraciones de repulsa de otras siglas, nos llegó el comunicado en que se dejaba claro que la quema intencionada de ocho autobuses en una cochera de Derio estaba fuera de la estrategia actual de la izquierda abertzale. ¿Demasiado escueto, frío, falto de contundencia? Siendo de los que piensa algo parecido, añado inmediatamente que eso son ya interpretaciones personales. Del mismo modo, podrían antojársenos excesivas, ampulosas o hechas para la galería las filípicas biliosas que se acercan más al estándar en materia de condenas.

Quizá, de hecho, uno de los problemas esté ahí: se ha establecido una especie de canon reprobatorio, y todo lo que quede por debajo de la intensidad dialéctica señalada no computa como muestra de desmarque y/o repudio. Y menos, claro, si viene del ámbito ideológico concreto al que se refieren estas líneas. Se sostendrá que hay bibliografía presentada que avala el recelo, y no es incierto. Pero ya que estos días hemos estado ensalzando el valor casi terapéutico de la autocrítica, podríamos aplicarnos el cuento y reconocer que en más de dos ocasiones y en más de tres, al soberanismo radical —ando espeso para los sinónimos, perdón— se le reclaman comportamientos que no son de actores políticos responsables sino de penitentes con flagelo de ocho colas. Sería cuestión de preguntarnos si, una vez, no hemos elegido dejarnos llevar por la cómoda pero absolutamente inútil inercia.

Está y estuvo

20 de octubre, y sereno. Cuatro años, no sé si ya o todavía, porque hay veces que tengo la impresión de que han llovido mares y otras, sin embargo, me da por pensar que fue ayer mismo cuando el asfalto se teñía de sangre cada dos por tres y nos tocaba asistir al ceremonial rancio de la condena en do mayor y/o el cobarde silencio en fa sostenido. Fíjense, yo sí me acuerdo de eso. No en una nebulosa como si hubiera sido un mal sueño o hubiera ocurrido muy lejos. Fue aquí, se lo juro, y hay miles de personas que pueden dar dolorosísima fe de ello. Muchas otras, tampoco lo pasen por alto, ni siquiera están para contarlo. Las quitaron de en medio y desde entonces, de tanto en tanto se las remata con balas de olvido, con cuchilladas de omisión, con bombas, incluso, de desprecio. Qué puñetera vergüenza debería darnos que solo estemos dispuestos a reconocer u honrar aquellos muertos a los que podamos encajar un posesivo en primera del singular o del plural.

Y eso es lo menos malo. Me hace más daño aun comprobar que según el calendario se aleja de aquel 20 de octubre de 2011, se van difuminando lo que hoy ya sabemos que fueron disimulos iniciales. Al tic justificario le sucedió el tic glorificador. ¿Soy el único que ha visto a recién conversos adalides de la paz bailando el agua a tipos y tipas con veinte fiambres a sus espaldas? Pero claro, como en casi todo, estamos instalados en la coartada fácil, ya saben, el Estado que no se mueve. Me dirán, quizá, que me paso de cenizo, que es reciente una carta que sostiene que matar está mal. Ya, pero no hay manera de que nos digan eso mismo en pasado: estuvo.

Uno de Jaimito

Tuiteando a deshoras, justo antes de arrastrarme hasta el sobre, escribí: “Para desarmarse, si quieres hacerlo, no veo yo que el contrario pinte mucho”. Era mi cierre a una micro conversación con Oskar Matute y Paul Ríos, dos personas a las que quiero igual de bien en las coincidencias que en las discrepancias. Al volver a encender el ordenador a la mañana siguiente, me encontré la respuesta de un personaje público conocido, entre otras virtudes acreditadas, por su mordiente espontaneidad: “Venga, Javi, ahora para mantener el nivel, cuentas uno de Jaimito. ¡Un poco de seriedad, por favor!”. Una docena cumplidita de parroquianos festejaba con retuits o favs (pido perdón a los del plan antiguo por la terminología) el ¡zasca!, que es como se les llama ahora a las cargas de profundidad mondas y lirondas.

Pues va aquí el de Jaimito, que se añade al gran chiste macabro que vocean la colleja dialéctica y más, si cabe, la consecuente jarana celebratoria: con ETA, oigausté, un respeto, no vayamos a tenerla. Ocurre que yo ni se lo tengo ni lo finjo para pasar por jatorra ni para evitar ser señalado como enemigo de la paz por quienes llevan toda la puñetera vida haciendo y/o jaleando la guerra. Por eso, al modo de Matías P., me permito a mi mismo insistir en que cuatro años son una jartá para desprenderse de toda la cacharrería de apiolar. Es, sin más y ya sé que también sin menos, una lista de localizaciones. Se remite a Moncloa, se cuenta a la opinión pública que se ha hecho, lo certifican los mediadores, y ahí se acaba todo. Otra cosa es que se espere algo a cambio. Entonces, claro, no se acaba nunca.

La cúpula mil

Cae una cúpula, otra más, de ETA. Suena o quiere sonar a la leche en vinagreta, perdóneseme la estúpida rima interna, pero el hecho en sí no merece mayores alardes discursivos. A mi no me tima el pirotécnico ministro Fernández. Sé que los detenidos, por más pedigrí que tengan sus nombres en comparación con otros que han ido cayendo en las sucesivas farsas montadas por Interior, no son más que el retén de guardia a cargo del cadáver de la bicha. Vaya a usted a saber desde cuándo estaban controlados cada uno de sus movimientos por guripas de este o aquel uniforme. Hasta que un día —ayer mismo—, que convenía porque hay un fuego en Catalunya, se da la orden de echarles el guante y mandar el heroico parte de guerra correspondiente. La filfa, es decir, la captura de unos tipos acorralados y ya definitivamente inofensivos, se convierte, con la ayuda de unos titulares salerosos y unas fotos resultonas, en una gesta de andar por casa. Para quien quiera comprarla, claro, que cada vez queda menos clientela interesada por el género.

Dicho todo lo anterior, sí le reconozco un mérito al señor español de la porra. Su guiñol ha servido, probablemente sin pretenderlo, para desenmascarar una vez más a los milongueros del nuevo tiempo. Con su impudicia habitual —bien es cierto que consentida por nuestro pardillismo digno de mejor causa— han salido a bloque a echar espumarajos contra la detención de tipos que suman, entre los cometidos por propia mano, los ordenados y los planeados, un buen pico de asesinatos. Pero claro, los inmovilistas y los que ponen palos en las ruedas son siempre los otros. Hay que joderse.

Rancio nuevo tiempo

Tremendas tareas han puesto a los partidos vascos 15 víctimas de diferentes violencias. Les piden, por ejemplo, que se dejen de una puñetera vez de inercias e imposturas (esto es una versión libre de servidor) y que el próximo 10 de noviembre celebren juntos el Día de la Memoria. Haciendo la media de las respuestas, y sin dejar de destacar que alguna sigla ha dicho que por supuesto, nos encontramos con un coro de silbidos a la vía, peroesques, tiritas que se adelantan a la herida y, en resumen, nada entre dos platos.

Si no nos conociéramos, para llorar. Pero no menos que la reacción ante otro encargo de puro catón. Estas personas que comparten sufrimientos bien diversos y aún así, son capaces de reconocerlos recíprocamente y hasta de profesarse respeto y cariño, querían que los representantes políticos de la sociedad expresaran claramente que el recurso a la violencia está mal hoy y estuvo mal ayer. De nuevo, aparte de algún sí rotundo, carraspeos, asteriscos al pie, perífrasis, solicitudes del comodín del público y, cómo no, las consabidas apelaciones al de enfrente.

Por desgracia, no hay lugar a la sorpresa. No a la mía, desde luego, que llevo lunas y más lunas clamando que nos hemos adelantado demasiados capítulos en nuestro novelón por entregas. Procedería dejar de hacernos trampas al solitario y reconocer una desoladora verdad: por muchos suelos éticos y pamplinas con que nos adornemos, a nuestro alrededor hay decenas de miles de personas —ojalá no me quede corto— que creen que matar a discreción estuvo muy bien o, como poco, fue necesario, y en todo caso, no merece reproche sino aplauso.