No puedo olvidar aquella mirada..

En nuestra escuela, durante el recreo nos daban un vaso de leche. La leche venía en polvo en unos sacos grandes, mas tarde me enteré que era de los americanos. Esa leche debía ser la parte que tocaba a los escolares del famoso Plan Marshall.

Había un cuarto pequeño que le llamaban almacén, allí era donde estaban los sacos de leche y una estufa que diariamente la encendían los maestros. Cada día tocaba a dos niños hacer la leche. El funcionamiento era fácil, se ponía un puchero grande lleno de agua (no se medía la cantidad) encima de la estufa y cuando el agua estaba caliente (aspecto este que se ejecutaba a “ojo de buen cubero”) se bajaba al suelo y se añadía la leche en polvo (tampoco se medía) se revolvía con un cucharón de madera y ya estaba lista para repartir. Se llevaba el puchero al pasillo que comunicaba la clase con el patio de recreo y a medida que iban saliendo los niños, formados en fila india, pasaban junto al puchero y se les llenaba el vaso de leche. Hasta aquí todo bien.

Uno de los mucho días que me tocaron hacer de “lechero” recuerdo que comenzamos bien con la liturgia, pero, no sé por qué razón la estufa no estaba todo lo caliente que debía estar y por lo tanto el agua no alcanzó la temperatura que debiera. Seguimos con el procedimiento, añadimos la leche en polvo y comenzamos a revolver, pero “aquello” no tenía pinta de leche líquida, mas bien, de una colección de “pelotas blancas de tenis” nadando en un liquido semiblanquecino.

Siguiendo el ritual (no había tiempo para repetirlo) llevamos el puchero al pasillo y colocándolo sobre una banqueta esperamos que fuese la hora del recreo para empezar a repartir “aquello”.

Era costumbre que los primeros en salir de la clase eran los más pequeños y así fue. Se abrieron las puertas y puestos en fila se fueron acercando. El primer niño que se acercó me mostró su vasito limpio y lo puso a la altura del puchero para que se lo llenase de leche. Cogí el cucharón y le vertí su contenido en el vaso, pero, horror, no le llegó nada de leche, solo le cayó una bola de leche en polvo que al ser de mayor tamaño que la boca del vaso hizo de tapón y no permitió que entrase nada de líquido. El niño miraba el vaso y levantando la cabeza me miraba incrédulo de lo que estaba pasando, esta operación la repitió varias veces, tenía cara de no entender nada. No puedo olvidar aquella mirada. Me parece que vi correr una pequeña lágrima por su rostro. El siguiente niño de la fila empujaba, así que no le quedo más remedio que avanzar hacia la puerta del patio. Luego vi deambular al niño por el recreo mirando su vasito con aquella bola encima. Espero que no me guarde rencor.

Desde aquí me gustaría encontrarme con él para pedirle disculpas y perdón.

No quiero pensar que por mi culpa aquel niño haya tenido en la vida problemas de falta de calcio.

Más adelante llegaron los botellines de leche Beyena, pero esos ya son tiempos “modernos”.

Agur