El jamón más grande del mundo….

foto: barbacanteruel.es

Cuando salíamos a la calle por la tarde a jugar era costumbre preguntar qué te habían puesto en el bocadillo. Nos juntábamos los colegas de barrio y nos enseñábamos las interioridades de la merienda:  los había de mantequilla con azúcar –hace años que no he visto a ningún niño con ese bocadillo- de pan con chocolate, de chorizo, etc.  A mi amigo Juanito siempre le ponían de jamón.

De pequeño, mis vacaciones eran de varios meses en un pueblo de La Rioja, y desde que llegaba hasta que me marchaba, todos los días, en el ritual de verificación de bocadillos, a mi vecino Juanito siempre le aparecían sendas lonchas de blanco tocino entre pan y pan. Él decía que era jamón, yo no lo entendía y pensaba ¡qué jamones más raros hay en La Rioja!, el caso es que pasaba el tiempo y en aquel tocino no se veía ni una triste nota de carne.

Peor era lo de Gervasio, otro colega, este tenía la extraña costumbre de comerse los quesitos con el papel plata de su envoltorio y los cacahuetes con la cáscara, la verdad es que tenía unos amigos de lo más raros. El pobre Gervasio, de mayor acabó en una sucursal bancaria de director. Que se le ve a hacer.

El resto de amigos eran más normales, quitando a Toñito que se trababa un poco al hablar –de mayor se le corrigió– y a Selmito (Anselmo) que le pisóo una yegua y le dejó un pie a la birulé, pero había que verle correr cuando íbamos a mangar melones.

Pasados tres meses de mi llegada, un día le intenté explicar a Juanito que lo que le ponían en el bocadillo era tocino y no jamón como él decía, pero él, con su sabiduría popular, me dijo que lo que pasaba era que todavía no habían llegado a la carne. Imaginaros el tamaño que debía tener aquel jamón… Es que si lo miras bien, ya ni los cerdos son como antes.

Agur

La lista de roedores

Me tocó nacer en la época de  “los hombres no lloran”“es para que te hagas un hombre” y con esas premisas y unos buenos tazones de leche nos fuimos haciendo mayores. Esto viene a cuento de un recuerdo nada agradable de mi niñez.

En la casa donde pasaba los largos veranos en La Rioja había en la planta baja un espacio dedicado a guardar el ganado y aunque en ese momento no tenían animales grandes, estaba el recinto lleno de trastos y bastante desordenado. En ese ambiente pululaban a sus anchas unos ratoncitos pequeños que hacían los nidos entre los sacos de trigo y demás enseres. Para controlarlos utilizaban cepos que yo mismo ayudaba a poner intentando engañarles con un trozo de pan o de queso.

Muchos (la mayoría) caían fulminados en el acto, pero algunos se quedaban enganchados por la cola o por la pata, el caso es, que cuando ibas a ver el cepo, el ratoncito estaba vivo pero atrapado en el artilugio. Entonces llegaba el cruel mandato “coge el cepo, sácalo a la calle y remata al ratón” esa orden debía ser para que me hiciese un hombre, digo yo.

Aquí empezaron mis pioneros actos de desobediencia civil. No podía ejecutar  al bichito que me miraba con miedo, así que lo soltaba y procuraba fijarme en qué agujero se metía, para a hurtadillas ponerle algo de comida en la entrada.

Los mayores comentaban extrañados la cantidad de ratones cojos que había por la cuadra, creo que nunca supieron el truco, por lo menos, a mi no me lo dijeron.

Con el paso del tiempo me siento un poco indignado con el “sindicato de roedores” ya que nunca he recibido ni el más mínimo detalle de agradecimiento por haber “salvado” a tantos congéneres suyos. No pido una película como a Schindler, pero uno también tuvo su “lista”. Lo digo solo por comentarlo.

Agur

De la botella al frasco

Los árboles y las plantas están muy mal educados. Tienen la feísima costumbre de dar sus frutos todos al mismo tiempo,  eso está muy bien si eres un industrial del campo y vas a vender la producción, pero si el producto es para consumo de casa, el tema cambia, y mucho. Te pasas temporadas enteras comiendo un mismo producto hasta que le coges asco. Los familiares, amigos y conocidos te rehuyen cuando te ven venir con cestas:  “Es que todavía no hemos comido lo que nos diste el otro día”.  “Es que a los niños no les gusta la fruta” . Todo son escusas. Todos los años la misma promesa: arranco los árboles y se acabó el problema. Promesa que nunca se cumple y el año que viene la misma canción.

Los riojanos y navarros hace mucho que encontraron  la solución: la conserva.

Recuerdo en mi niñez que el embotado del tomate lo hacían en botellas, después de llenarlas les añadían unos polvos blancos que traían de la farmacia –que por cierto, le daban un sabor especial- y terminaban de rellenarla con aceite, colocaban el corcho y a guardar.

El siguiente paso fue la lata, pero el problema que había era que para cerrarla se necesitaba una máquina especial que no todo el mundo tenía. Lo más normal era que el herrero del pueblo la tuviese y en época de embotado se recurría  a él  para cerrar las latas.

Actualmente, el modelo más utilizado para las conservas es el del frasco. Se puede hacer en casa sin tener que depender de nadie. Lo más importante en este tipo de conserva –según los expertos- es la limpieza de los frascos y la colocación de tapas nuevas cada año.  Las tapas, al estar sometidas al vacío, sufren deformaciones en la espuma interior y, al utilizarlas más veces, no se puede garantizar una estanqueidad absoluta, con el grave riesgo que eso supone. Al final, cada uno se la juega como quiere, pero no hay que olvidar que el botulismo siempre anda rondando las conservas y eso son palabras mayores.

Agur