Si Azkuna los llega a pillar….

foto: motocicletaclasica.es

Iban como locos, el olor a gasolina quemada impregnaba toda la zona y del ruido ni hablamos. Me imagino a nuestro alcalde acompañado de sus concejales y con el talonario en la mano, como se iban a poner… aunque ahora con los radares no necesitan moverse del sillón para recaudar lo mismo, o más.

Al poco tiempo de inaugurar los túneles de Begoña y la carretera “nueva” –así le llamábamos- se celebraron varias carreras de motos. El recorrido iba desde Begoña hasta el cruce de Ibarsusi, justo donde estaba el fielato, allí daban la vuelta y otra vez para arriba, y así hasta acabar la prueba.

Recuerdo que más o menos coincidió con una visita que hizo “Patxi” a Bilbao para conmemorar los famosos “25 años de paz”. En el exterior del túnel de Begoña –mirando hacia Santutxu- pusieron unos carteles enormes que indicaban el motivo de la visita.

Esta carretera sirvió para descongestionar la muy saturada subida a Miraflores, permitiendo la entrada y salida de Bilbao por otra zona que no fuese el Casco Viejo.

Pasado el tiempo seguimos teniendo saturación en todas las salidas de Bilbao, eso sí, saturados pero a 50 por hora, que no se diga que no somos de Bilbao….

Agur

“RHAPSODY IN BLUE” a la bilbaina…

foto: camionesclasicos.com

Por fin, los bilbaínos empezamos a salir del “aldeanismo” y empezamos a recibir los adelantos de la tecnología, sobre todo en el transporte por la villa. Gracias a nuestros mandatarios, empezamos a ver por la calles del botxo unos autobuses muy raros, pequeños, regordetes y encima pintados de azul, cuando todos sabíamos que el color “de toda la vida” era el rojo. Menudo atrevimiento. Muy rápido tuvieron su mote: los azulitos.

No eran para todos los bolsillos, la plebe seguía sufriendo con los trolebuses y autobuses de dos pisos –menuda sensación de libertad se sentía en la primera fila del piso de arriba- pero hay que reconocer que cambiaron mucho el concepto del transporte. Eran un paso intermedio entre el taxi y el trolebús convencional, se podía coger en cualquier punto del recorrido con solo levantar la mano, y lo mismo te podías bajar en cuanto se lo solicitaras al conductor, además , solo podías ir sentado ya que no había sitio para ir de pié –eso era lujo romano-. El conductor era “amo y señor” del invento y encima  pluriempleado, tenía que conducir, estar atento a las solicitudes del personal, cobrar, abrir y cerrar la puerta –solo había una- y mantener en todo momento la actitud de saberse el mejor y más caro transporte de la villa.

Si el haber nacido en Bilbao te otorga un status nobiliario, el ir montado en microbús era un añadido que se apreciaba en las miradas que otorgaban sus usuarios a los transeuntes, por muy bilbainos que fueran.

Había que ver con que soltura manejaban los conductores el sistema de apertura y cierre de la puerta de los primeros azulitos, el invento consistía en un juego de palancas que permitía abrir y cerrar sin moverse del asiento.

El cambio también fue social. Mi primer recuerdo de una mujer conduciendo un medio de transporte fue en estos microbuses, los viejos taxistas de la villa aún recuerdan a la “rubia del azulito”, en torno a su forma de conducir se crearon bastantes polémicas, según contaban algunos profesionales del sector.

Los ciclos se repiten y son parte fundamental en la vida, no hace mucho tiempo ha llegado al Metro, después, ha vuelto el tranvía, ahora el autobús de dos pisos, acaso lo próximo, será ver de nuevo a los “azulitos”? Yo sigo esperando.

Agur

Descubriendo el punto “H”

foto: crariosanmarcos.wikispaces.com

Los alumnos de la escuela a la que asistí de pequeño tardamos bastante tiempo en saber que los castigos no formaban parte del temario de estudios, hubo momentos que pensábamos que a la Enciclopedia de Alvarez le faltaba el apartado de “castigos”, dada la asiduidad con la que nos aplicaban la “lección”.

En otra ocasión os he contado el “invento” de «el milagro del ajo» y de su fracaso, pero al poco tiempo apareció un sistema de tecnología mucho más depurada que había que aplicarlo con delicadeza, y la verdad, es que nuestra clase no se destacaba por ser el paradigma de esa virtud.

El castigo físico que más temíamos por doloroso era el poner los dedos juntos hacia arriba y sobre ellos descargaba el maestro su “lección”. El novedoso sistema consistía en tener paciencia y cuando apreciabas que la regla estaba a pocos centímetros de tus dedos, bajar estos un poco, de forma que variabas el punto de impacto y el dolor era bastante menor. El “invento” era efectivo, pero había que tener la sangre fría de un samurái para no adelantarse al momento y que resultase visible el “apaño” porque entonces era muy posible que el maestro te “explicase” varias lecciones del tirón. Todavía me duele al recordarlo, es que yo tardé tiempo en cogerle el truco. Torpe que es uno, que le vamos a hacer.

Hubo un compañero que tenía una habilidad tremenda en aplicar el sistema, creo que el maestro nunca se dio cuenta, era nuestro héroe particular. Nunca se nos ocurrió juntar los dos “inventos”, el ajo y el punto H, no sé si hubiera dado resultado pero creo que esa tecnología era muy avanzada para nuestro tiempo.

Agur

El ajo milagroso..

foto: kalipedia.com

El más común de los castigos era el de la regla contra la mano abierta. Muy cabreado tenía que estar el maestro para que te mandase poner los dedos juntos y darte en la punta, y eso dolía de verdad. El golpe en la mano tenía una cosa a favor del profesor, que sonaba mucho y eso quieras que no, “acongojaba” mucho al personal, era la forma más resolutiva de calmar a la “jauría”.

Todos sabemos lo que un bulo podía correr en el tiempo que duraba un recreo. Un buen día, algún lumbreras dijo que si te untabas con ajo la palma de la mano, no te dolían los golpes de la regla. Para que luego alguien diga que en aquellos tiempos no existía el I+D. Dicho y hecho, ya teníamos el remedio contra el “opresor”.

No hubo que esperar largo tiempo para poner en práctica tales remedios. A los pocos días, y no recuerdo por qué, hubo zafarrancho general, y claro, toda la clase castigada. Una cosa de agradecer, era que, cuando los castigos eran masivos se avisaba con un día de antelación, debía ser para que estuvieras toda la noche dándole vueltas a la  cabeza.

Don Felipe -el maestro- no se imaginaba que sus alumnos disponían de la más avanzada tecnología en “contracastigos” y tal como era presumible, aparecimos en la clase con las manos untadas de ajo –nos untamos las dos porqué no sabíamos en cual iba a caer la regla- el olor os lo podéis imaginar, todo lo que tocábamos olía a ajo, cuadernos, lapiceros, tizas, pupitres, es decir, toda la clase.

Por una vez fuimos al cadalso sin miedo al dolor, el “secreto” era inconfesable pero el olor nos delataba, sufrimos el castigo y creo que me dolió más que en veces anteriores.

Ese día aprendí la técnica de prueba y error, aquello no funcionó, es más, creo que nos dieron más “cera” que de costumbre.

En el recreo buscamos al “científico” para “explicarle” la utilidad de su invento pero fue inútil, se diluyó cobardemente entre la muchedumbre y nunca supimos quién fue.

Más adelante, apareció otra solución: el punto H, pero eso os lo contaré en otro momento.

Agur

El negrito y el chinito…

foto: cristaljar.blogspot.com

La escuela a la que fui de pequeño estaba dividida en dos partes, una para niños y otra para niñas, con puerta de acceso distinta, el recreo se hacía a horas distintas, de hecho, solo coincidíamos a la entrada y a la salida, eso sí, en filas distintas.

A la hora de entrar a clase, formábamos en fila india en el pasillo y procurando no hacer ruido nos íbamos colocando de pie cada uno junto a su pupitre. Al pasar junto a la mesa del maestro, allí estaban, limpias y brillantes y con mirada triste (sería para dar pena) dos cabezas de porcelana, una de un negrito y otra de un chinito. A la altura de la coronilla tenían una ranura y en parte baja un agujero tapado con un tapón de corcho, eran dos huchas.

A menudo nos invitaban a meter dinero diciéndonos que eran para las Misiones de África y de Oriente, también nos decían que la niñas dejaban más dinero que los niños, me imagino que a ellas les dirían lo mismo de nosotros, a partir de ahí empezó a crecer en mí la sensación de culpa por el hambre y poco desarrollo de esos países. Con la edad ya se me ha pasado.

En nuestra clase, los castigos (que se prodigaban muchísimo) tenían dos opciones en su cumplimiento, una era, redimir la pena, introduciendo moneda de curso legal por la “dichosa” ranura del negrito o del chinito, y la otra era recibir los “reglazos” de rigor. La mayoría (de ahí mi sensación de culpa) optábamos por la segunda y de esa manera guardábamos la paga para el cine matinal de los domingos.

Teniendo en cuenta la cantidad de escuelas y multiplicando por el número de escolares y de huchas existentes en el país sigo sin entender qué se hizo mal para que hoy día haya tantas diferencias entre África y Oriente. Nosotros teníamos simpatía por la cabeza del negrito (también nos gustaba más Baltasar) y por él nos decantábamos cuando teníamos que meter dinero. Seguramente, algo falló en el reparto.

No sigo, porque voy a sentirme culpable otra vez.

Agur