Las temidas notas…

Foto: poralgolodigo.blogspot.com

No nos engañemos, en nuestra infancia uno de los momentos más críticos era la entrega de las notas. De sobra sabíamos nosotros las que habíamos aprobado o no. Pero siempre nos quedaba el reducto de la compasión del maestro, a ver si por una remota casualidad –que casi nunca se daba- se apiadaba de estas almas arrepentidas llenas de dolor y con la gran promesa de corregirnos, no nos cateaba. Por intentarlo no se perdía nada.

De las buenas notas ni hablo, a mi me contaron que había uno, que conocía a otro que tenía un vecino que las sacaba y en su casa le dieron un montón de regalos. Estoy seguro que eran leyendas urbanas. De las malas y regulares ya puedo hablar por experiencia propia.

En mi situación estábamos la mayoría, recuerdo una tarde de Septiembre, paseando por El Espolón de Logroño, en un banco estaban sentados un padre con su hijo, el padre tenía en la mano la cartilla de notas y una cara de pocos amigos que había que verla. El hijo parecía una estatua de cera, ni se movía, vista la situación se podía adivinar que las notas no eran todo lo buenas que hubiera deseado el chaval. El padre miraba las notas y seguido fijaba la mirada en la cara del hijo, de vez en cuando le decía “con estas notas a dónde vas a ir” “te crees que yo me estoy deslomando para que tú hagas el vago”. El chaval levantó la cara y me miró, nos cruzamos una mirada de comprensión, mentalmente le dije que aguantase el chaparrón y que siempre que llueve descampa, no sé si me entendió. De pronto, el padre le cogió por el hombro y gritando le dijo “te voy a dar dos hostias…” paró uno segundos de gritar y más suavemente le espetó “bueno, con una de pueblo te vale y te sobra…”. Se hizo el silencio.

Al hijo le notaba que le costaba tragar la saliva, era normal, con la acumulación de órganos que tenía en la garganta, que si la tráquea, las amígdalas, las gónadas –se le habían desplazado hacia esa zona- , etc. Al final la sangre no llegó al rio.

Me marché pensando que de esta vez me había librado y que tenía que seguir disfrutando de las vacaciones. Mundo, mundo…

Agur

Como el chocolate…

foto: museosdeoficios.com

A la taza. Como el buen chocolate de toda la vida, así era una de las usuales formas de corte de pelo infantil en los pueblos. En la década de los cincuenta y sesenta hacía “furor”. El sistema era bien sencillo, se colocaba un tazón -de aquellos del desayuno- boca abajo, en la cabeza del sufrido receptor y se cortaban todos los pelos que quedaban fuera del perímetro exterior del tazón. Claro, con este sistema se aplicaba el único socialismo que se permitía entonces, “el socialismo peluqueril”, era evidente que todos los críos iban iguales, todos llevaban la misma tonsura monacal.

El corte, tenía sus cosas buenas, como la rapidez con que se ejecutaba, pero también las tenía malas, como dejar totalmente al descubierto las orejas. No sé por qué razón, pero en aquellas épocas los niños nacían con los pabellones auditivos bastante grandes y eso no es síntoma de que con la edad  no vayas a padecer sordera. En los pueblos, el tener las orejas al descubierto de esa forma tan estridente tenía su valor, si se ponían muy rojas es que hacía mucho calor y si les picaban es que hacía mucho frio y era el principio de los “sabañones”. Qué cosas… con verle por las mañanas las orejas al niño ya sabían el tiempo que hacía.

Una de las pocas variantes que sufrían los poseedores de la tonsura era los domingos para ir a misa, entonces les untaban la cabeza con “brillantina” y les quedaba el pelo duro como si llevasen un casco. Ni el mayor de los huracanes hubiese podido mover aquellos peinados.

La raya en medio, a un costado, el flequillo, etc. eran modas que fueron llegando poco a poco. La cresta de los punkis vino mucho después.

Agur

El jamón más grande del mundo….

foto: barbacanteruel.es

Cuando salíamos a la calle por la tarde a jugar era costumbre preguntar qué te habían puesto en el bocadillo. Nos juntábamos los colegas de barrio y nos enseñábamos las interioridades de la merienda:  los había de mantequilla con azúcar –hace años que no he visto a ningún niño con ese bocadillo- de pan con chocolate, de chorizo, etc.  A mi amigo Juanito siempre le ponían de jamón.

De pequeño, mis vacaciones eran de varios meses en un pueblo de La Rioja, y desde que llegaba hasta que me marchaba, todos los días, en el ritual de verificación de bocadillos, a mi vecino Juanito siempre le aparecían sendas lonchas de blanco tocino entre pan y pan. Él decía que era jamón, yo no lo entendía y pensaba ¡qué jamones más raros hay en La Rioja!, el caso es que pasaba el tiempo y en aquel tocino no se veía ni una triste nota de carne.

Peor era lo de Gervasio, otro colega, este tenía la extraña costumbre de comerse los quesitos con el papel plata de su envoltorio y los cacahuetes con la cáscara, la verdad es que tenía unos amigos de lo más raros. El pobre Gervasio, de mayor acabó en una sucursal bancaria de director. Que se le ve a hacer.

El resto de amigos eran más normales, quitando a Toñito que se trababa un poco al hablar –de mayor se le corrigió– y a Selmito (Anselmo) que le pisóo una yegua y le dejó un pie a la birulé, pero había que verle correr cuando íbamos a mangar melones.

Pasados tres meses de mi llegada, un día le intenté explicar a Juanito que lo que le ponían en el bocadillo era tocino y no jamón como él decía, pero él, con su sabiduría popular, me dijo que lo que pasaba era que todavía no habían llegado a la carne. Imaginaros el tamaño que debía tener aquel jamón… Es que si lo miras bien, ya ni los cerdos son como antes.

Agur

De la botella al frasco

Los árboles y las plantas están muy mal educados. Tienen la feísima costumbre de dar sus frutos todos al mismo tiempo,  eso está muy bien si eres un industrial del campo y vas a vender la producción, pero si el producto es para consumo de casa, el tema cambia, y mucho. Te pasas temporadas enteras comiendo un mismo producto hasta que le coges asco. Los familiares, amigos y conocidos te rehuyen cuando te ven venir con cestas:  “Es que todavía no hemos comido lo que nos diste el otro día”.  “Es que a los niños no les gusta la fruta” . Todo son escusas. Todos los años la misma promesa: arranco los árboles y se acabó el problema. Promesa que nunca se cumple y el año que viene la misma canción.

Los riojanos y navarros hace mucho que encontraron  la solución: la conserva.

Recuerdo en mi niñez que el embotado del tomate lo hacían en botellas, después de llenarlas les añadían unos polvos blancos que traían de la farmacia –que por cierto, le daban un sabor especial- y terminaban de rellenarla con aceite, colocaban el corcho y a guardar.

El siguiente paso fue la lata, pero el problema que había era que para cerrarla se necesitaba una máquina especial que no todo el mundo tenía. Lo más normal era que el herrero del pueblo la tuviese y en época de embotado se recurría  a él  para cerrar las latas.

Actualmente, el modelo más utilizado para las conservas es el del frasco. Se puede hacer en casa sin tener que depender de nadie. Lo más importante en este tipo de conserva –según los expertos- es la limpieza de los frascos y la colocación de tapas nuevas cada año.  Las tapas, al estar sometidas al vacío, sufren deformaciones en la espuma interior y, al utilizarlas más veces, no se puede garantizar una estanqueidad absoluta, con el grave riesgo que eso supone. Al final, cada uno se la juega como quiere, pero no hay que olvidar que el botulismo siempre anda rondando las conservas y eso son palabras mayores.

Agur